No es país para flacas

Asumir una dieta para bajar de peso puede tornarse algo verdaderamente complicado para una chica cubana. ¿Cuestión de economía o de fuerza de voluntad?

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater
6 min readDec 18, 2019

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Autora: Liudmila Peña Herrera

Buscando información para un ensayo que debía entregar al día siguiente, leyó en una página que hablaba sobre la crisis política en Bolivia, sin querer, el siguiente titular: «¿Conoces los 11 alimentos que no debes comer si estás haciendo dieta?» ¿Los conocía? Creyó que sí, pero la curiosidad es, a veces, mala consejera. Ni lo dudó: inmediatamente dejó de pensar en el texto que preparaba y enfocó toda su atención en la web que acababa de abrir, en la cual se detallaban aquellos 11 alimentos que debía prohibir completamente de su dieta a partir de ese minuto.

Con la información delante, agarró la libretica que usaba para anotar las tareas pendientes cada día para no olvidarse de nada y escribió un «NO» bien grande y subrayado. Debajo anotó solo las nueve que ella ingería cotidianamente: azúcar, alimentos procesados — salsa de tomate, sobre todo — (con esa no tendría problemas porque ni la gastritis ni el desabastecimiento comercial se lo permitirían), edulcorantes artificiales, todo lo frito, pan y lo que contuviera harina, cerveza –¡cerveza! ¡cómo le gustaba la cerveza! –, sal, pizza y helado.

Bien, estaba escrito. Ella lo sabía, era consciente de que no estaba haciendo las cosas bien. Había dejado de comer un poco de arroz en cada comida y había reducido el pan solo a una «dosis» en las mañanas. Pero después le daba hambre a eso de las 10:30 a.m. (¡3 horas antes del almuerzo!) o a las 12:00 a.m., mientras preparaba algunas clases antes de irse a dormir al filo de la madrugada, y entonces se atarugaba de lo primero que encontraba en el refrigerador: dos o tres galleticas de chocolate que le había comprado a la niña, o medio vaso de leche en polvo ligada con azúcar blanca o refinada y, cuando el hambre — o la ansiedad, no sabe bien — era demasiado grave, atacaba hasta un pedazo de pan si lo encontraba.

Pero ahora no. Gracias a la crisis política en Bolivia y a los editores de aquella web extranjera que habían introducido una publicidad sobre dietas en medio del texto, acababa de decidir que tendría que cambiar su estilo de nutrición.

Ella nunca había optado por esas dietas famosas que inundan Internet: la de la luna, la del limón, la del agua, la del huevo… Las había oído mencionar, pero ella, toda una profesional con grado científico, no se daba el lujo de estar creyendo en esas cosas.

Siempre prefirió establecerse límites para comer, pero no había dudas: los había rebasado todos. Y como estaba cansada de que lo primero que le dijeran sus amigas a las que no veía hacía años fuese: «¡Mi’ja qué gorda tú estás!», como si ellas no tuvieran espejo para mirarse mejor; y como rabiaba cada vez que alguien le preguntaba si estaba embarazada otra vez — ¡hasta su jefe se lo había preguntado hacía poco! — ; y como ella sí se miraba al espejo… se dijo: ¡BASTA! y con eso bastaba.

Salió resuelta de la Facultad, pasó por un agro, compró todo el vegetal que pudo y se montó satisfecha en un P-12 repleto de hombres sudados y mujeres desmaquilladas que volvían a su casa después de una jornada de trabajo. Los miró detalladamente y los vio tan campantes y alegres con sus abdómenes abultados y grasientos que pensó, para infundirse un poco de autoestima, que lo de ella no era grave. Sin querer, su vista se posó particularmente en un gordo que ostentaba cinco centímetros de barriga blanca y «desmerengada», al descubierto, porque el anchísimo pulóver no alcanzaba para cubrirla completa, y pensó entonces en la relatividad de la felicidad.

Todavía estaba dándole vueltas a esos pensamientos cuando la guagua paró justo en el semáforo donde ella siempre le pedía al chofer que le abriera la puerta y el hombre, que ya la conocía, le hizo señas dando palmadas y un gesto de hasta cuándo, mi’jita, para que se apurara. Dando tumbos con la jaba en la mano derecha y la cartera apretujada entre el seno izquierdo y la parte posterior del brazo, bajó alocadamente gritando un «Gracias, chófer» que, posiblemente, el conductor ni escuchara.

Cruzó la calle, apuró el paso, pero seguía pensando en lo mismo, y en que el 2020 no la podía ver en el mismo estado de abandono personal, que si los hombres se fijan en eso, y en lo mala que está la calle y en que hay que cuidar lo que se tiene, aunque tu marido no haga chistes sobre las grasitas que te sobran o el pantalón que casi no te cierra. «¡Por Dios, tengo que volver a empezar a hacer la dieta hoy!», se dijo ya abriendo la reja de la casa.

Y allí, en su propia casa, parecía que le estaban probando su fortaleza mental, su capacidad de determinación, su equilibrio emocional. Cuando cerró la puerta tras sí y soltó la cartera y la jaba encima de la mesa, de detrás de una columna aparecieron el esposo y la hija gritando: «¡Sorpresaaaa!», con una pizza familiar y un pomo de refresco de cola en las manos.

«Mira, mi florecita, para que no tengas que cocinar hoy». No sabe si lo miró con odio, si le gritó algo o se limitó a farfullar entre dientes lo que estaba sintiendo en ese momento. No puede — o no quiere — recordar. Dicen que el rostro se le puso tan rojo que parecía que iba a explotar y después de unos segundos rompió en llanto, un llanto que llegaba y se iba de pronto, y que le costó unos cuantos meses superar, hasta que comprendió que la culpa no era del marido que le compraba pizzas para tener un detalle romántico, ni de los alumnos que le llevaban refrescos para que merendara entre una clase y otra como gesto de agradecimiento, ni de ella misma que se zampaba un pan con jamón y queso o una hamburguesa cuando se le quedaba el pozuelo de la comida encima de la mesa de la cocina, o de Coppelia por tener variedad de sabores después de la reapertura, o del flan riquísimo que ella misma había hecho para que la niña merendara…

La culpa estaba escondida entre los puestos de los agromercados, donde una chica como ella, tan profesional, tan científica, tan profesora y taaaan gordita, iba a comprar frutas para tener merienda sana y dietética en la semana y solo encontraba guayaba y frutabomba — la primera prohibida para ella por el estreñimiento, y la segunda jamás le había gustado si no era en dulce con bastante almíbar — .

La culpa la tenían tantos cuentapropistas con sus cafeterías coloridas y limpiecitas donde todo el carbohidrato de Cuba le gritaba desde las vidrieras o los menúes: «¡Cómprame, cómeme!». ¿Por qué no vendían un pedazo de piña en cada esquina, o un coctel de frutas, o un jugo natural con poca azúcar?

Después de aquel ataque de llanto — o de pánico frente a una pizza — ella estaba casi segura de que la culpa no era suya y que como era más fácil encontrar todas las tallas L que una quisiera en vez de comida baja en calorías, lo mejor era tirar las armas y optar por otra talla de blusa y pantalón. «Más claro, ni el agua: este no es país para flacas», se dijo mientras se comía entretenidamente una galleta rellena con crema y terminaba otro ensayo que le habían encargado de la revista para la cual colaboraba.

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