Disfraz y horror: política cultural y banalización de las formas

«(…) frente a quienes se escandalizaron de ver que en una institución cultural del Estado se premiaba un disfraz de un militar nazi, están aquellos que alegan que tal suceso no tiene la menor importancia y que es solo un atuendo»

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater
7 min readOct 30, 2023

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Detalle de la portada del libro Mercancía del horror: fascismo y nazismo en la cultura pop. Imagen: Editorial Libros Crudos.

Por Raúl Escalona Abella

Vivimos un momento en Cuba donde la mínima nota de prensa de un organismo del Estado puede causar un «escándalo» — siempre acotado a los implicados y situado en debate entre los intelectuales — . Según explica el Instituto Cubano de la Música, en nota del 29 de octubre en el Portal Cubarte, el sábado 28, en la celebración de Halloween en el Centro Maxim Rock, fue premiado un disfraz de las SS — cuerpo élite del nazismo alemán — como mejor conjunto de la noche.

De los clásicos doctores, monstruos, personajes históricos, personajes del cine, cómics, superhéroes, animados, etc., alguien eligió disfrazarse de una de las fuerzas de exterminio más temidas y mejor entrenadas para administrar la muerte de la historia humana y, no solo eso, sino que, además, recibió el premio de un jurado — desconocemos quiénes lo integraron y no es relevante — y el aplauso, quizás, de varias decenas de personas. ¿Dónde reside el problema?

Para el Instituto Cubano de la Música el problema está en que ello representa una glorificación del fascismo, un atentado contra la política cultural de la Revolución, un hecho probado de colonización cultural y una grave manifestación profascista en medio de los ataques hacia el pueblo palestino por parte del Estado de Israel, lo que puede interpretarse como apoyo al horror que se vive en la Franja de Gaza. En consecuencia, este organismo, subordinado al Ministerio de Cultura, decidió condenar el suceso, cerrar el centro cultural e iniciar una investigación que esclarezca el asunto.

Sin embargo, si la glorificación fascista cabe, solo resulta en una «glorificación silenciosa» que, de no haber sido premiada y publicada en redes sociales, no hubiesen existido las denuncias, ni el Instituto de la Música se habría enterado de lo que sucede en las instalaciones que administra.

Entonces, el presunto oficial nazi hubiese regresado a casa tranquilamente ese día, quizás elogiado por sus amigos y amigas a causa de la selección aguda de un uniforme militar reconocido. Alrededor de los nazis hay morbo. No por gusto están sobrerrepresentados en el cine, la literatura, el periodismo y la Historia occidental desde la segunda mitad del siglo XX. Es difícil eludirlos como referente cultural.

Deslindar responsabilidades en este caso también resulta necesario. Hay tres momentos de lo vivido: la elección, la presentación en la fiesta y la premiación. Solo los dos últimos son responsabilidad del Maxim Rock, y, en el caso de la presentación, es relativa, porque implicaría una revisión de cada asistente, lo que sería ridículo de pensar.

Sin embargo, la entrega del lauro nos plantea interrogantes: ¿qué se estaba premiando?, ¿el disfraz en tanto objeto, en tanto hecho estético, en tanto disfraz?, ¿el jurado y los organizadores pensaban en la política cultural de la Revolución Cubana — que la nota del Instituto de la Música señala como violentada — en ese momento?

El suceso pudo evitarse, quizás, con una advertencia de los organizadores a la persona disfrazada, una eliminación sutil y a tiempo del jurado o, en caso extremo, «tumbando» la música e interviniendo el espectáculo de forma escandalosa. Mejores o peores, todas hubiesen sido respuestas políticas.

Las maneras hubiesen surgido, claro, de existir una lectura política de aquel ingenuo concurso de disfraces. En el fondo, el problema está, no en el escándalo, sino en la ausencia in situ de la lectura política de este hecho cultural; en la ausencia allí, tal vez, de una política cultural.

El Instituto de la Música cree que cerrar el Maxim Rock, investigar, e incluso sancionar a los directivos responsables «realizará» la «política cultural» de la Revolución, pero nada de eso contribuirá a efectuarla, porque no se centra ni profundiza de plano en la lectura política del suceso, sino que lo simplifica, atribuyéndole un tipo de manifestación profascista que no parece tener, al menos de forma consciente.

Sin dudas, frente a quienes se escandalizaron de ver que en una institución cultural del Estado se premiaba un disfraz de un militar nazi, están aquellos que alegan que tal suceso no tiene la menor importancia y que es solo un atuendo, que no había intención política, ni glorificación, ni el muchacho sabe lo que es el fascismo y solo le parece atractiva su estética.

