El luto por los vivos

Los domingos, casi siempre, ando con un hueco en los huesos, por la falta que me hacen algunos vivos; lloro. Y no intento olvidar, porque nunca se van ni los muertos

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater
3 min readJun 11, 2024

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Ilustración: Pinterest.

Por Lianna Navarro Rodríguez

No conozco el dolor de la muerte — tanto — como otros. Estaba en tercero/cuarto grado. Mi mamá me dijo que abuela Adelina ya no estaría cuando fuéramos a Banes, en las vacaciones. Y lo recuerdo bien. Un portal de una farmacia en Boyeros, un teléfono público de los que ahora adornan La Habana, como el grafiti, y un peso cubano que nos duró una hora, después de que la teleoperadora contactó con mi familia en Holguín.

Lloré y forcé el sentimiento, entendía que cuando la gente muere, los vivos lloran y nada más. Adelina era mi tatarabuela; tal vez, las diferencias de edades y la condición de su vejez, me impidieron sentir lo que no pude en ese momento. Quizás, pensar eso fue la excusa para no sentir mucho cuando murió.

Me quedé con el miedo de verla en la cocina cuando iba a casa de mi bisabuela, y salía corriendo por todo el pasillo hasta la sala. Mi tía me decía: «Corre, corre, que te coge Masapaca» — un invento de mi primo y ella para terme controlada — . Y nunca supe cómo era Masapaca.

A los vivos hay que tenerles más miedo. Mi abuelo, mi mamá, todos me lo repetían, por mi fobia de ver espíritus.

En unas vacaciones que le tuve miedo a mi tarabuela — y en las que tampoco vi a Masapaca — regresamos para Banes. Ese año empecé a perder cosas: los árboles de Boyeros, la avenida vacía hasta mi secundaria, el camino largo, el sol, los edificios altos, el frío más frío por las sombras de la escuela. No vi más a Héctor, a Jolmis, al chino ni a Kleidis. Y eso me dolió más.

Los vivos, a los que nunca les he tenido miedo, me han acabado más el corazón que la gente muerta.

En noveno grado me hice novia de Pavel, por tres años. Después no estaba Pavel y demoré otros tres años para darme cuenta.

El tío de mi mamá, mi tío, tuvo un accidente con una moto. Estuvo meses entre operaciones y viajes incómodos de La Habana a Banes y viceversa. Él es hermano de mi abuela y de mi tía, y mi otra tía, y mis dos tíos; pero no les habla más, ni nos ve más, ni pasa con nosotros el fin de año. En 2019, lo vi. Le presenté a Pavel.

Me lo encontré en el Cupet de la entrada del pueblo, que ahora es pizzería. Mi mamá se desmorona cuando coinciden por cualquier parte, y él vira la cara como si no la conociera. Imagino que a mis tíos se les pierda un poco la vida.

¿Cómo explicarle a la conciencia que no ha visto el cuerpo muerto, la distancia de los vivos?

Tengo una amiga. Ella entra en un luto para olvidar a los que pierde, a los que se alejan, a los que no pueden estar. Me dijo: «Paso meses llorando, recordando que estuvo ahí e, incluso, lo digo, estoy de luto».

Elizabeth Bishop, una poeta estadounidense, en El arte de perder dice: «Incluso habiéndote perdido a ti / (tu voz bromeando, un gesto que amo) no habré mentido. / Por supuesto, / no es difícil dominar el arte de perder, por más que a veces pueda parecernos (¡escríbelo!) / un desastre».

Los domingos, casi siempre, ando con un hueco en los huesos, por la falta que me hacen algunos vivos; lloro. Y no intento olvidar, porque nunca se van ni los muertos. Cuido de las canciones, las historias, limpio el libro de La Habana y me leo algún poema que te recuerde.

Entonces aplico la operación del luto, para que la ausencia de los vivos no parezca un desastre y, como los muertos, dejen de doler.

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