La montaña azul

Desde las vías férreas, las elevaciones se dispersaban hasta donde nos daba la vista. Entonces, simulaba una inmensa rueda dentada en la tierra: numerosos picos que miran al cielo. Quizás fuera por el clima lluvioso o la distancia, pero, desde el tren, la Sierra parecía azul, en vez de verde

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater
12 min readJun 17, 2024

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Por Erick Hernández

Fotos: Lien Villavicencio Cabrera

La idea surgió una semana antes: ir a la Sierra del Rosario para conocer el terreno y ajustar una segunda visita. Sin embargo, el objetivo no era del todo claro. Yo no estaba seguro de si íbamos a ir a las casas de varios pobladores, si nos adentraríamos en las montañas o si nos limitaríamos a explorar la zona; pero algo en lo que dijo Mario — el profesor que estaba al frente del viaje — me llamó particularmente la atención: cerca de los arroyos de esa zona resultaba común escuchar el canto de los ruiseñores.

Había visto y escuchado a otras aves un tanto escurridizas, como el tocororo; mas resultaba muy tentador escuchar el trino, casi mitológico, de estos cantores. Con esas vagas ideas nosotros, un grupo de nueve personas, partimos hacia la Sierra del Rosario, el viernes 31 de mayo.

El día anterior a nuestra llegada había llovido en la zona, y una de las muchachas que viajaba en el mismo vagón que nosotros no pudo hablar con su mamá, a causa de la tormenta eléctrica. Sin embargo, estábamos seguros de que esa jornada no caería ni una gota del cielo, a pesar de las nubes y los pronósticos de lluvia para el fin de semana.

En tren, el viaje se extendió hasta las tres de la tarde, aproximadamente. Llegamos a un andén antiguo, presidido por un inmueble de madera de los últimos años de colonia en cuya fachada se podían leer dos carteles: «San Cristóbal» y «Peligro de derrumbe».

Tras la construcción, el pueblo de San Cristóbal, con casas antiguas de puntal alto y portal delantero. Algunas eran de madera y otras, entre las que figuraban las más recientes, de mampostería, mucho más bajas que las demás.

La Sierra del Rosario es la parte más oriental de la Cordillera de Guaniguanico, conformada, también, por la Sierra de los Órganos. En 1984 fue declarada Reserva de la Biosfera de la Unesco, la primera de su tipo en el país. Su mayor altura la alcanza con el Pan de Guajaibón, a 728 metros sobre el nivel del mar, según Antonio Núñez Jiménez en su Geografía de Cuba.

Desde las vías férreas, las elevaciones se dispersaban hasta donde nos daba la vista. Entonces, simulaba una inmensa rueda dentada en la tierra: numerosos picos que miran al cielo. Quizás fuera por el clima lluvioso o la distancia, pero, desde el tren, la Sierra parecía azul, en vez de verde.

Caminamos algunos kilómetros por la carretera que va desde San Cristóbal hasta Bahía Honda. No sabíamos si pasaría algún transporte. Tampoco contábamos con la certeza de cuánto andaríamos antes de llegar. Estábamos al pie de la montaña, cuando nos recogió un camión que transportaba pasajeros locales. Nos llevó hasta un caserío llamado Cinco Pesos.

El ascenso fue, por momentos, casi vertical. A medida que nos adentrábamos en la Sierra mi percepción cambiaba; ya no me parecía una rueda dentada, sino que esas montañas se revelaban en toda su monumentalidad. Era el exceso en todas partes, un derroche, algo descomunal que nos engullía.

A lo lejos, centenares de palmas reales simulaban palillos clavados en la roca. Mientras, a menos de un metro del camión, había una cuneta con marcas visibles hechas por el agua. Pensé en el torrente que bajaba por ahí cada vez que llovía. Al final, resultó un siniestro presagio.

