Bitácora del Alma

Desde un centro de aislamiento, ubicado en el habanero reparto Bahía, Mario Almeida contó sus días, noches y madrugadas de voluntariado.

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater
38 min readMay 27, 2020

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Por Mario Almeida

I “Noche”

Josué montó al carro con una mochila medio vacía y un ventilador viejo de aspas destartaladas. El resto nos sentimos en ridículo. Mallorys y Daniela llevaban cada una su maleta y yo un jabuco de nailon enorme, otro más pequeño, la hornilla, el aparato del aire y la mochila a duras penas cerrada. Algún chiste pesado a lo largo del viaje… pero en general casi no hablamos.

Ha sido una jornada de leves dolores lumbares, subibajas y trabajo en equipo. Las pantorrillas y los aductores también han notificado sus molestias, pero lo importante, al menos eso creemos, resulta que los internos que arriben en las próximas horas tengan una cama tendida, una sábana, tres jabones, un cepillo de dientes, una toalla y un rollo de papel sanitario.

Entre descanso y descanso hemos recibido clases de Economía, de la mano de un doctor en la materia al que tratamos de tú, aun en medio del respeto que inspira el que estuviese doblando el lomo junto con nosotros.

Nos burlamos imperdonablemente de un loco que grita desde un edificio vecino, de las inusuales muletillas de un médico, de un enfermero aburrido al que atrapamos en plena “pesca” y de nosotros mismos.

Hemos hablado de literatura, de política, de comunicación, de física, de periodismo, de procesos químicos, de café y de complejos profesionales.

Sí. Hemos apostado, podría decirse, por mantener la calma y distender el ambiente antes de que todas las camas recién arregladas sean cubiertas y nuestras vidas entren en el vértigo de un fenómeno que desde ahora se vislumbra como una caja de sorpresas.

En la habitación somos un físico y una filóloga recién salidos de la tesis de licenciatura, una estudiante de segundo año de Química y yo, de cuarto de Periodismo. Más abajo duermen dos trabajadores de la Universidad. Más arriba, médicos, enfermeros, técnicos.

El primero de muchos ya descansa en zona roja. Corre la primera madrugada del voluntariado. En medio del silencio de la noche, se escucha un totí que canta… que no duerme.

II “Noche”

A las 10 y 27 minutos, la epidemióloga tocó la puerta de nuestro apartamento. Daniela y Josué ya habían ido “al otro lado” durante el día. Pensé que me tocaba y comencé a vestirme.

El pantalón verde, el pulóver con el cuello en uve, la sobrebata que parece saya y abrigo al mismo tiempo, que tiene casi tantos amarres como una camisa de fuerza, que también es verde y me hace sentir un tejo más seguro mientras incrementa la torpeza. El gorro, el nasobuco, los guantes, las medias largas, las botas… la foto que insistieron en tomar, la comparación inmediata con un carnicero, el cambio de pose para transformarme en súper héroe.

Josué, por cierto, niega cualquier comparación con un Ranger, que mejor con uno de los X-Men, de Las Tortugas Ninja o de Los cuatro fantásticos. “Los Cuatro”: así se llama nuestro grupo de WhatsApp, donde hemos compartido artículos de diversa gama y que días atrás resultó eficaz plataforma de comunicación para no olvidar nada en casa.

En “la frontera”, recibí informaciones precisas — o quizás no tanto — , doblé el torso para atravesar la línea amarilla y me dirigí al consultorio. La enfermera señaló la suciedad del baño, el vómito de una paciente, una presunta tupición y me dejó solo. “La primera vez nunca es la mejor”, dije en silencio lanzando paralelismos universales y sin saber por dónde empezar, qué hacer.

Llevar dos pares de guantes podría definirse como un amordazamiento a las terminaciones nerviosas de los dedos, la palma, todo; perder — de alguna manera — uno de los pocos sentidos con que contamos para sobrevivir. Pensé en Mallorys. Asegura que los químicos quedan sin sensibilidad en las manos de tanto manipular “cosas raras”.

Ella está solo en segundo año y ya no siente. No lo ve cual desventaja; se trata de un orgullo, un aval del gremio, como la marca en el labio superior de los trombonistas consagrados, como el caminar estrambótico de los bailarines, como la gastritis de los periodistas que pasan madrugadas a base de café.

El vómito fue sencillo de limpiar. Una estomatóloga me ayudó a mover trastos de las mesetas. Pasé cloro, paño, cloro. Una paciente apareció junto a la puerta y permaneció segundos mirándome fijo. Cuando alguien te mira busca los ojos. Tu cuerpo es un manojo de tela y es precisamente el nerviosismo ocular la garantía única de que no está en presencia de una máquina autómata mal diseñada para labores sanitarias, que tropieza y suda.

La estomatóloga preguntó de dónde venía, por qué estaba ahí. Le conté y respondió que ella también tenía su sentido de pertenencia. Luego la enfermera inquirió qué estudiaba, el año. Reviró la mirada y al volverme a enfocar: “Papi, ¿tú estás consciente de dónde estás metido, del riesgo?”

Respondí que “algo”. Mi padre — clínico, intensivista, emergencista — en cualquier momento estará en un lugar parecido. Mi madre — neuróloga — cada día lee del bicho que nos ocupa y suele hablarme de cómo se instala en determinada parte del cerebro, de cómo no solo se trata de una partícula micrométrica que tragan tus pulmones y quizás te mate.

Mientras escribo, Daniela — filóloga — entra y pregunta si comimos. Josué — físico — la embiste con la mirada y le dice que los virus no son partículas. Ella abre las manos y ríe. “Todos están locos”, piensa.

Pasé otra vez por la sala del consultorio y la misma que tiempo atrás vertiera el vómito cerca de sus pies, me llamó. “Muchacho, el que limpia, pásale de nuevo al suelo que lo dejaste empañado”. Me disculpé. Volví a secar.

A su lado descansaba, desvencijada en la butaca, una señora muy gorda: “Niño, ayúdame a levantarme para ir al baño”. Dice Josué que todo hay que pensarlo, hasta de lo que estás convencido por completo. Tuve poco menos de un segundo de cavilación. “Esto es la zona roja y ella una vieja descompensada y enferma de cualquier cosa. Estoy forrado”. Tomé sus brazos. Se paró.

Luego de abandonar los harapos en un saco negro y pasar cloro y jabón por cuanta parte del cuerpo recordé en el instante, regresé al apartamento. Abrí la puerta. Mallorys, Daniela y Josué aplaudieron, sonrieron, preguntaron. Respondí a duras penas. Fui directo a la ducha. Ellos «dieron play». La serie_ Friends _siguió andando.

Es la segunda noche.

III “Tarde”

Josué y yo acometemos el primer sprint de limpieza. Trece apartamentos entre la una de la tarde y cerca de las siete de la noche. Cambiamos sábanas y toallas, desinfectamos mesas, muebles, manillas de puerta, mesetas, tazas de baño, lavamanos, grifos y, con una mayor concentración de cloro, arremetemos contra el suelo desde el balcón trasero hasta la puerta de salida — o entrada, depende — , pasando por la cocina, el baño, los dos cuartos, la sala y el balcón frontal.

Un chorro de lejía puede asesinar la transparencia del agua. Primero doy por hecho que la vuelve blanca, pero luego de mucho repetir el proceso, acepto que no resulta un color definido sino agua turbia y nada más. “¿Valdrá la pena sacrificar la transparencia?”, pienso olvidando por completo el cubo.

