ASIMETRÍAS

Hanoy González Mesa y lo trascendente de lo cotidiano

Por sus textos discurren niños que, en la noche de un pueblo sin energía eléctrica, juegan a contar historias de miedo; asimismo, afloran escenas de lugares comunes a los que la gente convencional solo va de paso.

Yoandry Avila Guerra
Revista Alma Mater

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Diseño de portada: Annelis Noriega.

Por Yoandry Avila Guerra

Otra vez llega la narrativa a nuestras Asimetrías dominicales. En esta ocasión, mostramos la obra del joven escritor matancero Hanoy González Mesa.

Por sus textos discurren niños que, en la noche de un pueblo sin energía eléctrica, juegan a lo que juegan los niños cuando se cansan de corretear en la oscuridad con nubes de mosquitos sobrevolando sus cabezas: a contar historias de miedo; asimismo, afloran escenas de lugares comunes a los que la gente convencional solo va de paso.

Apasionado del fútbol, a sus 28 años Hanoy tiene un libro en proceso de edición. Ha publicado en antologías y revistas nacionales; y su obra fue reconocida con el premio anual de cuento que publica la revista Matanzas, en su sección para autores inéditos «Las iluminaciones».

Su cuento Gente incompleta encabeza la antología La ciudad dormida. Jóvenes narradores matanceros, volumen que sale a la luz bajo el sello Ediciones Aldabón, perteneciente a la Asociación Hermanos Saíz. El material compila textos de 11 escritores yumurinos.

Mayor

No era un día diferente.

Mayor, que llevaba diez años en el negocio de los cochinos, esperó el camión en la parada de los edificios. Como siempre, durmió todo el viaje; hicieron el reparto sin problemas y a las once y media habían virado de La Habana.

Se bajó y merendó en la paladar de enfrente de la parada. Compró cigarros. Luego, atravesó los edificios y la calle que los separaba de los pabellones, donde vivía desde hacía tres años.

Desde arriba, los pabellones eran como una K, pero con otra pata en el medio, como si fuera la mitad de un asterisco de frente a los edificios. Tenía veintiocho cuartos, un baño colectivo inhabilitado y un placer enyerbado en donde se unían las cinco hileras de cuartos.

Mayor entró por la hilera central de cuartos y compró ron en casa de una vecina. Cuando llegó a su cuarto vio la puerta abierta. Dentro estaba su hijastra, que vivía en el cuarto de al lado con su marido.

Generalmente, ella terminaba la escuela y recogía la llave en el central, donde su madre trabajaba, para poder bañarse en el cuarto de ella y Mayor, porque en el suyo no había ducha. Era mulata, tenía diecisiete años y en esa ocasión se encontraba encima de la cama pintándose las uñas. Él, que tenía cincuenta y seis, entró y se quitó el pulóver sin decir nada, pero ella recogió las pinturas inmediatamente.

Antes de que se fuera, el hombre preguntó por su mujer. La hijastra le dijo que estaba trabajando. Entonces, como siempre, sacó un banco de madera y empezó a beber al lado de su puerta, mientras pasaba el tiempo a su alrededor.

Infinitas veces, vio a la muchacha de un lado a otro con aquella licra de faja alta que le realzaba las caderas y le marcaba una pelvis ancha y muy excitante. Después llegó el marido, de veintiséis años. Después, Maikel y Serafín se sentaron al final del pasillo a jugar ajedrez como hacían siempre. Después soltaron a los muchachos, y después, a las cinco, llegó Elizardo, desenganchó el caballo y compró más ron.

Mayor, como siempre, sacó otro vaso y se lo ofreció.

Elizardo era más viejo, más alto, con un bigotico entrecano y un ligero estrabismo en el ojo izquierdo. Mayor era pequeño, y estaba en los huesos por el alcohol.

Hablaron un poco, de trabajo. Elizardo cortaba madera y ese día lo había cogido la Forestal. Para Mayor, el día había sido bueno…

Entre diálogos cortos, tragos y silencios, fue atardeciendo. El sol bajó por detrás del cañaveral y la oscuridad subió por las paredes. Su hijastra volvió a bañarse, su marido salió y uno de los del ajedrez se quedó sin dinero para seguir apostando.

Luego, cuando oscureció, Elizardo guardó el caballo, puso agua a calentar y le preguntó a Mayor por su mujer. Sin inmutarse, Mayor le contestó:

― Está trabajando, así que déjala tranquila y ocúpate de la tuya.

Generalmente, esa era la hora en que Caridad, su mujer, lo recogía, lo bañaba y le daba unas cucharadas de comida antes de que cayera muerto en la cama, pero ese día estaba trabajando.

Mayor entró al cuarto. Ahora su hijastra tenía puesto un short corto de mezclilla y una blusa fina en donde asomaban unos pezones diminutos. La miró con asco, y le habló como si quisiera escupirla:

―Siempre tienes que estar aquí, molestando, ¿verdad?

―Y tú―contestó ella―, siempre borracho, con esa peste a alcohol…

Iba a caminar, pero se tambaleó un poco y tuvo que aguantarse de la llave del fregadero:

― ¿Tú madre, por qué no ha llegado?

― No sé.

La muchacha salió. Mayor chasqueó los dientes y revolvió la lata de los cubiertos. Dejó el cuarto a tientas, con el cuchillo apretado en la mano, y se lanzó como pudo sobre el cuerpo de Elizardo, que estaba de pie y lo superaba casi medio metro.

Enterró toda la hoja en su abdomen, hasta que la mano tocó su piel. La dejó allí un momento, pero el peso muerto del cuerpo de Elizardo hizo que sus rodillas se doblaran y los dos resbalaran en silencio por la pared. Todo estaba oscuro, y encontraron a Elizardo media hora después.

Cuando encontraron a Mayor ya eran casi las nueve. Iba por la calle para el central, a buscar a su mujer en las oficinas. Llevaba el cuchillo en el pantalón y las manos ensangrentadas, pero no recordó haber matado a nadie.

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Yoandry Avila Guerra
Revista Alma Mater

Periodista, fotógrafo. Redactor-reportero en Cubaperiodistas. Colaborador de la revista Alma Mater y del periódico Ofertas. Blogger en Yo ando por ahí