Desde el caserío avanzamos un poco más hasta encontrar un camino pedregoso, a la izquierda. Estábamos casi en la cima de una de las formaciones y teníamos ante nosotros un paisaje que, cuando menos, resultaba conmovedor. Comenzamos el descenso, con el propósito de llegar antes de que oscureciera. Nos dirigíamos a la casa de Tomás, un guajiro que vive en medio de la Sierra y que, a menudo, recibe a grupos de excursionistas o investigadores. Él no sabía nada de nuestra visita, así que solo contábamos con su buena disposición.

La tierra del suelo se desprendía y, con las piedras, era muy fácil torcerse el pie. El sendero lo mismo era llano, ascendente o descendente, pero siempre tortuoso. Allí también eran visibles los vestigios de la cañada de agua, nuestra brújula en gran parte del camino. Además, había huellas de los mulos que se usaban en los terrenos empinados. «Un mulo en la montaña hace por tres caballos en el llano», comprenderíamos más tarde. Los minutos pasaban y la noche caía sobre nosotros. Entre los matorrales se colaban los últimos rayos del sol. Todo era húmedo. Todo era verde. Todo era luz.

Ya estábamos bien adentro, en el monte, cuando nos encontramos con Alexander, hijo del guajiro Tomás y quien atendía a los grupos de exploradores. Él nos indicó cómo llegar y distribuyó nuestras mochilas en sus tres mulos, de forma tal que pudimos terminar el camino mucho más ligeros. Llegamos a su casa apenas unos minutos antes de que anocheciera. Nos faltaba el aire y teníamos una sed tremenda.

Alex nos indicó el tanque donde almacenaba el agua — de manantial — y bebimos hasta la saciedad. Luego, bajamos los escasos metros que separan su casa del río y nos bañamos en la corriente helada, a la luz de un farol y los cocuyos, que nos cubrían como una capilla espectral. Montamos las casas de campaña en los terrenos de la casa, pero a cielo abierto y, durante toda la madrugada, sopló un viento de agua que amenazaba con levantar las tiendas del suelo.

Alex quitándole la corteza al café.

El sábado 1 de junio salimos desde temprano a explorar el cañón. Debíamos avanzar por la ribera del río, entre los bejucos y, luego de que el agua se metiera bajo la tierra, saltar las piedras del cauce seco. Era una ruta difícil: exigía fuerza, equilibrio y una buena selección de la piedra donde poner el próximo paso.

Ahí la naturaleza decía, constantemente, que nosotros sobrábamos, no éramos animales pertenecientes a ese lugar. Teníamos que alzar la vista para ver la cima de las paredes de piedra a nuestro alrededor. Mario iba nombrando los pájaros que cantaban, hasta que apareció el que yo buscaba. Él se detuvo en seco, a la vez que mandaba a hacer silencio:

— ¿Lo oyen? Ese es el ruiseñor.

El canto de los ruiseñores es metálico, un sonido que recorre varias notas y que, en la imaginación, se figura como un arco desvanecido en fade. La fusión que resulta de ese trino y del sonido del arroyo, junto al de otras aves, hicieron que no nos sintiéramos solos en el lugar. Dos años atrás, Mario estuvo en casa de Alex con otro grupo, y nos contó que gran parte del cauce seco tenía agua aquella vez. En temporada de lluvias, habría que nadar durante varios momentos del trayecto.

Vista del cañón desde cauce seco del río.

Nuestra visita era corta: el domingo en la mañana saldríamos de regreso con la idea de estar esa misma tarde en La Habana. El día anterior, luego de descansar a la entrada de una cueva — Cueva del Indio, como todas las cuevas perdidas — regresamos. En la tarde llovió un poco y tuvimos que mover las casas de campaña para el portal y meternos a la cocina de Alex. Nos mostró algunas fotos de grupos anteriores y las palabras que le habían dedicado en agendas atesoradas como «libros de visitas». Conversamos con él hasta bien entrada la noche, compartimos nuestra bebida y le prometimos un futuro encuentro.

