Dulce María: Una huella inefable

Hay algo muy sutil y muy hondo en volverse a mirar el camino andado… El camino en donde, sin dejar huella, se dejó la vida entera.

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater
5 min readMar 8, 2018

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Autora: Miriam Ancízar

La casa

Foto: estandarte.com

Techo a dos aguas, portal de tejas rojas… es aún hermosa la casa de Dulce María Loynaz. Guillermo Collazo pintó allí su cuadro La siesta. Ella tendría 20 años cuando los Loynaz se mudaron para Calzada, junto a María Regla, su abuela. La compraron por 40 mil pesos para evitar que se talara un flamboyán cercano a la habitación de Dulce — fue quemado por ella muchos años después. Allí se concibió la que llamara su mejor obra, «Jardín», fueron recibidos y escribieron sus versos grandes de las letras como Gabriela Mistral, Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez. La poeta abandona la casa en 1946, antes lo había hecho Flor. Solo murieron en ella su madre y el hermano Carlos Manuel.

«Hace tanto tiempo que perdí de vista esa casa que ya apenas la recuerdo. Además, ha sido tan desfigurada, tan cambiada… tan mancillada, que prefiero no hablar de ella. Quizá exprese la nostalgia, porque esta casa donde estamos ahora es muy bella, no hay duda. Es arquitectónicamente correcta, tiene muebles y adornos bellos, pero no tiene alma, no tiene personalidad, tendría yo que darle la mía y ya de la mía me queda poco», dijo Dulce María en una entrevista ofrecida a la revista Alma Mater en 1994.

Y es que el hombre, aunque no lo sepa, unido está a su casa poco menos que el molusco a su concha.

Los orígenes

Domingo Sañudo y Micaela Rebollo, los bisabuelos, fueron encontraron mutilados en una de las habitaciones traseras de su casa en la calle Inquisidor. Sobre una silla, reseña The New York Times, se había dejado el hacha pequeña con la que les quitaron la vida.

Juan Muñoz, el abuelo materno de Dulce María, fue arrestado. Se le acusaba del doble asesinato. Era culpado, principalmente, a causa de la oposición del viejo matrimonio a que su única hija, María Regla, se casara con él 20 años atrás. Las víctimas vivían con temor a que les robaran los miles de dólares que guardaban y que formaban parte de su fortuna de 90 casas de alquiler y 2 millones de pesos. Nunca se encontró al culpable real y la riqueza fue heredada. Una porción sería utilizada para que Lizardo Muñoz Sañudo construyera la casa de Calzada 1105.

Se hicieron famosas las tertulias literarias que cada jueves se celebraban. Grandes poetas e intelectuales de la época. Emilio Ballagas, Carpentier, José María Chacón y Calvo, José Antonio Fernández de Castro, Félix Lizaso, Virgilio Piñera, María Villar Buceta… eran infaltables. Juevinas las llamaba Dulce.

La familia

Loynaz y Gabriela Mistral. Foto: cervantesvirtual.com

(…) que sea una la piedra de fundar posteridad, familia, y de verla crecer y levantarla, y ser al mismo tiempo cimiento, pedestal, arca de alianza (…)

La madre, Mercedes Muñoz Sañudo, pertenecía a una de las familias más ricas de Cuba. Era extremadamente sensible para las artes: la pintura, la música y también las labores manuales. Quizá pudo ser el escape, pues había sido criada en el encerramiento. Su abuela, siendo apenas una niña, en una visita a casa de los abuelos los encontró maniatados y asesinados. Ella vivió el horror en carne propia, también vivió la miseria, el deshonor y hasta la limosna.

Todas las riquezas fueron decomisadas por el gobierno español hasta que el crimen se desentrañara. Pasaron años, mucho tiempo, demasiado para recuperar el estatus… quizá no el equilibrio mental. Por supuesto estas huellas sirvieron incluso para que en los descendientes se perpetuaran los hábitos de enclaustramiento físico y el hermetismo que marcaron siempre a la familia. No obstante, la espiritualidad influyó más y sus hijos encontraron en la pintura y la música una fuente de vida.

Dulce dedicó a su madre su libro de versos «Poemas sin nombre» (1953) con estas palabras. «He aquí el primer canto que aprendí en la vida; el que aprendí naturalmente, como la rosa en el rosal, en los labios de mi madre. He aquí también los últimos cantos; los que aprendí después, ya no sé dónde. A ella los vuelvo todos, signados por su bautismal sonrisa, pastoreados por su paloma inicial e iniciadora».

Enrique Loynaz del Castillo, su padre descendía de nobles asentados en Cuba desde el siglo XVII; compañero de José Martí y autor del Himno invasor, general de la independencia cubana fue enterrado sin honores en 1963. Les nacieron cuatro hijos: Dulce María, Enrique, Carlos Manuel y Flor, todos poetas.

Su hermana Flor, Beba la llamaban los íntimos… Una poeta inédita. Dicen que era vegetariana, que también disfrutaba de los habanos y el ron. Antes de volver a vivir con Dulce María lo hacía en el reparto habanero La Coronela del municipio La Lisa, en la Finca Santa Bárbara, que así se llamaba en honor a la protagonista de «Jardín». Dulce solía decir: «Mi hermana es Flor, pero con espinas, y yo, de Dulce solo tengo el nombre…».

Cintio Vitier, diría que con Dulce María estaban siempre, «aislados y enlazados, Enrique, Flor y Carlos»,… «No le temieron a nada (salvo, quizás, a sí mismos) estos seres pálidos, escapadizos e indetenibles de su propia prisión, involuntarios inventores de una leyenda sin la cual La Habana no sería la que fue, la que es, la que será».

Enrique, su hermano más afín, no digo el más querido, murió también, cuando más lo necesitaba, más soledad además, para su vida. Carlos Manuel terminó años antes loco, hablando con los muertos… también en soledad.

La obra

Loynaz en la entrega del Premio Cervantes.
Foto: cubaliteraria.com

Dulce María Loynaz, revisaba sus textos muchas veces, tenía más de siete versiones de su novela «Jardín», comenzada el 1927 y terminada en el año 35 de ese siglo… En Cuba tuvo un mayor reconocimiento público precisamente después de obtener el premio Cervantes. También recibió el Nacional de Literatura. Fue admitida como miembro de la Real Academia Española de la Lengua, y nombrada miembro de número en la Academia Cubana de la Lengua.

Versos hermosísimos llenan su obra, poemarios como «Juegos de agua», «Poemas náufragos», «Melancolía de otoño», «Poemas sin nombre» y «Canto a la mujer estéril» son algunos de los publicados por la editorial Hermanos Loynaz, a la que debemos la divulgación de su obra sin cejar nunca en el empeño de brindar trabajos de la escritora cubana.

Muchos cubanos no saben que Dulce dirigió durante décadas la Academia Cubana de la Lengua, que antes de tener su sede actual la tuvo en la hermosa casa de El Vedado, última morada de las Loynaz, donde hoy radica el centro cultural que lleva su nombre. Muchos, tal vez, no han leído «Jardín», también se pierden «Un verano en Tenerife», quizá desconocen su obra póstuma, «Fe de vida», que escribiera a instancias y a fuerza de amor de un pinareño ilustre, su amigo y albacea Aldo Martínez Malo. Yo los convoco a su lectura — a su relectura — a los que la conocen. No hay una mejor.

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