El agua cristalina parece no matar “lo que anda” y, como en las películas, dos buenos — o más — tienen que juntarse para derribar al villano.

El cloro resulta un aliado peligroso y todo el tiempo da señales. En las falanges del guante forma pelusas blanquecinas y, ante un descuido, los ojos comienzan a lagrimear y la respiración se hace pesada. Te estremeces otra vez con la cruda certeza de que no andas jugando y dictaminas que quizás se te ha ido la mano. A fin de cuentas, el “chorro” no postula entre las unidades de medida más precisas.

Cuando limpias cerca de Josué, desde el minuto cero sientes que todo irá bien. Aún con nasobuco, su dicción resulta precisa y sus ideas han demostrado mayor destreza que las mías.

Ante el paciente, sabe explicar con aires de doctor en ciencias cuál será nuestro procedimiento o decir «no» al que pregunta por fuego, para acto seguido esgrimir que, de tener, tampoco se lo permitiría.

Josué confía en sí mismo, en su moral.

Por otra parte, impacta la forma en que nos presenta en cada apartamento: “Buenas tardes, somos el personal de limpieza. Venimos a desinfectar”.

Cuando Josué habla así, olvida las celdas fotovoltaicas, sus sueños de investigación y asume. Sabe que en el centro de aislamiento no se precisan físicos y que, cuando lo divisan entrapado en verde, en lugar de al recién licenciado de una carrera que “espanta”, ven a un tipo flaco y alto que viene a destupir el caño y a hacerlo bien.

Con aspecto árabe-hindú, madre mexicana, padre criollo y residencia en una zona cuasifresa de El Vedado, Josué resulta también un poco filósofo. “Comunista radical”, dice. Ha leído a Gramsci, a Marx, Lenin… y, desde su llegada, medio que raptó un grueso volumen de Historia de la Filosofía III que detectó en una pequeña biblioteca condenada al polvo.

Sin decirlo vamos compitiendo. Ninguno de los dos aceptaría la vergüenza de obrar menos que el otro, de quedar — horror — como un acomodado o un flojo que vino a crear fama y lo asustó el trabajo.

“Somos guerrilleros”, aseguramos a quien nos ponga en duda y a nosotros mismos, para no perder de vista que a estas alturas ya no queda de otra.

Una anciana observa con benevolencia mis pésimas habilidades con la frazada y propone: “Muchacho, ¿quieres que te limpie?”. Con falso optimismo, digo saber que lo hago mal, pero que estoy aprendiendo. Ella me responde: “No es eso, es que vas a perder la columna”. La ignoro.

Casi termino en su sala.

Luego de seis apartamentos, el acto de trapear ha destrozado las espaldas y los pulmones se declaran agitados. La sed aparece. Tememos descubrir el rostro.

Paramos cinco minutos. Seguimos.

En otro apartamento, un hombre asustadizo de 50 años nos pide volver más tarde, porque el resto duerme y él no puede despertarlos. Le insistimos en que no será posible, que por favor.

Continúa en sus negativas y Josué lo encara: si quiere dígales que nosotros lo mandamos. Humillado, el tipo cede.

Mientras riego agua con cloro por la sala, se queja como quien no acepta, casi en llanto: “No sé por qué tuve que ir al consultorio. Al final no tengo nada y estoy aquí”. Lo repite una y otra vez en busca de mi respuesta. Yo no sé nada. Solo limpio. Cuando estoy a punto de salir insiste con lo mismo y me detengo con todos los utensilios agarrados: “Son tiempos difíciles”, le digo. “En realidad, nadie sabe”. Bajo escaleras.

En el apartamento de abajo, ninguno de los cuatro pacientes supera los 28 años. Sintonizan Tele Rebelde. Tienen mi edad — pienso — , mi carapacho. “Socio, déjame limpiar la mesa”, digo a uno que, sentado sobre ella, intenta corregir la señal. “Asere, dame un chance”, pido a otro que, tirado en el sofá, accede a levantar los pies para que el trapero pase. Los mando a recoger un dominó. Es incómodo.

Para cuerpos triturados, la única tranquilidad consiste en que no quedan fuerzas para ninguna otra empresa hasta el siguiente día.

Solo sueño y descanso.

Muere la tercera tarde. El repugnante calor convierte a la ducha en algo mágico. Sobre la cama, recibo el mensaje de mi padre que pregunta “¿qué tal?”. Le respondo que “desbaratado”, que limpié como nunca en mi vida. Su contrarréplica es sucinta: “El trabajo enseña”.

IV “Normal”

No quiero engañar a nadie: cuando estás limpiando pisos, necesariamente no te dan ganas de cantar un himno. Lo más probable es que ni siquiera sientas deseos de cantar. La careta de acetato se empaña, el haragán se cae, tropiezas con el cubo y la frazada se zafa del trapeador. El cerebro está al pendiente de disímiles detalles y si te pones a pensar en las musarañas probablemente lo hagas todo mal.

El centro de aislamiento no es necesariamente un lugar para sublimidades, insisto; se trata más bien de un sitio normal, donde el sol sale por un lado y se esconde por otro, hay gatos viejos, gatos nuevos, gatos tembas, mangos que se caen de la mata y hasta una perra que pare bajo un banquillo de concreto.

Existen chuchuchús, líderes de opinión, malentendidos y voces enredadas entre los labios y las telas de los nasobucos.

En medio de todo, nosotros limpiamos los apartamentos, intentamos cuidarnos y comemos mucho melón.

Dicho esto, confieso que la palabra “héroe” a veces me tortura. No sé si incomoda su fonética o simplemente el que empiece con hache y esa — la hache — me parece en determinados casos un adorno innecesario, algo arcaico, formal y ampuloso. Les habla mi indolencia, que cree, por cierto, que “héroe” posee un parentesco bastante cercano con la letra de marras.

Pasando a temas más mundanos, Marcos — recién graduado de Química — y Camilo — tercer año de Biología — se han sumado a la tropa. El primero tiene un escudo ultraefectivo contra el virus, que ha construido con un material llamado “cuidado extremo”. A veces se pasa. Mallorys lo sorprendió “desinfectando” una pastilla bajo el grifo. Para mayor bochorno, el fármaco se lo acababa de dar ella.

Por su parte, Camilo es muy malo en los juegos de palabras, trabaja como un mulo, suda a mares y está loco por “tirar” un dominó.

La tónica de reír continúa. Ya casi no nos burlamos del resto, hemos llegado a conocernos tanto, hemos soltado tantas pifias, que para materia prima nos alcanza con nosotros.

Hoy hablamos del hombre neandertal, del homo sapiens, de la genética y hasta del cocodrilo cubano.

“Fue un buen día”, me dijo Daniela cuando casi salíamos de la zona roja.

V “Mosqueteros”

Nuestros relojes están sincronizados. Mientras anuncian las 4 y 59 de la tarde, en el televisor camina una película que de seguro habrá costado millones de dólares, en la que los animales matan hombres y mujeres por el simple impulso de sus instintos, porque son malos, porque sí y porque la sangre vende.

Tras un poco de trabajo matutino, hemos caído en estos sofás y ha echado a andar nuestra habitual habladuría. Los científicos amenazan con la cuántica, los de letras con las estructuras básicas complejas… y así: cada cual medio aprende algo del otro.