A la mañana siguiente cocinamos arroz para el almuerzo, desayunamos y, con un buen suministro de agua, nos adentramos en el cañón. No era el camino por donde habíamos llegado, pero, entre todos, determinamos que sería mejor eso que subir toda la montaña descendida el primer día. Esta ruta nos dejaba a escasos metros de la Autopista Nacional, donde podríamos embarcarnos, fácilmente, hacia La Habana.

Nuestro grupo junto a Alex el día que nos marchamos.

Luego de pasar la Cueva del Indio, el camino era nuevo para nosotros, pero los elementos se repetían: muros de piedra a cada lado, el concierto de las aves, la soledad humana, las resbalosas rocas del río. Cada cincuenta minutos nos deteníamos a comer galletas y tomar pequeños buches de agua. Al final nos detuvimos tres veces, por lo que estimo que hicimos el trayecto en dos horas y treinta minutos. Sin embargo, el tiempo nos era ajeno a nosotros, porque en la montaña esa linealidad no existía y, lo que para un reloj resultaba casi una hora, para nosotros no serían más que veinte minutos.

Mario nos había prometido que, en algún momento, veríamos charcos de nuevo, hasta encontrar un manantial. Así fue: el agua brotaba de la roca con una fuerza tal que le arrebataba a María Karla los pomos que intentaba llenar. Sin embargo, es posible que esa fuera el agua más pura que hubiésemos tomado. Vaciamos toda la que traíamos y nos reabastecimos allí. Sobre unas piedras cercanas nos sentamos a almorzar.

Lien me dijo en algunos instantes que el cielo se estaba nublando. Alguien más avisó de los truenos, que se escuchaban lejanos, pero nadie quería perder la oportunidad. La primera reacción al poner el cuerpo en contacto con el agua era un frío que pinchaba la piel. Agujas clavadas en la epidermis. Después los músculos se relajan y ese baño hace más que toda una noche de sueño reparador. De una forma u otra, el cuerpo no soportaba mucho tiempo dentro del agua.

Cuando iba a coger mi ropa, puse el pie sobre una piedra y resbalé. Elegí mal mi roca y perdí el control de mi estatura. Vi como la superficie negra de la piedra se acercaba a mi rostro hasta escuchar un definitivo «plack». Fue un golpe certero, una orden de silencio. Toda mi pierna izquierda se había estrellado, desde la rodilla hasta el pie. Betty, Daniel y Lianna todavía estaban en el agua y me preguntaban si estaba bien. Lien, frente a mí, hacía lo mismo.

Yo me quedé unos instantes en la posición en que caí y luego me puse en pie con la seguridad de que no podría apoyar la pierna lesionada. Contrario a todo, podía andar. Llegué despacio hasta el lugar donde teníamos nuestras mochilas y me vestí. Para entonces tenía una bola morada e hinchada bajo la rodilla, pero nada que me impidiera andar.

Aguas del manantial.

Las primeras gotas cayeron como una confirmación. Había que salir de allí lo más rápido posible. En menos de un minuto la lluvia era torrencial, y las montañas al fondo ya no se veían. Mario no recordaba muy bien el camino de regreso, pero había que moverse. Lien sacó una capa impermeable y llevó las cámaras. Todos nos moríamos de frío. Nuestras ropas pesaban y no podían absorber más agua. Subimos por un trillo marcado entre los árboles.

La cañada bajaba poderosa. Nos hundíamos en el fango y resbalábamos. Mario y yo íbamos unos metros delante del resto. Al llegar a un claro en el monte, él miró en varias direcciones buscando una buena ruta, pero yo sabía que no podía ver nada, en medio de tanta agua.

— ¿No sabes por dónde hay que coger? — le grité.

— Estoy un poco perdido.

