Opinión

Lecciones de un domingo

La Cuba mejor que el socialismo postula tiene que llegar a la cotidianidad de la gente. Si tal aspiración se torna cierta, mucho se ganará en el ámbito de la rearticulación de los consensos…

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater

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Diseño: Alejandro Sosa Martínez.

Por Fabio E. Fernández Batista

El domingo 11 de julio la habitual tranquilidad cubana se vio interrumpida. Una serie de disturbios, cuyos ecos alcanzaron al lunes 12, sacudieron a varias localidades del país. Ciudadanos de diverso tipo salieron a las calles, con violencia y sin ella, a expresar su descontento.

Resulta a todas luces simplista conectar lo ocurrido, de forma exclusiva, con la articulación de un plan subversivo implementado contra el país. Tal posición llevaría a soslayar del análisis al conjunto de variables internas que tuvieron una alta incidencia en el estallido. Al mismo tiempo, constituye un acto de suma ingenuidad o de artera mala intención desconocer los múltiples indicios que apuntan a la existencia de un guion muy bien montado, detrás del cual se parapetan las fuerzas que desde hace años pretenden destruir al socialismo cubano.

Son estos tiempos difíciles en los que deviene necesidad extrema la profundidad de los análisis. Urge tomar en cuenta todas las variables que aparecen en nuestras circunstancias. Cualquier examen parcial que prescinda de ese afán de totalidad queda en deuda con el complejo contexto que vivimos. Lamentablemente, proliferan las interpretaciones que se afilian a los extremos y en las cuales la validación de un criterio ideológico ha primado sobre el propósito de objetividad inherente a la reflexión científica. Claro que nunca existirá en el examen de lo social esa mirada aséptica, mas en estos días mucha gente ni siquiera se ha planteado cómo deber ser la búsqueda de interpretaciones equilibradas.[1]

Para entender lo ocurrido en Cuba hace falta tomar en cuenta la convergencia entre lo estructural y lo coyuntural. En dicha confluencia está la clave que permite definir la configuración específica de los sucesos que a todos nos han sacudido. Al mismo tiempo, se requiere dialogar con dos temporalidades: con los plazos más pausados del tiempo medio y con el universo trepidante de los acontecimientos del día a día. Definir el peso específico de cada uno de estos elementos es otra de las grandes tareas del analista.

Si arrancamos por la estructura, ha de subrayarse una realidad que a muchos defensores del proyecto revolucionario les cuesta admitir: vivimos en una sociedad en crisis. Desde hace treinta años, y a raíz del hondo impacto que tuvo en el país la desaparición de la comunidad socialista, la Isla está marcada por fuertes contradicciones que se expresan en el sistema de relaciones sociales en el que nos movemos. Las penurias de la cotidianidad que golpean a grandes franjas de la ciudadanía, el agotamiento en lo económico del modelo estatista, las crecientes fracturas del consenso político y la reproducción de prácticas e imaginarios funcionales a la restauración del capitalismo son fenómenos que inciden, de manera abierta, en lo que somos como sociedad.

A lo largo de estas tres décadas no se han verificado en plenitud las políticas capaces de superar la situación arriba apuntada. La necesaria refundación del socialismo cubano aún espera su hora y en ello tiene alta responsabilidad la praxis del liderazgo insular. Si en la década del noventa del pasado siglo, y a inicios de la presente centuria, existió reticencia a reconocer la necesidad de los cambios y a materializarlos como expresión de un rediseño orgánico del modelo, los últimos lustros han sido testigos de la inconsecuente aplicación del programa de reforma[2] discutido popularmente, certificado por tres congresos del Partido Comunista y esbozado en la Constitución aprobada en referendo ciudadano.

Claro que no puede olvidarse que esta Cuba necesitada de cambiar no vive en medio de un armónico escenario. Por el contrario, el proceso de profundización de nuestra crisis ha estado acompañado por la continuidad de la hostilidad estadounidense, la cual se evidenció incluso en aquellos momentos en los que Washington sonreía convidando a un abrazo fatal. Asimismo, no son menores los riesgos que entraña la aventura de construir un socialismo distinto. Perder la ruta y desembocar en el pasado es un temor que a todas luces ha inhibido y ralentizado el despliegue de las reformas. Empero, se ha hecho evidente en estas jornadas que la inmovilidad, también hija de las viejas mentalidades ancladas al ayer y de la resistencia de la burocracia a modificar un statu quo en el que se siente cómoda, resulta más peligrosa que avanzar.

Ya en lo coyuntural puede afirmarse que nos ha tocado vivir bajo los efectos de una tormenta perfecta. El recrudecimiento del Bloqueo impulsado por Trump y hasta ahora sostenido por Biden, los devastadores efectos de la expansión mundial de la COVID -19 y los desajustes que trajo consigo la Tarea Ordenamiento dieron pie a la gestación de un enrarecido clima en la Isla. El desabastecimiento, las largas colas, la caída en la entrada de remesas, el colapso del turismo, el rebrote pandémico, la inflación y los apagones le dieron combustible a los disturbios de este verano. A todo ello hay que sumar la campaña impulsada contra Cuba, ya sabemos por quien, desde los soportes mediáticos más diversos.

Los sucesos del 11 y 12 de julio permiten hacer varias lecturas. Las fuerzas antisocialistas demostraron su capacidad para incidir en el espacio público y su disposición a tomar las calles. Al mismo tiempo, el proyecto de restauración capitalista exteriorizó la violencia como un recurso que está listo para utilizar, dentro de una estrategia en la que el caos juega un rol central.