«Deberías escribir de Alexis», comenta Josué. Se trata del utility del centro de aislamiento. En tiempos mejores, trabaja como educativo en la propia residencia estudiantil, por lo que ineludiblemente asocia cada habitación con un grupo de alumnos. Enciende el motor del agua, intenta arreglar lo irreparable, ayuda a brazo partido en el comedor, garantiza conexión a los pacientes y habla con tanta sencillez, parsimonia y tacto, que Daniela asegura que es un tipo adorable.

Resalta su sensibilidad. Sabe que hay que espantar a los gatos de las zonas de comida, pero los alimenta en las afueras. Fue precisamente él quien puso una lata llena de leche junto a la perra recién parida, porque sabe que, hasta para el animal, los días que corren son duros. También aboga por los pacientes y, si alguien intenta persuadirlo con que “eso no es nuestro problema”, queda unos segundos en silencio y remata con que la cuestión es de todos.

Pinareño, atlético, espejuelos, treinta y tantos, par de canas… se sienta a hablar contigo y, de acuerdo con tu carrera, saca de la cabeza algún amigo de sus años y su tierra, que mágicamente puede coincidir con uno de tus más queridos y respetados profesores. “Es bueno”, insiste Josué. “Sí. Sí. Se ve que es buena gente”, respalda Marcos.

En “las encuestas” ha salido a relucir que, en lo que respecta a trabajo aquí adentro, ocupa el uno o el dos del ranking.

J. J., el del rectorado de la Universidad de La Habana, resulta otro de los inocultables. También ronda los treinta y su mirada se me antoja como una de esas que lo escrutan todo durante 18 horas al día.

Tiene un pensamiento estratégico: estudia las implicaciones de cada acción, calcula las diversas variantes, las mejores soluciones y no calla, porque sabe que de lo que salga o no de su boca puede depender que algo funcione.

Es nuestro escudo. Se faja por que no corramos más riesgo del que nos corresponde o del que — mejor dicho — asumimos antes de llegar; el que más nos escucha, nos entiende y quien alguna noche se nos ha sentado en la sala para integrarse al club de las “conspiraciones”.

Su nombre vuela por los aires cada tres minutos y su voz, pausada y resonante, se acomoda siempre en un vocativo antes de desarrollar la respuesta. Sabe dónde está todo y, cuando lo “joden” más de la cuenta, convierte su rostro en una alambrada de sarcasmo. Lidera.

Por último, al menos hoy, mencionemos a Fredy, más conocido últimamente entre nosotros –desde el cariño– como “el gobernador”. Sé da sus pérdidas, pero siempre aparece para emitir algún consejo, orden, cierto chiste, dar un codazo o decir: “Verdad que ustedes son unos guerrilleros”

Dirige un centro deportivo de por acá y hoy alardeaba que lo suyo era la lucha, donde incluso obtuvo medallas. Guantanamero, menudo, casi sesenta, mirada de guajiro noble. Suele quedarse medio perdido cuando varios llaman su atención y a veces baja la cabeza y dice algo ininteligible y se escurre, pero ha demostrado que siempre acaba al pie del cañón, donde el estruendo puede ensordecer a cualquiera y donde más de una vez han caído los trozos de metralla.

Hace unos días lo atrapamos saliendo del comedor con tres platos de comida y le preguntamos entre risas: “Fredy, ¿cómo que ya te vas a comer?”. Moviendo hacia los lados la cabeza, aseguró que no era para él, porque quién ha visto a un jefe comer antes que los demás. “El primero para el trabajo y el último para la comida”, sentenció.

***

Continuamos maldiciendo las industrias culturales de la filmografía — algunos las defienden a capa y espada — y en nuestros relojes sincronizados casi dan las seis. J. J. nos llama por un costado del apartamento y Fredy lo hace desde otro. Llega el carro de la comida. Alexis ya descarga.

VI “La pincha sigue”

En poco más de una semana, he visto a Mallorys llorar ante el diagnóstico de una alergia, a Josué pasar en calzoncillos de un edificio a otro por olvidar ponerse el short bajo el traje de “fogueo”, he visto a internos tirar cabos de cigarro al suelo segundos antes de que limpiemos y, bajando una escalera, se me zafó el asa de un cubo lleno de agua sucia, que rebotó hasta las piernas de un paciente.

He visto a Marcos metiéndose con todas las enfermeras y darle ánimos a una señora a punto del desmayo, mientras Daniela corría al consultorio en busca del médico. He comprobado que Camilo no tiene idea de cómo se limpia, pero que se faja, carajo, y con un haragán de cabeza suelta saca el agua acumulada en un balcón, tirándola sobre sus propios zapatos, es cierto, pero pa’fuera… siempre pa’fuera.

Una semana y dos días hemos pasado en el centro de aislamiento. Jornadas de trabajo y horarios corridos, de conocer a la gente por el pronunciamiento del tabique, el caminar, el largo de los brazos o las muletillas. Muchos ojos y antifaces; pocos labios, pocas narices, ningún bigote.

Días atrás, limpiamos un apartamento donde permanecía una pareja con sus dos hijos. El mayor — diecilargos — se tiró al sofá, el menor — diecicortos — permaneció en una de las butacas aferrado a un mando de PlayStation cuyo cable surcaba la sala. En el otro mueble, se había acomodado en postura romántica el matrimonio.

Para desinfestar las mesetas, comencé a mover todos los trastos hacia una silla y descubrí, arrinconado en la esquina interior de la superficie enlozada de grey, un vaso desechable con el agua hasta el borde. “Eso no”, dijo nerviosa la mujer a mis espaldas. Le respondí: “claro, no se preocupe”, y volví a pasar el trapo empapado de cloro mientras recordaba que yo también había dejado uno dedicado a mis viejos — quién sabe si ahora atiborrado de larvas — , sobre el refrigerador de la casa.

Regresé a la sala y todos continuaron inamovibles, incluso cuando la señora indicó que había papeles y náilones bajo una silla. Solo el más pequeño derrochó agilidad al descubrir que mi trapero, torpe y “encolchado”, le iba a destrozar el cable del PlayStation.

Hoy volvimos a ese apartamento. Apenas entramos la mujer lanzó: “Deberían dejarme limpiar a mí. Al final… yo lo hago mejor que ustedes”. La ignoramos y seguimos hasta el balcón trasero y ahí, luego de computar miradas, cansados, dimos medio giro, le dejamos el trapeador y partimos.

En el resto de las puertas la acogida había sido distinta. Desde la distancia, los pacientes preguntaban por los resultados de sus exámenes PCR, nos decían, entre compasivos e ilusionados, que para qué limpiábamos o les cambiábamos las sábanas o el aseo, si los resultados llegarían hoy y se irían para sus casas y todo se iba a acabar.

Nosotros insistimos, porque nunca se sabe y… efectivamente, asumimos a esta hora, los dictámenes vendrán mañana.

Hace tres días, mientras limpiábamos un cuarto, un hombre se preocupó por el agua clorada. Sus pulmones son débiles y, según él, “si el coronavirus me agarra no hago el cuento”. Esta tarde, el mismo tipo — tatuaje del Che en el brazo — estaba alegre, recogía los bultos, doblaba sábanas, bromeaba y, no sé, parece que la presunta victoria le alumbró el rostro.

En el último apartamento, mientras salíamos, las dos señoras nos gritaron “los veremos” o “los queremos”. No entendimos bien.

Ayer, cómo olvidarlo, dos pacientes y una de las vigilantes de escalera fueron diagnosticados con COVID-19. La tarde resultó tensa y, en la noche, el médico jefe nos anunció que los 14 días de aislamiento, luego de esta semana, ya no serán en casa.