Vimos un marabuzal, a la derecha, y decidimos adentrarnos por un camino que lo atravesaba. A la izquierda había una cerca y decidimos no perderla de vista, con la esperanza de encontrar una casa al final de ella. Avanzábamos agachados, temblando de frío y con todo lo de la mochila empapado. De vez en cuando sentía el arañazo de una espina, pero no había tiempo de detenerse, ni siquiera de mirar atrás.

Pronto tropezamos con una alambrada que Mario cruzó para ver si encontraba a alguien. Volvió y nos dijo que cruzáramos. Era una cerca que nos llegaba por encima de la cintura y hasta las rodillas. Realmente era difícil cruzarla, pero no había de otra. Nos dábamos gritos de que había que seguir.

Del otro lado, seguimos un camino que luego se convirtió en carretera, hasta que dimos con una bodega vacía y nos metimos ahí, a pasar el agua. Algunos exprimimos nuestros pulóveres. Comimos galletas mojadas y tomamos agua. Desde el primer día hubo avisos de esa lluvia y, por un momento, pensé en el agua que debía bajar por la carretera.

Formaciones rocosas en las paredes del cañón.

Luego de unos minutos bajo techo, pasó un tractor que llevaba en un remolque a varias de las personas que también estaban en el manantial. El chofer dijo que podía adelantarnos hasta un poco antes de la autopista. Para ese entonces la lluvia había amainado y todo parecía más fácil. Fatales nosotros, que tan pronto salimos de debajo del techo, el aguacero lo volvió a cubrir todo.

Aguantado a una cabilla de la estructura del tractor, los dientes me castañeteaban. Al llegar a su casa, esas personas nos dijeron que esperáramos bajo su portal a que escampase. Media hora más tarde estábamos caminando en dirección a un puente elevado que atravesaba la autopista. El sol era claro entonces y calentaba nuestros cuerpos. Con suerte, en pocas horas estaríamos en La Habana.

Por más que le sacamos la mano a guaguas — vacías o no — y camiones, nada paró. Decidimos caminar hasta San Cristóbal (unos cinco kilómetros) y esperar allí el tren del día siguiente. Habíamos andado un poco, cuando un camión cañero nos recogió. Mario y Betty fueron en la cabina con el chofer, y el resto detrás. Nos quedamos a la entrada del pueblo y seguimos haciéndole señas a los carros, hasta que todo estaba oscuro. Creo que, sin decirlo, teníamos la certeza de que no pararía nada.

El camionero nos ofreció su casa en caso de que no lográsemos embarcarnos, pero era bien tarde como para aparecernos donde un extraño y abusar de su hospitalidad. Entramos al pueblo y comimos en una cafetería en los alrededores del parque. Sentados en un portal, aprovechamos la señal telefónica y llamamos a nuestras familias. Les dijimos que todo estaba bien, y en verdad lo estaba.

La decisión de quedarnos en el pueblo fue definitiva y caminamos para ver dónde podíamos poner nuestras cosas y dormir. Finalmente, nos sentamos en el portal del museo municipal. Extendimos nuestras casas de campaña — sin levantarlas — a los pies de una construcción blanca, con columnas arcadas y techo con travesaños, de los cuales pendía una pesada lámpara de hierro. Los transeúntes nos miraban extrañados e, incluso, se paraban a hablar con nosotros. En menos de dos horas, todos dormitábamos confiados del custodio del portal aledaño y la cámara de seguridad que nos observaba.

Despertamos a las seis, con los zapatos todavía mojados. Comimos algunas galletas, tomamos agua, y salimos de nuevo para la autopista. El sol y el asfalto formaban un ángulo agudo, y las montañas frente a nosotros tenían los tiernos tintes de la mañana. Primero se fueron cuatro y después los otros cinco.

A las 10:00 a.m. del lunes, todos estábamos en La Habana. Hubiera querido parar a cualquiera por la calle y decirle: «siéntate que te voy a contar lo que me pasó este fin de semana». Pero eso no ocurrió; solo me quedan el canto de los ruiseñores y la certeza de que la Sierra del Rosario está viva y se despereza cada mañana.

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