Enrique Bernardou
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6 min readOct 24, 2016

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Corría 1999 en un barrio de Fernando de la Mora, Paraguay. Jugar al Tuka’e Kañy, o escondidas, todavía era lo más divertido que podía salir a hacer a la tarde con mis amigos. Cansados de corretear y gritar en la vereda, volvíamos a casa alrededor de las 5, para ver dibujitos y merendar.

Yo era uno de los pocos chicos de mi calle que tenía cable, y entre serie y serie, solía cachar un programa particular en el canal argentino Magic Kids. “A Jugar con Hugo” se llamaba, y parecía una versión infantil del programa de concursos de Susana Giménez. Se llamaba por teléfono, pero en vez de responder preguntas de trivia, lo que tenías que hacer era controlar a un personaje en la pantalla a través de impulsos en tu teléfono. Me moría por jugar lo que veía en la tele, pero mi mamá me colgaba si las llamadas a larga distancia figuraban en la factura de Antelco. Igual, con mi teléfono a disco creo que no iba a poder llegar muy lejos.

Hugo: Un ícono de los 90.

El hecho es que me parecía impensable la idea de que yo podía jugar con esa gente que está en la tele a kilómetros de distancia. Había probado videojuegos antes. Excitebike y Circus Charlie en el “Family” de un vecino (que en realidad era una NES). Donkey Kong Country y Super Mario World en la Super Nintendo de unos primos de Caazapá, en el interior del país, a quienes veía con suerte dos veces al año; pero en definitiva nada se comparaba con esa experiencia de ver cómo personas, incluso en la distancia, podrían emocionarse por el desenlace de un juego. Más o menos como el fútbol, pero con duendes. Hasta ahora nunca he visto un programa como ese en la TV local. Como ya nos tiene acostumbrado, Paraguay se hace tarde con todo, o simplemente ni se pone al día.

Pasaron los años. Mi papá había comprado una computadora para mi hermana (que yo usurpé vilmente para mis intenciones videojueguiles). También en Asunción creció considerablemente el número de personas aficionadas a los videojuegos. Ya no hacía falta viajar 200 Km para hacer saltar un gorila con corbata sobre cocodrilos con pinta de militar. Ahora podía hacerlo en mi casa, y si no tenía yo el juego del momento, a pocas cuadras había alguien que siempre invitaba.

Recuerdo bien los torneos de FIFA ’98 que armaba en casa con mis vecinos. Teníamos que compartir el teclado de mi computadora entre dos personas. Los goles que se metían entre esa maraña de dedos y codazos se pueden considerar proezas heroicas digas de ser cantadas por los trovadores de antaño.

Aún con las bellas memorias, siempre había un problema: tenías que encerrarte en casa para jugar (para disgusto de muchos padres). El barullo que hacemos con los amigos en casa cuando jugamos Super Smash Bros. sigue siendo un motivo de quejas en mi casa hasta hoy. Algunos con padres generosos se atrevían a sacar su tele y consola al patio para evitar eso, bajo la sombra del árbol de mango en pleno verano y recibir algo de aire. En mi caso, papá me esperaba con alguna “sorpresa” si veía que moví su tele de lugar. Movilizar esos equipos y juntarnos en algún sitio era… inconveniente.

Sí, también existían las consolas portátiles, pero yo compré agosto de 2016 mi primer Game Boy, y dos meses después un cartucho de Pokémon Blue, así que no sabría decirles. Igual siempre que quería juntarme con otro a tener alguna batalla Pokémon me pareció inconveniente la necesidad de que ambos tuviésemos nuestra propia consola y juego, sin poder compartir. Resultaba algo prohibitivo y poco atrayente.

Dos consolas… Un cable… Dos cartuchos. No hay bolsillo que aguante.

De esos veranos sin preocupaciones y con tiempo infinito ya pasó mucho. Hoy los juegos se me acumulan sin poder encontrar tiempo para prestarles mi atención. Cuando me decido a jugar algo es porque mis queridos amigos asuncenos deciden emprender la larga travesía hacia Fernando de la Mordor, donde se extienden las sombras. Si los veo a menudo es porque soy yo el que va a Asunción, aunque tenga que gastar una hora en el bus, generalmente a merendar en mi sagrada cafetería de preferencia.

Justo ahí termino cruzándome con mis amigos en cada ocasión. Quisiera batirme a un duelo de robots, resolver acertijos o hacer corridas con karts cada vez que los veo, pero ni loco ando con una tele a cuestas. Ni hablar de exigir que tengan una consola portátil personal cada uno, con el mismo juego que yo quiero jugar.

En años y años desde el inicio de los videojuegos, la manera más sencilla de compartir aventuras entre varias personas sigue siendo sentarse en una sala con un control en mano cada uno. Para ser una “manera sencilla” lo veo como algo demasiado complicado de lograr en una vida adulta con responsabilidades.

Con pocas oportunidades para reunirnos a jugar con amigos, muchos nos hemos volcado otras alternativas. La gran mayoría en móvil y los más aficionados con alguna consola portátil. Si bien me divierto un montón, me encantaría poder tener la misma conveniencia de mi 3DS pero con la posibilidad de invitar a cualquier persona a sumarse a compartir conmigo.

Por fortuna tengo yo una propuesta. Esta situación la vino a cambiar Nintendo con el anuncio de su siguiente consola de sobremesa: Nintendo Switch.

— Esperá un rato. ¿No estabas diciendo recién que buscabas movilidad?

— Y sí.

Esa es la cuestión, precisamente.

Nintendo Switch cuenta con una propuesta que hasta ahora no ha sido vista en el ámbito de las consolas más conocidas: la fusión entre el gran poder gráfico y la posibilidad de un multijugador más inclusivo de una consola de sobremesa, y la movilidad de las consolas portátiles.

Cuando uno está en casa, sin ningún problema puede usarla como una consola normal, ya sea con los controles Joy-Con desarmables y su… ¿porta-controles?, o el Pro Controller más familiar, pudiendo uno experimentar el tipo de experiencia de juego a la cual todos estamos acostumbrados, pero la magia sucede al desencastrar el módulo que tiene la pantalla portátil con los Joy-Con. En ese momento, efectivamente se convierte en una consola portátil.

Ya puedo ver las tardes que compartiré con gente que nunca ha tocado un control en su vida cuando lleve la Switch al café de siempre, o para cualquiera que vive lejos de dónde suele pasar su tiempo, ya sea por trabajo, estudio u otros motivos. En el almuerzo de la oficina o en el recreo del colegio o facultad. Con los mismos controles laterales que me sirven a mí para jugar en solitario, al desencastrarlos de la pantalla, puedo crear dos controles que permiten que alguien más se sume a la aventura. No consola extra. No juego extra. Basta con que una persona lleve consigo la Switch para invitar a quien quiera contrario.

No importa si sos un jugador hardcore o uno casual. Si te gusta quedarte en casa, o estás todo el día en la calle. Con esta consola, todos están atendidos.

Nintendo Switch, sobre todo, me dará la oportunidad de cumplir un sueño de chico: Al fin podré repartir palizas en Smash sin importar donde esté. Quizás pueda hasta pensar en entrar a algún torneo.

Lo malo es que mis amigos seguirán evadiéndome cada vez que los invito a mi lejano hogar. Malditos.

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Enrique Bernardou
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Ilustrador y diseñador de personajes. Mi color favorito es #F5007A