Amanecimos con una aguja hincada al brazo derecho. Los resultados del test rápido nos calmaron a todos. El team de guerrilla universitaria sigue ileso, cada vez más forrado y pinchando.

VII “Las gracias”

Para Mallorys, los tomates son redondos; según Marcos, elipsoides; de acuerdo con Camilo, “podría decirse que esféricos”, Josué argumenta que cosas rarísimas o geoides, si lo comparas con la Tierra y, de guiarnos por Daniela, llegaríamos a la conclusión de que resultan “tomáticos”. Sin embargo, después de tanta col y remolacha, el tomate alcanza la calificación de milagro por estos lares.

“Teorizo” al respecto porque hoy, cuando terminábamos de repartir el almuerzo, Fredy apareció con una caja llena del vegetal en cuestión y otra con mangos. Nos aclaró que era un regalo y fuimos “en pandilla” hasta la valla con las manos desiertas y un “gracias” del tamaño de estos dos bloques de prefabricado saliéndonos por la boca.

Ahí estaba Joaquín — agricultor, más de sesenta, rubio, gorra, trajes desgastados por años de trabajo duro — junto a una carretilla poco convencional que le sirvió para venir con los dos cajones desde su finca. De manera fugaz, como suele ser todo por acá, nos explicó que ayer supo que estábamos aquí gracias a la televisión y vino a traer lo que pudo.

— Mi kiosco es el de frente a la parada de la A-58, aquí en el Bahía — , aclaró.

— No, ellos no saben porque son de la Universidad — , dijo Fredy.

— Sí — , insistió Joaquín, en alusión a los becados habituales — los de la Universidad siempre pasan.

A la hora de la comida, todos nos pusimos en función de picar los vegetales. Llevamos nuestros propios cuchillos y, de algún, lado apareció aceite y sal. Logramos llenar un vaso desechable para cada paciente, médico, enfermero, técnico y hasta para nosotros mismos.

Fue una fiesta preparar todo aquello y jolgorio también las caras de Jésica, Jennifer, Irma, Michel y Mayelín, los vigilantes de escalera en turno, encargados de recepcionar todo aquello y entregarlo personalmente a los internos.

Por la parte de los mangos, apenas alcanzaron para los pacientes y el personal sanitario de guardia. Nos sentimos — sin mangos — satisfechos de que el trabajo hubiese sido más en equipo que nunca, más rápido incluso, y de imaginar también un buen comienzo de noche para los pacientes, matizado por el congrí, el pollo y la clásica col, además de los ya alabados presentes de Joaquín.

Otra técnica innovadora del día fue esterilizar hasta el cansancio pomos de agua congelados e introducirlos en los termos del jugo, para que, cuando el compuesto de mermelada y agua llegase a nuestros destinatarios, no estuviese, como casi siempre, caliente. El proceso fue evaluado y validado por dos químicos, un físico, un biólogo, una filóloga y Alexis, que es graduado de Historia.

Quizás mañana alguno se queje porque sus tomates no tenían mucha sal, el mango que le tocó carecía del tamaño mínimo indispensable para sus estándares, el arroz estuviese tibio o, sencillamente, porque no puede permitir que pase un día sin que su opinión punzante se escuche… aprenderemos.

Sin embargo, tal vez gracias a Joaquín, voy curado.

Por unos días, mientras no tenga con qué acabar con ellas, ignoraré las miserias del alma, las abandonaré a su suerte, las dejaré solas. ¡No a los miserables!, a esos no. Pero, insisto, sí a sus miserias. A simple vista no puede verse quién las lleva y, por tanto, tenemos que abrazar a todos por igual y sonreír por cada agradecido que salte.

VIII “Madrugada”

Oncena madrugada. Ochenta y ocho minutos.

Todos arriba, frente al televisor. No aguanté más. Agarré la jarra como quien tiene sed y vine a sentarme a la cisterna.

No es buen sitio. Los mosquitos, mi sombra desarreglada, el perro que acaba de olvidar mi presencia, el sonido distante de un chorro de agua a presión, el eco mudo de la noche sin viento, sin luna, azulada, vacía; otra vez la sombra peluda que me mira, el perro que me redescubre y vuelve a ladrar, que se acerca y ladra más alto, que se extraña y no concibe que, después de poco más de un mes, haya alguien sentado de nuevo en este quicio de cemento que pincha tanto las nalgas como lo hace la impotencia.

Estoy de vuelta en la sala. Una con cuarenta y ocho. Bugs Bunny, desde la caja tonta, trata de meterme otro mundo por los oídos y los ojos. Me asquea.

Marcos está rendido sobre un colchón en el suelo. Tal vez ahí amanezca. Mallorys, como en penitencia, navega sentada contra una esquina del balcón. “Tal vez ahorita se levante”, pienso. Camilo anuncia partir hacia su apartamento y balbucea alguna somnolencia. Lo despiden.

Daniela yace de lado en su butaca de turno. Las piernas le escurren por el brazo izquierdo, cubierto de vinil blanco sucio, y la cabeza reposa en la intersección del derecho con el espaldar. Daniela ha cerrado los ojos. El pato Lucas habla.

Josué ríe. Mira al teléfono y al televisor alternativamente. Recuesta la nuca sobre sus muñecas cruzadas mientras sostiene un pomo con agua y cloro. Se levanta, camina, pregunta por el control y toma asiento en otra butaca, al lado mío.

Contrario a la cisterna, este lugar casi se me antoja el paraíso. Por eso bajé hace un rato: a pensar en fantasmas, penumbras, soledades; a ser carne de mosquitos, monstruo para gatos; a intentar, de alguna forma, desencantarme de esta gente que la vida me puso cerca y que, de cualquier manera, en pocos días, me los va a quitar, quizás, para siempre.

Dos con veinte. Poca batería. Madrugada perra. Ni siquiera ladra.

VIII “Tarde XII”

Camilo aparece por el pasillo y propone celebrar. “Claro — responde Josué — , hoy es el cumpleaños de Lenin”. Risas.

Más allá del histórico alumbramiento, en nuestro pequeño espacio ha ocurrido algo trascendental: los pacientes que hasta hoy quedaban en el centro de aislamiento resultaron negativos en su examen de PCR.

Las últimas horas de esta tarde se han sumido en el vértigo. Daniela da fe de haber presenciado una cariñosa “conversación de solar”, cuando una interna de sonrisa amplia y una enfermera intercambiaron sendos contactos desde la distancia.

— ¡Te voy a llamar!

— ¿Qué?

— ¡Que te voy a dar mi teléfono!

— ¡Ah, dale, coge también el mío!

Justo a la hora de comer iniciaron las salidas y era tal el sobresalto que, de los cuarenta y tantos, pocos tuvieron la voluntad de llevarse el plato en la mano.

Lo supimos ya en el comedor y, por un instante, nos impactó el que la rutina diaria de organizar alimentos en determinado número de bandejas, de dosificarlo todo, hubiese, sin aviso previo, acabado al fin.

Daniela, que al parecer por estos días no hace más que correr, se desprendió hasta la “frontera” para pedir que no salieran aún. Minutos más tarde, a buen paso, apareció Josué con platos retractilados.

Una señora cubierta por completo de telas verdes gritaba el destino del vehículo presto a partir. Con los primeros movimientos tumultuarios, se escuchaban aplausos desde todas partes: palmadas fuertes, sinceras, porque no existía en ellas más obligación que la salida del cariño y la empatía que nace de esa gente que ha tenido la voluntad — la fuerza — de compartir, desde el comienzo, un trozo del calvario ajeno.

