CAMBIAR EL CRISTAL

Irse por ahí, como los peces

El ejercicio del poder, otra vez: el valor humano de los hombres por encima de las mujeres, que impone la trampa de la procreación. Por si poco fuera, el lastre de la maternidad intensiva: la Historia pariéndose a sí misma, las mujeres dando a luz a los hombres del futuro, el ciclo interminable de la reproducción humana, religiosa, política y estructural.

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater

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Diseño: Alejandro Sosa.

Por Nueve Azul

¿Encontraría a la Maga? La pregunta le estrujaba la mente a Oliveira en cada esquina de París. Por eso se fue de ahí, por la imagen de la mujer-hechizo recurrente en su cabeza, por el recuerdo de la pata metida hasta lo más hondo. Por eso Horacio el taciturno, Horacio el amigo del mate y de las explicaciones enrevesadas, huyó de la llovizna pertinaz de la Francia condenada por su presencia, montó en un barco -allí también la buscó, por si acaso- y se largó a Argentina.

¿Dónde estaba ella, la solitaria, la amante de Hugo Wolfe; pésima intérprete de Les Amoreux du Havre? Lucía se fue a estar sola a otra parte, más en paz, más ella, más sin él.

Así hizo Atalía, quizás otra-parte de la Maga o de Horacio, o tuya o mía. Quién sabe. Las mujeres preferimos la ausencia de ellos o nos quedamos fieles a su lado, los entramados son inexplicables — muchas veces, incluso, para nosotras mismas — , pero ahí vamos, saliendo y entrando del mundo a como dé lugar.

Sabemos, no obstante, que ese ir y venir nos pertenece porque estamos, de manera irremediable solas. Somos un trozo de literatura, como lo son siempre nuestras historias, el silencio o la soledad.

***

La primera vez que Orlando, entre las manos de Virginia Woolf, atinó a pronunciar palabra, casi en un suspiro, dijo: «Estoy solo». Se había arropado en la ciudad como había podido, había adornado el relato de la Woolf — y lo adornaría — con una precisión apabullante; mas, aun así, estaba solo, como estuvo sola más tarde. Como estuvo muerta. De la misma manera que, en un devastador equívoco, se hartó de la vida y así, simplemente, renació.

Orlando ella, estuvo sola. El hartazgo le arrancó el coraje perfecto para el despojo. Y a todos sucede, ¿no? Sin saber qué es la vida y en medio de ella como un maldito océano, con hijos en los brazos y sin saber cómo rayos llegamos a ese punto.

La vida y la soledad. La literatura…

La última vez que la vi era también la primera. Como ando por este mundo entre la flema y la melancolía, su proyección me pareció agresiva. Un tsunami se bajó del ómnibus con su niña en brazos, maldiciendo la inacción de los hombres, intimidados ante la cinta amarilla del área restringida. Descendió, desgarró la cinta y gritó un «¡Dale!» al chofer, aplastado por la contundencia de aquel teatro de madrugada.

La niña llevaba tres días sin dormir. Ella, tres días sin comer. La vi subir al ómnibus y sentarse ella, la niña y el histrio. Llegaba, casi llegaba de vuelta a un hogar contaminado, feliz porque en el cuarto estaba la cuna. Molesta: allí también estaba él.

Él que nunca entendió que 17 años es poco para hacer un montón de cosas. Él, que le arrebató las sonrisas y las convirtió en deformes muecas de aceptación. ¡Ah, si la vieran! Era una escena sádica para la conciencia, incómoda, violenta…

La niña era la carga inexplicablemente amada, imprescindible. La elección hecha porque no había más, el boleto para que él se quedara, tal vez. La niña era el ancla, el talismán.

Pero ella estaba sola. Supe verlo desde el inicio, cuando bajó neurótica a destrozar la cinta-mundo de un tirón. Lo vi, porque la tristeza se respiraba en el sopor del ómnibus nocturno en el que regresábamos a casa ella, la niña, una inmensa mayoría de hombres, y yo.

