CAMBIAR EL CRISTAL

Maternidad

Este llamado de atención no es un pronunciamiento a favor o en contra de la maternidad. Cada mujer con su circunstancia, con sus expectativas, con su concepción de futuro y bienestar. No se trata de enjuiciamientos. El feminismo, en mi opinión, tiene un deber fundamental: no dejarse domar. Y ello hago.

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater

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Foto tomada de La Vanguardia.

Por Nueve Azul

Supuestamente te sonará el reloj biológico. Descuida, si no es ahora, después. Sentirás el instinto irrefrenable de ser madre. De parir un hijo. Tuyo. Para siempre.

Más tarde o más temprano, no te preocupes. No importa si no te sientes lista ahora. Ya vendrá. Todo llega.

Y así de manera sucesiva.

Mientras tanto, la angustia te está llenando la garganta de maldiciones y lágrimas (por eso sientes un nudo), porque ya, a estas alturas, lo que más quieres es que ese reloj biológico que dicen que tienes no suene, o esté averiado o solo se compadezca de ti y te escuche en tu diálogo interno con tu cuerpo.

Ah, pero ser madre es lo mejor que le puede pasar a una mujer. Lo dicen las madres con las caras tristes y cansadas, y aquellas a las que les ha ido mejor o peor con sus hijos. Lo dice tu madre. Entonces, ¿por qué no quieres? ¿Estás rota? ¿Por qué quieres un aborto?

Es el tiempo de que los demás — que no son tú — hagan la subasta de tus posibilidades, que te «facilitan» la maternidad: ya te graduaste, mamá puede ayudarte, te has animado a vivir la aventura del matrimonio o has sido de las poquísimas afortunadas que tiene una casa propia o con privacidad suficiente. ¿Por qué no quieres, si lo tienes todo? «Para eso no hay escuela», «Una nunca se siente lista», «Embúllate, niña». Y el mundo se te viene encima como suele hacerlo desde que descubriste que estás embarazada, desde que las pesadillas oportunistas comenzaron a enturbiarte el sueño.

Pero no quieres. No quieres. Ni ahora, ni por ahora. Te basta que otros lo vivan por ti y te lancen malos augurios y los «te vas a arrepentir algún día».

Pareciera que todo es fatalidad para las mujeres. Claro, las feministas nos hemos estado encargando de colocar las cartas sobre la mesa y hacer nuestras denuncias, parte por parte de la pirámide, micromachismos y muertes, y todo lo que se enmarca entre uno y otro. Entonces sí: mucho de lo que la sociedad ha tenido para nosotras es lamentable, y no el parto o la maternidad, sino la amenaza social que se enmascara tras ello es lo que nos concierne.

Hagamos un análisis global: ¿qué sabemos sobre la maternidad? Anda, pregúntale a la mujer más próxima, o a ti: ¿qué sabes? Sabes que es una asociación directa con la realización femenina (construcción social), que representa un orgullo extraordinario para todas las mujeres (construcción social), que es la mayor alegría y satisfacción que puede alcanzar una mujer (construcción social). Sabes, también, que la mujer que no tiene hijos es considerada como «rezagada» o «defectuosa». Que la que aborta varias veces es mal vista y tratada como una desvergonzada o indecente (desde hace siglos). Que quien no puede procrear es mirada con pena o compasión. ¿Sabes todo eso? Lo heredaste, como todo aquello que está ahí, que no ves, que incuso ni siquiera compartes contigo, mas cargas y acunas como lo inevitable. Te lo muestro si quieres, por si sirve para organizar lo necesario a tu alrededor, y crecer.

Desde inicios del milenio existe una «preocupación» que es, cuanto menos, interesante, respecto a las mujeres cuya maternidad no condicionaba una especie de sentimiento de arrepentimiento, culpa o frustración por el hecho de ser madres. Varias aproximaciones observaron el fenómeno: Internet había proporcionado la plataforma para extensas discusiones (ofensas y humillaciones) sobre el tema, varias investigaciones se habían volcado en explorar las determinaciones culturales y políticas de las emociones y el papel de las relaciones de poder en este sentido. Por otra parte, cobraban auge los estudios sobre la prevalencia de la depresión posparto y los factores de riesgo que condicionaban el trastorno.