En la zona roja, maletas, ventiladores, jabas, pañuelos, personal de guardia, (ex)pacientes, gritos, cubos, el portón de par en par y, a pocos metros, gacelas con las puertas de corredera abiertas.

De la línea amarilla para acá, el doctor Daniel chocando sus manos hasta el dolor; Nelson, el enfermero, lanzando algún que otro alarido confianzudo; Fredy sonriendo bajo la mascarilla mal puesta; Alexis evitando cualquier manifestación de apuro que lo alejase de ver cómo todos se iban.

Irma, la podóloga, dijo de un grito “Cuídate, Juan”, que pudo haber sido un “Cuídate, Amalia”, un “Cuídate, Ernesto”, un “Protégete” — quizás — genérico, universal… sublime. “Igual tú”.

Más aplausos. Frases sueltas. Incipiente sensación de vacío. Alivio. Aplausos. Rostros por primera vez descubiertos, familiares hasta cierto punto, que estaban — sabíamos — a pocos pasos de perderse por ahí, sin vuelta atrás.

De regreso al comedor, mientras organizábamos y recogíamos las sobras, Daniela, Josué, Marcos y yo nos dimos un abrazo. El primero después de tantos días. Fue extraño, tal vez mortífero a mediano plazo, pero nos hacía falta y lo hicimos. Debe ser que los soldados, en la estupidez de la épica, suelen celebrar cada pequeña victoria como si se hubiesen ganado la guerra.

IX “Noche XIII”

Quizá sea por el cansancio acumulado durante casi dos semanas sin frenos o por el puntillazo mortal de que anoche, entre juegos, cuentos y chistes, por poco no dormimos… o tal vez por los más de veinte apartamentos — ya vacíos — que nos propusimos limpiar durante el mediodía. Lo evidente es que a las siete de la noche de este jueves 23 de abril, no hay entre nosotros voz que responda, ojo que abra o cuerpo que abandone la nunca bien ponderada posición horizontal.

Almorzamos tarde y uno a uno fuimos cayendo, esta vez sin la preocupación de que alguien dependiese de nosotros para recibir alimento y sin la letanía psicológica de sabernos amenazados por horarios establecidos. Esta vez, la llegada de la camioneta con la comida no representó una alarma de bomberos que nos hiciera correr escaleras abajo.

Tengo que confesarlo: he aprovechado para dormir de manera tan profunda, que aún no me siento por completo el pellejo de la cara. Gloria.

Un centro de aislamiento sin pacientes continúa siendo un campo de batalla — cuanto menos — con alguna que otra mina antipersonal regada nadie sabe por dónde.

Por ello, la desértica zona roja nos recibió forrados como en el peor de los días. No pensamos permitir que el león nos muerda cerrando la reja, mucho menos después de haber atravesado su jaula.

La desinfección de hoy — podríamos decir — fue un acercamiento antropológico.

Particularmente, un estudio empírico sobre el terreno que nos permite conocer un tanto mejor al mono sapiens sapiens, por las condiciones en que abandona un hábitat de paso.

Conclusión… sin salirnos de lo coloquial: ¡qué manera de dejar rastros! No obstante, hemos de reconocer que ciertos grupos de la especie que nos ocupa se tomaron el trabajo de dejar todo tan pulcro, que los hemos identificado como referentes de la esperanza. Signo — quién lo niega — del tan anunciado “hombre nuevo”.

Mientras trapeaba, a riesgo del error, pensé en la bitácora. En cuánto le queda a ella o, lo que es casi lo mismo, cuánto me queda a mí haciendo esto: limpiar pisos, recoger basuras, alcanzar platos, disfrazarme de duende para, entre otras cosas, poder escribir; evidente caso de egoísmo.

Se agolparon en mi cabeza las constantes muestras de afecto que han ido llegando gracias a este improvisado diario de campaña, y creo salvarme al decir que, aunque muchas tuviesen mi nombre como destinatario, siempre las vi encaminadas a todos los que de alguna forma y en cualquier lugar, sin nombre ni pluma, “sirven”, explotemos la palabra.

Regresando al ambiente somnoliento que ahora mismo me envuelve, acabo de asomarme al balcón para ver, como un niño, un viejo camión cisterna del ejército que lanza agua clorada a presión contra la calle. Tiro fotos. El camuflaje me gusta.

Por otro lado, mientras rueda el noticiero, el doctor Daniel — médico jefe — nos ha anunciado que mañana partimos hacia un nuevo lugar para dar comienzo a la siguiente etapa de aislamiento, presuntamente más pausada.

En cuanto a la bitácora, tal vez tenga unos cuántos días más que yo de vida útil, porque la falta de tiempo legada por el diarismo y los horarios de trabajo, me ha obligado a prescindir de historias que ahora voltearé a recoger.

Aquí quedamos con la sensación de que todo ha ocurrido demasiado rápido y de que, quizás, no hicimos tanto. Nos venimos diciendo — hace días — que, de resultar necesario, querríamos volver. Si fuéramos los mismos y juntos… mejor.

Esta será noche de cine.

X “Antes de partir”

Corre la tarde de nuestro día catorce. Luego de cinco horas de espera sedentaria, la gacela ha llegado.

Cuando el cuarto se llena de bultos y los colchones de espuma aparecen destendidos, en el aire se respira cierto tufo a destierro. Nos preguntamos si acaso volveremos a poner un pie sobre estas lozas y decidimos no pensar mucho en ello porque al final no importa tanto o, peor, porque sabemos que es casi imposible.

Hemos huido de la melancolía con el actuar cotidiano. Tiramos un colchón al suelo de la sala, nos burlamos una y otra vez de las torpezas de cada cual, de los chistes convertidos en clásicos a lo largo de estas dos semanas.

Camilo echa a andar Naruto en la laptop de Josué, que se comunica por HDMI con el televisor.

Las posturas encontradas levantan presión y logran como consenso que el japonés quede mudo y suene en paralelo la banda sonora de algún filme bien concebido.

Para apaciguar la sensación de salida, acudimos a prácticas legendarias de la especie como la de recolectar. En el centro de aislamiento hay una mata de mangos que posee tal magnetismo, que durante los últimos días podía identificarse como el norte del sitio. Todos: pacientes, médicos, enfermeros, técnicos y hasta nosotros, miramos más de una vez hacia ella y varias discordias surrealistas nacieron y se desarrollaron bajo sus gajos.

Antier habíamos ido y, en medio de los intentos frustrados, apareció el bullying de los pacientes que quedaban. Me gritaron desde el quinto piso que en el balcón más cercano a la mata había una cabilla. Ante la insistencia abandoné las piedras, encontré el hierro y comencé a golpear las frutas. No caían.

Comenzaron a vociferarme que estaban verdes y que tenía que trepar la mata. Decidí ignorarlos, solté la cabilla y regresé a mi viejo estilo de pedradas. Culpemos a la tensión; los mangos continuaban sin caer. Los pacientes me gritaban más y más. “Tienes que treparte”. “Esa mata está fácil”. “Deja la bobería, chamaco”.

Para seguirles la rima, les grité que con piedras me resultaba mejor porque yo era pelotero. La respuesta fue inmediata: “No seas mentiroso que en tu vida no has jugado pelota”.

