FOTORREPORTAJE
Cayo Granma
Los habitantes de cayo Granma son pescadores en su mayoría, pero el mar, cansado, ya no suple como antes, por eso les resulta más beneficioso vender en tierra firme
Texto y fotos: David Estrada Rodríguez
La cruz de la iglesia que venera a San Rafael sobresale entre los flamboyanes, marcando el punto más alto del cayo. En la cima de la colina, el misionero foráneo rompe el silencio de cada domingo e incita a que la familia vista sus mejores telas.
Del templo hacia abajo, a modo de despojos, están los «llega y pon» o las viviendas rústicas de los habitantes más tardíos. Cercanos al agua, los pedazos se unen hasta formar las casas de verano de los primeros pobladores, con un estilo marcado, de madera, caribeño.
Son poco más de dos kilómetros cuadrados, de escasa tierra; pero fértil. Alrededor, la bahía de Santiago, la ciudad y las restantes localidades costeras; después, la cordillera que interrumpe el cielo, luego Cuba y el resto del mundo.
A cayo Granma lo bordea un camino empedrado y estrecho en algunos puntos que permite avanzar al restaurante, la base de pesca, la casa de cultura, la bodega, el muelle de la patana que lleva y trae todo.
De esta ruta principal salen senderos hacia arriba: una calle escalera, guardarrayas y escalones tallados en la propia roca. Un sistema venoso por el que transitan personas.
Los habitantes son pescadores en su mayoría. El mar, cansado, no suple como antes. Más beneficioso resulta vender, en tierra firme, donde hay turismo, lo poco que le sacan.
El sol quema y el salitre se pega en el carapacho que prevalece a la entrada de la bahía, testigo de cada buque que arriba y, también, de aquellos piratas y la guerra hispano-estadounidense.
Casi desde cualquier punto del islote se advierte la llegada de la patana para regresar, mientras el muelle, al lado del antiguo almacén de víveres, nos despide.