La apuesta por el vandalismo y los llamados a una intervención extranjera ponen sobre el tapete los extremos que se pueden alcanzar al interior de la dinámica que aspira a abrir las puertas de la Isla a la “democracia”. Del lado de las fuerzas revolucionarias, destacó la pertinencia de su rápida movilización y la complejidad de las soluciones que anclan en el empleo de las fuerzas de seguridad del Estado. Desterrar a la inacción como proceder y el respeto riguroso de los derechos ciudadanos deben combinarse de forma creativa como mecanismo de resistencia frente a futuros episodios análogos a los aquí examinados.

Junto al combate en el terreno, la batalla de estos días también se libró –y se libra– en las redes sociales. Estas plataformas jugaron un papel importante en la creación del clima de tensión que aupó a los disturbios, al tiempo que resultaron el medio idóneo para la articulación movilizativa y la amplificación, muchas veces a través de fake news, de los hechos en curso.

Una vez más se hizo palpable que en tal ámbito cuentan con ventaja los enemigos del socialismo cubano, no solo por su conexión con los centros que controlan estos entramados mediáticos o disfrutan de prerrogativas operacionales en ellos, sino también por la posesión de un discurso amoldado a la perfección con las lógicas contemporáneas de la comunicación. La toxicidad de las redes es una realidad incontestable que no niega la necesidad de entenderlas como un imprescindible escenario para la acción en el que no conviene permanecer en actitud de riposta.

De nada vale el análisis de lo ocurrido si no se conecta este con las políticas que de inmediato deben implementarse. Estamos en un momento álgido en el que cualquier dilación constituye un riesgo para la continuidad del socialismo en Cuba. Toca de una vez tomar el toro por los cuernos. No hay más tiempo que esperar, no sirven ya las medidas paliativas de poca hondura. Cambiar o perecer, he ahí el dilema.

En primer lugar, corresponde llevar a la práctica las reformas que durante años se han discutido. La actualización del modelo y sus diversos correlatos –bien estudiados desde una perspectiva proactiva por nuestras ciencias económicas y sociales– no pueden continuar como un pendiente. De su plena plasmación, que no ha de deslindarse del combate frontal contra la corrupción y el burocratismo, depende el despegue de nuestra economía y la anhelada prosperidad que todos los cubanos reclamamos. La Cuba mejor que el socialismo postula tiene que llegar a la cotidianidad de la gente. Si tal aspiración se torna cierta, mucho se ganará en el ámbito de la rearticulación de los consensos.[3]

En paralelo debemos reconocer que el país cambió, entender que frente a la pluralidad creciente de nuestra sociedad no es coherente permanecer anclado a fórmulas políticas gestadas en otros escenarios. Tienen que naturalizarse el disenso y su expresión, todo ello dentro de un proceso de revitalización democrática que ha de tener por hoja de ruta el articulado de la Constitución recién aprobada. Fortalecer el entramado de derechos y garantías ciudadanas y potenciar el control popular a todos los niveles constituye otra de las vías para reconstruir la hegemonía socialista que hoy se ve impugnada.

Se requiere, de igual manera, desterrar prácticas fosilizadas dentro del trabajo ideológico, deshacernos de viejos esquemas anclados a realidades que ya no existen, romper con un discurso cuya eficacia comunicativa merma cada día. Es perentorio vivificar el funcionamiento de las organizaciones de la sociedad civil revolucionaria, en pos de convertirlas en instrumento efectivo dentro de la batalla de prácticas y sentidos que libramos. A su vez, resulta imperioso actualizar los códigos con los que se mueve nuestro entramado de medios, con el fin de acercarlo a las necesidades de información y expresión de la ciudadanía.

En resumen, es tiempo enfrentar con valentía las múltiples tensiones de la transición socialista, desde su comprensión como una gran batalla cultural entre las prácticas sociales del capitalismo –siempre listas para reproducirse y rearticularse– y los valores de la nueva sociedad en construcción.

El futuro de la Revolución como proyecto histórico depende de que estemos a la altura de la hora actual. Nada será fácil ni nos será regalado. En ninguna receta está la solución. Después de todo, mucha razón tenía Mariátegui cuando insistió en que el socialismo no puede ser calco ni copia sino creación heroica.

Notas:

[1] La crítica que aquí se expresa no niega, en lo más mínimo, la existencia de meritorios trabajos que han examinado los sucesos del pasado 11 de julio.

[2] El uso del término reforma para caracterizar los procesos de transformación acaecidos en Cuba durante los últimos treinta años resulta polémico. Desde lecturas sumamente conservadoras se le endilga contenidos peyorativos ajenos a la noción que se maneja al interior de las ciencias sociales. La identificación entre el concepto reforma y la corriente política llamada reformismo, muy denostada por parte de la tradición marxista, influye sin dudas en esta percepción. Un análisis riguroso de lo acontecido en la Isla en las tres décadas más recientes obliga a emplear el término referido, más allá de que este no haya sido incorporado por el discurso oficial.

[3] La noción de prosperidad que aquí se sostiene como horizonte no ancla en la reproducción mimética del paradigma consumista imperante dentro del capitalismo. No ha de ser la nuestra esa prosperidad metalificada de la cual renegaba Martí, sino aquella en la que el acceso a los bienes materiales esté acompañado por el crecimiento espiritual de los individuos. Asimismo, corresponde acoplar coherentemente los sueños que como nación construimos a las condiciones objetivas que se derivan de las circunstancias específicas que nos definen.

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