Hoy regresamos a la polémica mata de mangos y me alegra decir — sin alardes ni nada — que logré limpiarme. Para un guajirillo adaptado a esos gajes, un mango por cada tres piedras resultaría un bochorno. Sin embargo, para un niño “bien de ciudad”, dicho balance se monta en grandes ligas.

Siempre he estado a medio camino entre ambas clasificaciones. Lo mío es comerme el fruto sin que importe cuánto haya que lanzar para bajarlo de la mata. Aunque mostré buena zona de strike, varias veces quedé perplejo al constatar que mis proyectiles caían cerca de algún que otro “ambientoso” de reparto que transitaba la calle aledaña. Regresamos al apartamento con las manos llenas.

Lo más sublime de la jornada fue la carta. Fredy nos había pedido hace unos días redactar algo “conmovedor” para los que habían trabajado en el centro durante estos días: “Ustedes que son universitarios y escriben bonito, háganme ese favor”.

Estuvimos dándole de largo, hasta que Daniela se lanzó. A pesar de que luchamos contra Fredy para despojar de formalismos arcaicos el documento, no pudimos prescindir de los pies de firma de los funcionarios. Eso sí, nos impusimos para no aceptar, bajo ningún concepto, la inclusión de “aguerridos compañeros” o “estimados compatriotas”. “Así no funciona, Fredy”, argumentó Josué.

Con fecha 24 de abril de 2020, desde Habana del Este y en plena pandemia, la escueta misiva decía así:

“No es lo mismo esperar el demonio que verlo llegar”, es lo que siempre dice el doctor Luis Daniel. La espera ofrece el consuelo del tiempo, la distancia y la posibilidad de prepararse, o de creer que uno puede prepararse. Cuando la espera termina y finalmente hay que enfrentarse al enemigo, nadie está verdaderamente listo; mucho menos cuando en sus manos lleva la responsabilidad de la vida de un extraño, de un amigo, de la familia, su propia existencia. En esos momentos cualquiera pudiera pensar que hay que “dejar a un lado los miedos”, “ser valiente”. No, no se puede. El miedo no se va, el miedo acompaña, y en dosis prudentes suele ser buen consejero.

Ante un adversario nuevo, invisible, letal, ¿cuál es la alternativa? ¿Permanecer eternamente a la sombra de la espera? ¿Cerrar los ojos muy fuerte y desear que la muerte no nos encuentre? ¿O coger al miedo de la mano y pasar la frontera, la delgada línea que puede separar la vida de la muerte?

A los que tienen miedo e incluso así cruzan hacia la zona roja; a los que, aún sin sentirse preparados se colocan los guantes; a los que no pueden evitar mirar los ojos de los pacientes para buscar en ellos la vida; a los que entienden que es tan importante alcanzar un vaso de agua como prescribir un medicamento; a los que el verde del traje se les oscurece por las gotas de sudor y al mismo tiempo, con los días, se les destiñe de tanto usarlo; a los que han asumido; a los que están…

Gracias infinitas.

XI “Marcos”

Marcos manifiesta alergias al látex. Los guantes con los que limpiábamos estaban diseñados a base de dicho material y, por ende, cada vez que cruzaba al “lado de allá” regresaba con incipientes erupciones en la piel de sus manos, de las cuales no lo salvaron ni siquiera los guantes especiales que Marian, la vicerrectora, pudo conseguirle.

De todos nosotros, se trata del más incisivo en cualquier tipo de desinfección. Quien más cambiaba el agua clorada del cubo de baldeo en cada apartamento. El único que movía los sofás y las butacas para que no quedase ni hijo ni nieto del virus o de cualquier cosa que se le pareciera.

A su lado, hemos lucido desde descuidados hasta insensibles. El último día de limpieza, muchos dejamos las frazadas viejas en los apartamentos pensando que los nuevos internos las agradecerían y él, con el tacto histriónico que lo caracteriza, lanzó su regaño. Nos puso en el lugar del paciente, en lo que sentiría al llegar a una “casa” que no era la suya y encontrar el trapo de marras usado. Vergüenza.

Durante una de las noches en las que jugábamos a adivinar películas, Marcos y yo militamos en equipos contrarios. Como en la segunda o tercera ronda de nombres, sospeché. Al buscar en Internet, descubrí que el extraño título de la cinta era inventado, así como los anteriores que su equipo había propuesto. Mientras buscaba, Josué se trancó en el baño a reír y Marcos tuvo que tirarse en una cama del cuarto, casi sin poder respirar, también por la risa.

El rostro me cambió de manera radical durante el resto de la madrugada, fachada tras la cual pude inventar nombres de películas, sin que sospechasen, a modo, ya saben, de venganza. No obstante, Marcos se mantuvo preocupado, sobrecogido. Cada diez minutos me miraba con pena y decía: “Tu cara no me gusta. Tu cara no…”.

Una tarde, mientras limpiábamos el consultorio, una enfermera le pidió pasar sobre lo mojado para ir al baño. Él, para sonsacarla, le dijo: “Cómo no, compañera, si yo sé que a esa edad el esfínter no aguanta”. La señora, cincuenta y largos, entre risa y chancleta le respondió: “¿Qué cosaaa? Aquí donde tú me ves yo todavía subo y bajo”.

La enfermera vio los cielos abiertos para molestarlo y, al rato, le esgrimió: “Ven acá mi vida, ¿tú limpias así de bien en tu casa?”.

Marcos respondió que más o menos. Ella se encendió en ironías y gritó: “No me digas. ¿Aquí sí y en la casa no?”, — rió — . “Si es el mío, lo pongo a baldearme dos veces al día. Le digo: «¿Tú no querías irte a limpiar?, ahora asume acá también»”. Marcos la dejó seguir.

En el apartamento, con sus llagas ya profundas por los días de exposición al látex, nos movilizaba para pasarle frazada a nuestro piso, ya fuere porque habían pasado 48 horas sin que ello sucediese o porque no podíamos dejarles la casa sucia a los muchachos de la Universidad que iban a relevarnos.

Da gusto escuchar a Marcos hablar de su carrera, sobre todo porque se nota que le sabe y, si nos guiamos por lo que aparenta, conocer de química es tener un bagaje profundo de casi todo lo que ocurre entre nosotros.

Ya han pasado dos días desde que dejamos de trabajar en el centro de aislamiento y ahora somos simples pacientes, sedentarios, que ven a otros agarrar un trapeador con la misma torpeza con que lo hicimos no hace mucho.

No tenemos corazón para protestar por nada y hasta en los rostros más malhumorados vemos un alma valiente a lo sencillo que, probablemente, va llevando un mal día.

Marcos parece un cazador de caras tristes. Durante la comida de este domingo, uno de los que limpiaban las mesas yacía desvencijado en una ventana giratoria. La estampa de ese tipo sobrecogía y solo Marcos advirtió que aquel hombre estaba “muerto”. Luego dijo que nadie mejor que nosotros conocía la forma en que un “gracias” te puede revivir para seguir adelante.

XII “Los médicos”

Quizás porque el ser humano tiende a enajenarse, cada cual suele creer que la peor parte o el mayor sacrificio recaen sobre sus hombros. Dieciséis días después de que todo empezase, dos más tarde de la transición sosegada de voluntarios a pacientes, me he sentado a hablar con los médicos, enfermeros, técnicos de la salud y he aceptado que una bitácora escrita desde su perspectiva hubiese sido en realidad más desgarradora, más sublime.

Nosotros no conocimos las guardias de 24 horas, acentuadas por el calor, los mosquitos y el tener que (mal)acomodarse sobre butacas y sofás para engañar al cuerpo con un poco de sueño intermitente.