Esto puede ser cierto, lo desconocemos, no tenemos más detalles que lo aportado por la nota publicada en Cubarte, sin embargo, toda naturalización de sus formas es un triunfo extraordinario para cualquier contenido político.

Si hay partidismo fascista, hay conciencia de lo que fue el fascismo, asimilación (más o menos parcial) de sus ideas, de sus hitos históricos y, por tanto, una toma de partido en esta realidad respecto a lo que el fascismo representa. En tal sentido, debe ser rechazada esa actitud por resultar contraria al proyecto de nación, a la comunidad cubana que la Revolución defiende, etc. En esta perspectiva, la diferencia con la persona que porta los símbolos fascistas es de principios y se genera un antagonismo insalvable.

¿Qué sucedería si la asunción de los símbolos fascistas no fuese partidista y solo fuese estética? ¿Sería menos grave el suceso? ¿Le restaría relevancia y responsabilidad a quien lo porta, porque desconoce la naturaleza del símbolo y lo usa como quien se tatúa unas letras en chino creyendo que dicen «fuerza» y realmente expresan «sopa de pollo»?

La separación de las formas culturales como hechos estéticos independientes a los contenidos históricos y éticos en que se producen, conducen a la banalización de la cultura, a su vaciamiento, reducción, a mercadería intercambiable, a producto de la técnica. Ese arte, huérfano de toda posibilidad de justicia, es el que impera.

Y el énfasis no debe ser colocado en aquel que se puso el disfraz «puramente artístico», o en el jurado que lo evaluó como técnica de disfraz, o en la institución cultural que intenta resolver el problema de forma administrativa. El asunto es más hondo, y cala en la cultura de la sociedad que posibilita que un disfraz nazi sea solo visto como un disfraz nazi y pueda ser evaluado junto al de un animado famoso, o al de un superhéroe de Marvel.

Esta lógica de comprensión de la cultura — también contraria a la política cultural de la Revolución Cubana, dicho sea de paso — nos va colocando de camino a la naturalización del horror, a la separación entre ética, estética, política e historia, al entender los productos culturales, no como creaciones de un tiempo y de un impulso concreto, sino como herramientas para llenar la realidad.

El pasado año Halloween protagonizó un escándalo similar cuando en un parque de la provincia de Holguín algunos se disfrazaron del Ku Klux Klan (KKK), lo que fue igualmente repudiado como hecho de colonización cultural y acto de odio.

Esos acontecimientos, y cientos más que nos atraviesan diariamente, muestran un sedimento, una forma de aproximación a la cultura que va ganando todos los espacios posibles: la supresión de toda ética e historia para asumir los gustos, construir identidades, trazar proyectos de vida, para buscar una edificación del futuro, desde el presente.

En estos dos casos vemos cómo determinados referentes sociales toman relevancia y se imponen, de forma naturalizada, como hechos estéticos. Disfrazarse de nazi es pretender que el horror puede ser banalizado, y que los uniformes de los criminales pueden colocarse independientes del crimen. Es creer que la representación de esa forma puede escindirse del contenido histórico que la forma posee.

Pero, más allá de los disfraces concretos puede observarse un modo de realizar la cultura: la técnica como cultura desprovista de otro contenido que no sea su representación y el efecto que produce. Lo que hacemos parte de nuestra identidad lo entendemos como algo independiente de nosotros mismos, exterior a nosotros mismos y, por tanto, intercambiable en cualquier momento. Esta cultura banaliza toda causa y todo contenido.

¿Puede bajo esta cultura de la banalización realizarse la política cultural de la Revolución que pretende producir sujetos críticos capaces de adherirse a las mejores causas humanas, luchar por ellas y enriquecer su espiritualidad con el arte, la política y los valores más avanzados de la historia?

Los problemas de la política cultural de la Revolución son mucho mayores que si un sujeto disfrazado de nazi es premiado en un evento de poco alcance en La Habana.

El disfraz y el horror no deben escindirse porque el uno representa al otro y lo debe evocar siempre. El problema ético existe, pero también hay un problema de naturalización de formas políticas que deberían estar excluidas de nuestro proyecto de nación. La crisis es palpable, sin embargo, su resolución parece ser imposible mediante los procedimientos simplificadores y administrativos.

Los problemas de la política cultural de la Revolución se dirimen en el tipo de sujeto que está existiendo en nuestro tejido social y la relación que establece con el mundo que lo rodea, con su pasado, con su futuro, con la interpretación que hace de su deber — si se sabe con alguno — y de las formas que posee para realizarlo.

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