***

Después que Adrienne Rich se graduó con honores en Harvard -sin haber visto pasar por delante a una profesora mujer-, hizo como que tomaba una beca a Oxford y se marchó a explorar Europa. De vuelta a Estados Unidos, hizo como que podía ser feliz, intentando encajar en las expectativas sociales, y contrajo matrimonio con Alfred Conrad. Tuvo tres hijos. Publicó The Diamond Cutters. En ocho años, sus aspiraciones literarias se pelearon a muerte con la simplicidad y fue la fatiga, el cansancio, la ternura, el miedo quienes escribieron las páginas de Snapshots of a Daughter in Law. Poco tiempo antes, Adrienne se había sometido a la esterilización voluntaria, y Snapshots… era la poesía como resultado de «el tumulto interior de una mujer que se rebela». La dureza que nos regala el dolor. La crudeza de un mundo en el que hay que sobrevivir sí o sí. Sí, o no.

Adrienne fue siempre consciente de que su época era hostil como hostil su situación económica y política. También era consciente de sí misma, como lo son las mujeres cuando están enojadas. Su fortaleza era la respuesta a una sociedad que le obligaba -a ella y a todas las mujeres- a hacer maquinalmente tareas que poco cedían un lugar al cambio, a la creatividad, a la experimentación.

Si estoy sola

es con la firmeza del bote helado en la costa

en la última luz roja del año

que sabe lo que es, que sabe que no es

hielo ni lodo ni luz invernal

sino madera, con el don de arder.

Cuando Adrienne Rich se separó de su marido, en la década de los setenta, emergieron de sí poemarios, ensayos, artículos de crítica literaria, premios, reconocimientos, conferencias…

Por fortuna, Rich estimaba el poder del dolor como trampolín de la experimentación, el cambio, la revolución. Ella creía en la exploración continua y sacrificada de sí misma. Seis años después comenzó una relación lésbica y desmanteló de un zarpazo el andamiaje patriarcal de la sociedad estadounidense. Había transitado por el dolor de los negros, de los emigrantes, de los viejos, de los desempleados. En medio de tantas luchas encontró la única, aquella unificadora de todas las manos: la justicia social.

Su condición de madre, sin embargo, no había cambiado. Explicar, buscar, excavar en la naturaleza de las cosas no arranca a los hijos de la vida. La conciencia los sitúa como parte de una experiencia inusual, aunque repetida por generaciones. La humanidad sabe más sobre la temperatura de las aguas, la velocidad de los vientos, la frecuencia con que caen las hojas de los árboles o los estados de agregación de la materia que de las complejidades que implica la maternidad como institución y, claro que sí, también como experiencia.

En 1976 escribió Of Woman Born. Motherhood as experience and institution. La maternidad es una cuestión política. Ha sido, a través de la historia, un instrumento de dominación masculina. El ejercicio del poder, otra vez: el valor humano de los hombres por encima de las mujeres, que impone la trampa de la procreación. Por si poco fuera, el lastre de la maternidad intensiva: la Historia pariéndose a sí misma, las mujeres dando a luz a los hombres del futuro, el ciclo interminable de la reproducción humana, religiosa, política y estructural.

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La Maga creía — como París, ella también era una gran metáfora — que los peces ya no querían salir de su pecera: «Casi nunca tocan el cristal con la nariz». Gregorovius, que casi siempre es en Rayuela como una exhalación, le contesta «Todos retrocedemos por miedo de frotarnos la nariz con algo desagradable». Pero qué más da, si felicidad y dolor vienen de la mano, si lo que vale es dar el salto; saberse sola, a punto de morir de sobredosis de realidad y salir de la pecera. Despojar el mundo de basura como quien corta la cinta del área restringida y pensar otra vez con alivio, como pensó Atalía, una mujer como tú, como yo, quién sabe…: «Soy yo, soy él. Somos, pero soy yo, primeramente soy yo, defenderé ser yo hasta que no pueda más»

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