Jennifer — fisioterapeuta, vigilante — precisa que a las ocho menos diez del sábado once de abril ya estaban afuera esperando para entrar. Insiste en que al inicio había mucha falta de organización y recuerda que esa misma noche les dijeron: “Báñense y vístanse, que llegó el primer caso”.

“Multioficio, hermano, multioficio”, deja ir en ráfaga Michel — fisioterapeuta, vigilante — para definir sus primeras horas en el centro. Rato después dice el nombre completo de Pepe, José Abilio, que bien pudiera ser reconocido como el principal todoterreno de esos catorce días.

Andrés — médico — se deleita en narrar su procedencia, cuestionándose en primer plano, por qué sus padres, si eran de La Habana, decidieron tenerlo en Santiago y vivir en Guantánamo. Residió igualmente en Matanzas, La Habana, otra vez en Guantánamo; y cuando salió de nuevo, ya especialista en Medicina General Integral, se dijo: “Olvídate, se acabó el abuso” y se quedó en la nunca bien ponderada capital.

El doctor Argenis coloca al revés una silla, cruza los brazos sobre el espaldar y cuando alguien dice algo sobre él, refunfuña: “Eso no viene al caso, chico”. Antes de ofrecerse como médico voluntario en el centro de aislamiento, estaba montado en una guagua recogiendo contactos de casos positivos y en solo un día — cuenta como si el cansancio hubiese dejado secuelas — superó la cifra de noventa.

Es de los que defiende que todos los que están aquí pudieron haber dicho que no, pero sintieron la necesidad de aportar su grano de arena. Andrés agrega que a ellos los formaron con ese compromiso y que, en situaciones de este tipo, hay organizaciones que tienen que dar la cara.

Más atrás, junto a las ventanas, escuchan todo sin abrir la boca Johana — epidemióloga — y Jessica — vigilante — . Nelson, el jefe de enfermos, entra y sale con caminar cansino y habla más con el entrecejo que con la propia lengua.

Recostado al tubo de la litera está Dary, un médico recién graduado que asegura haberse “tirado contra el carro” desde el principio, aunque califica de compleja la parte de convencer a su esposa, porque “nadie quiere — comenta — que su pareja esté en situaciones de riesgo”.

Escucharlos me hace reevaluar todo lo escrito. Mientras mis grandes problemas de arrancada se circunscribían a buscar dos jabas para cubrir los zapatos, en su primera guardia, Dary preguntaba por la inexplicable ausencia de “cosas que tenían que estar desde antes y fueron apareciendo sobre la marcha”: ¿Oxígeno? No tenemos. ¿Gravinol? No hay.

En la madrugada del lunes 13 de abril, nosotros probablemente vimos películas hasta las tres y luego caímos sin preocupaciones en los colchones de espuma dobles. Sin embargo, ellos aún no olvidan que, durante aquella guardia, la última ambulancia con pacientes apareció a las cinco y veinticinco de la mañana.

Mientras yo me acomplejaba con algún que otro interno que menospreciaba mi limpieza, los vigilantes chocaban con que ciertos pacientes no querían que les tomasen la presión o midiesen su temperatura, bajo la vaga excusa de que ellos mismos podían hacerlo mejor. “Eran los pocos”, confiesan.

Mediante una llamada telefónica desde el extranjero, la madre de una interna — estudiante de Medicina, por demás — le reprochó a Dary que en el centro no repartiesen nasobucos N-90. A él todavía lo tortura la vergüenza ajena. No concibe que haya personas incapaces de valorar una atención médica focalizada y constante, una cama, un apartamento, desayuno, merienda, almuerzo, comida… y todo eso sin pedir un centavo.

Lo acometido desde una residencia estudiantil de la Universidad de La Habana, transformada en hospital por estos días, resulta la misión más compleja a la que se han enfrentado cada uno de estos hombres y mujeres en sus respectivas carreras. Nelson, que gana a todos en experiencia, lo confirma.

El doctor Argenis aclara: “si nosotros cumplimos con el deber en otras naciones, creo que donde primero toca es aquí. Después, donde nos necesiten”.

Yo escucho y grabo. Mayelín — vigilante y fisioterapeuta — solo abre la boca para acotar que “lo más importante, y que nadie te ha dicho, es que, a pesar de todos los trabajos, estamos dispuestos a intentarlo una segunda vez”. Por esa parte, miren ustedes, nuestras bitácoras al parecer serían idénticas.

XIII “PCR”

“Ni te sientes, que vas a ser el primero en pasar”, indicó J.J. “¿Mario?”, preguntó la enfermera. Asentí y pasé. “¿Mario Muñoz?”. “No. Almeida”, respondí a una doctora allá dentro. “Aquí dice Muñoz”. “Pues no seré yo entonces”.

Me paré, salí, busqué a Marcos con la mirada y le indiqué que entrara. Mi nombre no resultaba el primero de la lista para el examen PCR, ni siquiera el segundo. Contra todo pronóstico, solo logré pasar cuando la bancada se mostró completamente vacía.

Volví a sentarme en la silla metálica dentro de la escueta habitación con olor a hospital. La doctora me reconoció y recalcó con ironía mi experiencia con los extremos del listado. Me entregó un pequeño tubo de ensayo plástico con una sustancia rojiza en su interior y una etiqueta que, además de un número de serie, llevaba mi apellido, por fin el mío. “Que no se te vire”, dijo.

Caminé hacia el asiento de la ventana. Otra especialista, algo brusca, me quitó el recipiente y acto seguido introdujo — yo diría que de manera alevosa y premeditada — unos cuantos centímetros de alambre hasta lo más profundo de mis fosas nasales. Luego me hundió otra varilla en la garganta y la movió, le dio vueltas, yo no sé.

A decir verdad, no dolió, pero algo raro tuvo que haber tocado para que se me enjugasen los ojos. Cuando salí no fui más que carne de chistes para alguien que soltó: “mira, a este también le sacaron las lágrimas”.

Desde entonces la espera, la inutilidad, el cuidado en aumento porque todavía estaré aquí hasta que llegue el resultado, durante nadie sabe cuántos días, en los que continuaré siendo una presa probable.

Paranoico hasta el final, sí, aunque los médicos se burlen y el nasobuco se destiña de tanto reutilizarlo, aunque las orejas se lastimen del roce continuo de la tira y me duela el cuero cabelludo de tanto halarme los pelos al amarrar y deshacer lazos en la nuca.

Miedo, sí, a toser frente a todos por culpa de las boronillas de galleta que se quedan en la garganta, a toser solo en el cuarto, a estornudar por la alergia a la luz, a cualquier moco suave que parezca coriza… fobia, en fin, a toda cosa que salga de mí mismo y pueda disfrazarse de síntoma.

No tocar, no, ni siquiera el grifo para lavarme las manos, ni la manija de la puerta, ni mi bolsillo, ni mis mangas, ni mis ojos, boca, frente o nariz.

Y sin embargo, ayer toqué. Comía frente a un desconocido que dejó caer su cuchara al suelo. Un individuo de carga viral indeterminada, aislado — como todos — por algo. El tin-tan del hierro niquelado contra la loza me estremeció al calcular en su estridencia la cercanía. Saqué la cabeza y estaba a mis pies.