Fue este un buen caldo de cultivo para estudios muy productivos sobre el significado de la maternidad para las mujeres. Alerta de spoiler: lo que se maneja colectivamente en torno a la maternidad es un entramado de construcciones sociales. A ello iremos:

Podemos afirmar que en la sociedad existe una tendencia a creer que tenemos una vocación natural a querer tener hijos. Vayamos a Pinterest. En el buscador: «fertilidad». Allí, los resultados oscilarán entre mujeres embarazadas o con sus bebés en brazos (menos, con hijos ya crecidos) e imágenes asociadas a la naturaleza. El origen se encuentra en la relación establecida a través de la historia entre el cuerpo femenino (la mujer como generadora de la vida) y la Madre Naturaleza. También está el potencial reproductivo de la mujer, uno de los elementos fundamentales que no se ha tenido en cuenta con suficiencia a la hora de investigar la división sexual del trabajo y la acumulación del capital.

¿Qué nos queda? Comprender que la valoración de las mujeres que nos ha sido inculcada nos atrapa en las redes de la maternidad, y es considerado como antinatural cualquier desplazamiento que nos aleje de concebir y parir. Voy a decir que el capitalismo y las políticas neoliberales se han unido a ello y el producto (de pésimo gusto) es una mujer que tiene cierta voluntad interior de ser madre, incluso sin saber por qué. Hoy, muy a pesar del discurso de libertad de elección y decisión sobre nuestro cuerpo, persiste el fenómeno del «¿Cómo llegué aquí?» de muchísimas mujeres que manifiestan no tener idea de por qué se convirtieron en madres o tuvieron segundos (terceros y cuartos) hijos.

Es fácil ver la dualidad: mujeres cuya relación con la maternidad ha sido o es ambigua o ambivalente: quisieran, pero no tanto; o, simplemente, se lo pensarían dos veces ante una hipotética y añorada presencia del genio de la lámpara que las convirtió en madres. Eso, por una parte. Por la otra, chicas empoderadas (porque, sin dudas, han aumentado nuestras posibilidades de estudios y empleo remunerado y, así, nuestra independencia) que pueden decidir no tener — o tener — hijos; de manera tal que el tránsito mujer-madre pudiera verse como un cambio de dimensión de vida, en función de expectativas y deseos.

Sin embargo, es eso lo que debería presumirse. Porque también, «por supuesto», las mujeres tenemos el reloj biológico semi-acosador del que hablaba al principio. Vale siempre sospechar de todo. Vale sospechar de lo contado y explorar lo oculto. Dudemos, amigas mías, de la sociedad. Nos han hecho promesas de éxito con nuestras parejas si decidimos tener hijos, de la posibilidad de subsistir solas y heroicas frente a las adversidades si somos solteras. Nos han hablado de la consagración, de la forja del carácter que implica ser madre, y que se retribuye en la fidelidad eterna de nuestros hijos, su compañía incondicional en la vejez, la preservación de nuestros genes, la continuidad.

Dudemos. ¿Cómo son vistas las mujeres sin hijos? Fracasadas, egoístas, trastornadas, menos femeninas, inmaduras. En el caso de que no lo hayan decidido por una u otra circunstancia, hay para ellas un recelo compasivo, lastimoso. Y nos mandan al doctor. A cualquier doctor. A que nos ayuden, porque no es así «como debería ser», so pretexto de paliar el vacío y el tormento que provocaría una vida sin hijos.

Haré la salvedad: no todas las mujeres, ni las actitudes, ni las circunstancias son las mismas. Porque somos entes contextuales y ello nos conduce por caminos fluctuantes e inespecíficos a efectos de un texto como este.

Interrumpir un embarazo, por ejemplo, no constituye muestra fehaciente del no deseo de ser madre, por la multiplicidad de presiones a las que podemos vernos sometidas, y la maldita circunstancia, claro. Pero puede significarlo, como el tener una carrera que compromete de forma profunda el rendimiento físico o el tiempo disponible. Las disuasiones sobre ser madre pueden ser muchas, y los impulsos, otros tantos.

Ojito entonces con las incitaciones a la procreación. No son necesarias, llevamos años viviendo en una sociedad natalista y nos basta con las influencias externas que operan silenciosas desde que somos niñas a través de relatos que estimulan la procreación.

Habría que pensar, quizás, por un momento, en los niños. En los padres. En todos los que nos acompañarían — o no — durante la maternidad. Los que deben hacer su mitad. Los que tienen que colaborar, o comprender, u obedecer. Habría que meditar con serenidad cuántos renunciamientos median, cuántas aspiraciones cambiarían de rostro, cuántas ilusiones de retener a alguien asoman su cabeza detrás de nuestra decisión. Digo con serenidad, porque nuestros hijos no son nuestros, ni la dependencia es buena, ni debemos estar solas.

Este llamado de atención no es un pronunciamiento a favor o en contra de la maternidad. Cada mujer con su circunstancia, con sus expectativas, con su concepción de futuro y bienestar. No se trata de enjuiciamientos. El feminismo, en mi opinión, tiene un deber fundamental: no dejarse domar. Y ello hago.

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