Un ente locuaz y perceptivo del riesgo hubiese ignorado la maldita cuchara o le habría dicho al hombre que corren tiempos en los que la cortesía pudiera matar. Pero no. Doblé el torso, agarré el cubierto, se lo di. Él lo tomó por otra punta, dijo gracias y al mismo tiempo ambos sostuvimos nuestros tenedores, aterrados. ¿Será que todo esto nos está volviendo locos? ¿Será que nos estamos pasando de histéricos y termine por no servirnos de nada?

La efectividad de toda la paranoia desatada desde el primer nasobuco en la primera guagua, mucho antes de la toma de medidas extraordinarias y de que las calles fuesen como plazas desoladas e inmensas, probablemente se esté evaluando ahora mismo en algún laboratorio especializado.

Quizás mañana o pasado sepa con exactitud si valió la pena vestir trapos verdes como abrigos, usar dos mascarillas de tela y hasta una placa de acetato, en días en que las temperaturas cálidas destrozaron sus registros y la sensación de asfixia aumentaba con el empañar intermitente del plástico.

La dichosa Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR por sus siglas en inglés), dirá — y siempre quedarán dudas — si realmente funcionó aguantar la picazón en el rostro o tolerar las gotas de sudor que a ratos viajaban desde el entrecejo para colgarse justo a la entrada de los huecos de la nariz.

Los vecinos acaban de saber que sus muestras resultaron limpias. Han salido sin pulóver para el pasillo. Están gritando de alegría y sueltan carcajadas grotescas. Yo me río porque nunca había visto a un viejo barrigón saltar tanto con una canción de Cimafunk. “Me voy pa’ mi casa”, chilla luego de poner el tema.

XIV “Tarde XIX”

En el asiento inmediato al mío va Marcos. A ratos me pone una mano sobre los hombros sin hablar o pide que le timbre “a esta gente”, para ver si se conectan. Le digo que sí, pero no hago nada.

Mi madre, después de semanas de guardar la forma, exige por Messenger que no me aliste más “en eso”. Mi padre está a punto de perderse en un avión hacia África. Yo voy saliendo y él entra. Mamá en casa: loca.

Horas antes, todo parecía indeterminado. Las informaciones no acababan de llegar por ninguno de los canales presuntamente establecidos. Sabíamos de nuestro negativo al PCR porque los tipos del apartamento contiguo nos habían filtrado el dato, luego de que alguien se los pasara a ellos “por debajo de la puerta”. Más tarde, en la noche, J.J. tuvo acceso a un correo y ganamos al menos un tejo en lo que a formalidad respecta.

No habían venido a explicarnos si en la mañana partiríamos definitivamente o si acaso la raya amarilla en uno de los nombres del Excel implicaría la invalidación de todo: aguardar cinco días más, otra prueba, otra espera, en fin… lo que viniese.

Comprendíamos que la situación resultaba compleja. Muchos estábamos dispuestos a acatar cualquier medida con tal de que nada se fuese de control; pero no concebíamos que ningún directivo se nos hubiese parado enfrente a la altura de esta decimonovena tarde, por lo menos para decir: “No se preocupen, estamos evaluando qué hacer”. Son tiempos de vértigo, tensos; solo queda aprender de los errores y, por supuesto, perdonarlos.

Fue precisamente a nivel de bolas que supimos que las guaguas vendrían. Contrastamos con una señora que limpiaba el pasillo del primer piso, quien nos preguntó nuestro bloque y habitación para, acto seguido, esbozar un rostro de felicidad picaresca y darnos a entender que esta noche la pasaríamos en el casi olvidado colchón de la casa.

Al teléfono siguen llegando los mensajes. Mamá insiste en que a partir de ahora debo concentrarme en lo mío, que deje que los demás también participen en esta “desagradecida” experiencia, que ya vi contagiados y que el riesgo es real. Resulta difícil leer. El chofer parece ir cazando los baches.

Le respondo que quizás no sea necesario, pero que soy adulto. Me avergüenzo. En otros tiempos ello habría implicado un manotazo, pero ahora solo me ruborizo. ¿Le hablo así a mi madre?

Bastante convencidos de la inminencia de la salida, comenzamos a recogerlo todo y a repartir lo que hasta entonces había sido propiedad común. Josué advirtió que, esta vez, las cosas inexplicablemente le cabían mejor en la mochila. Daniela argumentó que nos habíamos ido comiendo casi todo.

Mallorys entraba y salía. Refunfuñaba para que dejásemos de hablar mierdas porque no nos iba a dar tiempo. Marcos replicó entre risas que, aunque estábamos diciendo basuras, seguíamos adelantando. Camilo recogía nuestras ropas de cama y persistía con sus ideas raras y chistes pesados.

— “Están llegando las guaguas. ¡Muévanse!”.

Fuimos para el baño y nos apoderamos de casi toda la hilera de casillas con ducha. Cual si fuera un ritual, intentamos abrir las llaves a la vez y, antes de iniciar el “autoenjabonamiento”, formamos una guerra de agua por encima de las divisiones. A Camilo se le fue la mano y tiró un pomo plástico de litro y medio que cayó encajado en la cabeza de Josué. Silencio incómodo. Risa muda tras bambalinas. “La OTAN lanzó el misil”, delataron.

Abajo, con más bultos que manos, comenzaron las fotos, los abrazos. Una señora, incluso con el nasobuco, repartió besos.

Marcos se levanta con dificultad y busca equilibrio en el pasillo de la guagua. “Estamos llegando a mi casa”, dice. Me pide que le alcance el ventilador. Vuelve a dejar caer una mano sobre mi trapecio derecho y suelta: “Chama, te ganaste mi respeto”. A mí no me gusta que me digan “chama”, pero es Marcos, el que se la ha estado jugando al lado mío por estos días, el mismo al que se le han ido las lágrimas con cualquiera de las Bitácoras que, por cierto, hoy terminan.

Marcos baja. La guagua sigue. Los baches…

Minutos antes de montar parecíamos guardias recién llegados de la guerra, a punto de dispersarse por ahí en cuatro “trenes”. Las escenas llegan en ráfaga: El nombre de cada cual gritado desde una lista, el pequeño papel rectangular que avalaba, con fecha y rúbrica, que el portador anduvo de buenas en los exámenes médicos. La entrega informal del diploma que Fredy se empeñó en imprimir, diseñado días atrás por Daniela y el doctor Dary: una hoja tamaño carta con letras y formas en blanco y negro, y una frase del Che.

El Che, coño, el Che. La primera vez que pasé a la zona roja, aquella “Noche II”, llevaba un pulóver con su imagen bajo todos los trapos verdes. Tuve miedo. Estuve torpe como en el primer combate. Ahora regreso, después de demostrar que sobrevivir es una opción, aunque la guerra siga tragando gentes.

Mallorys ya ocupaba uno de los vehículos. Camilo aún buscando su nombre en las listas. Josué, Daniela, Marcos y yo nos abrazamos. Josué, entre lo seco y lo comprensivo, aseguró: “Fuimos buenos. Sin heroísmos. Pero lo hicimos bien”.

Cinco días atrás, cuando llegamos desde el Bahía a ese recodo del Cotorro, toda hierba resultaba triste y amarilla, mientras las vacas caminaban cansadas con su esqueleto en prominencia. Más de dos meses — quizás — sin que viniese de arriba una gota de agua. Desierto.

Ahora, mientras retornamos por las desoladas carreteras de estos montes, nos regocija el incipiente verdor que logró levantar el mísero chubasco de antier. “Si tres gotas le cambian el color a todo — me digo — , imagínate lo que podría un aguacero de verdad”. Abril se acaba.

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