CAMBIAR EL CRISTAL

Que me quemen en la hoguera

En los últimos años el tema de los derechos sexuales no solo ha experimentado un mayor auge frente a los debates previos, sino que ha sido más efectivo y obtenido resultados visibles.

Redacción Alma Mater
Revista Alma Mater

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Diseño de portada: Kalia León

Por Nueve Azul

«Nominar es un acto político»

Pierre Bordieu

Una hermosa mañana de abril de principios del siglo pasado, Victoria y Ursulina llegaron en un coche de alquiler a la casa de la partera, cordial habitante del capítulo diez de la parte segunda de Las Honradas, de Miguel de Carrión. Victoria, en realidad, no era una chica fuera de la norma de esa época, de esta ni de ninguna: quería abortar como lo han querido muchas a lo largo de la historia y, corriendo los riesgos que se precisen, han ido a por ello. Pasa, sin embargo, que no se han de correr «todos los riesgos que se precisen».

El aborto — que puede ser inducido o espontáneo — es la interrupción de un embarazo. Puede ocurrir la muerte del feto por disímiles causas, y se habla de ausencia de latidos que indican un aborto espontáneo. Cuando esta muerte fetal se induce farmacológica o quirúrgicamente, se trata de un aborto inducido. Debo confesar que vacilé en hacer la precisión de «en una institución médica o de forma clandestina». La vacilación no es vana: no todos ocurren en las mismas condiciones. Primero, nuestros infalibles cálculos básicos: si el aborto no es legal en todos los territorios, entonces hay mujeres que se hacen abortos ilegales, ¿no?

En los últimos años el tema de los derechos sexuales no solo ha experimentado un mayor auge frente a los debates previos, sino que ha sido más efectivo y obtenido resultados visibles. Se ha conseguido despenalizar en una cifra considerable de países, aunque no se encuentra exonerado de un conjunto de restricciones y «ajustes» que siguen vejando los derechos de las mujeres. Despenalización y legalización no implican las mismas dosis de seguridad y acceso para nosotras.

El punto de partida es que si el aborto no es legal, entonces los mecanismos para interrumpir un embarazo no están creados a nivel institucional. Luego, el aborto ilegal es siempre un aborto inseguro. Aquí comienzan a complicarse las cuentas.

Los primeros acercamientos «oficiales» a la temática provinieron de profesionales de la salud, del derecho y demógrafas y demógrafos que construyeron las bases de la concepción del aborto como un asunto institucional. No obstante, las luchas por su reconocimiento como un tema político se han enfrentado a lo largo de casi un siglo a los infranqueables discursos de un sistema ideológicamente blindado, aunque con presupuestos harto cuestionables.

Hoy hablar del tema es acceder a introducirse en una madeja de contradicciones e incertidumbres: después de décadas, se han experimentado avances y retrocesos que, amén de los lugares comunes, pudieran poner en entredicho qué rayos han hecho las muchas generaciones de feministas que se han pronunciado al respecto.

La verdad es que esa es una de las aristas, pero no es el asunto en sí. El feminismo es una propuesta que no está al margen de incomprensiones internas, disonancias y faltas de entendimiento sobre cómo abordar esta u otra causa, o a quiénes pertenece, y en fin. No depositemos toda la carga de lo-no-resuelto-del-todo en las espaldas de quien se opone al curso natural de una Historia deforme y sin promesas.

Pensemos en el problema: el derecho a abortar. Un aborto ilegal somete a las niñas y a las mujeres a riesgos reducibles. La visión de que es un acto criminal (sustento de argumentos fundamentalistas, presupuestos religiosos — una y otra cosa no son excluyentes — y los racimos de países que ilegalizan las IVE) es el producto directo de la sacralización de la maternidad. Baste decir que la reproducción biológica — incluso cien años después de Victoria, Alicia y todas las mujeres no tan ficticias de Carrión et al. — es una forma de esclavitud. Y que me quemen en la hoguera. ¿Qué demonios hacemos a estas alturas hablando de vida en medio de guerras y aniquilaciones, maltratos, experimentos con animales, violencia en todos los niveles y asesinatos cuyos principales perpetradores son hombres? Es cierto que las mujeres poseemos el inmenso privilegio de ser madres, pero es nuestra elección en tanto — y parece de tontos esta reflexión — es nuestro privilegio. No nos debemos a órdenes o directrices demográficas.

Nuestra decisión de abortar, ya lo he dicho, también nos pertenece. Privar a una mujer de ejercer la soberanía sobre su cuerpo y su futuro es, como explica Mabel Bellucci, un homicidio encubierto:

a) porque se incentiva al suicidio femenino: Incluso cuando se preserva la vida, ocurre una extraña «sustitución» de la mentalidad femenina por la maternal con la que no pocas mujeres permanecen descontentas a lo largo de su vida;

b) porque se incurre en infanticidio: abandonos, rechazos, violencia…

c) porque se proveen condiciones para la muerte por enfermedades infecciosas. ¿Acaso olvidamos el bicloruro de mercurio, los brebajes tóxicos, los percheros y agujetas introducidos en el útero?

Las mujeres de menores recursos son quienes sufren las consecuencias de los abortos inseguros. Quienes pueden permitirse la interrupción de un embarazo en países donde se ha despenalizado no discurren por esas complicaciones asociadas a la clandestinidad del procedimiento, pero con su inacción legitiman y reafirman la brecha de desigualdad e injusticia.

Abortar ha sido — y me atrevería a decir que aún es — una práctica muy íntima. Persisten tabúes en torno a quien se lo practica. Nosotras mismas huimos de las palabras, como huimos del sistema. Nosotras «salimos de eso» o «nos lo sacamos». Nos resulta difícil decir «aborté» sin que lluevan cuestionamientos a la mala madre en potencia que nos interpela incluso a nosotras mismas. Ah, pero el asunto trasciende la intimidad y se convierte en una responsabilidad política cuando hablamos de las miles de mujeres que en la actualidad siguen siendo las Victorias de sus lugares, siguen buscando comadronas que eliminen el tedio y el horror que genera no querer ser madre y no tener opciones para evitarlo.

La diada concepción-aborto se produce en un espacio privado cuyas consecuencias se extrapolan de inmediato al espacio público porque son las instituciones las responsables de velar por los posibles caminos por los que ha de transitar la mujer. Por si fuera poco, no es común ver en las áreas de espera de las salas de aborto a hombres que han acompañado a sus chicas. Siguen siendo amigas, madres o familiares quienes cumplen ese papel. Tampoco los procesos de interrupción voluntaria son encabezados y llevados a cabo por mayorías femeninas en los equipos médicos, ni la toma de decisiones a nivel gubernamental privilegia a las mujeres en la composición de los grupos de trabajo. Son hombres hablando de qué hacer con los cuerpos femeninos, o ignorándolos y dejándolos a la deriva.

En el orden social, debemos asumir además que no existe suficiente educación sexual en etapas tempranas de la vida, ni anticonceptivos disponibles, ni conocimiento sobre estos. Hay factores que han hecho crecer el número de abortos, sí. Las mujeres también hemos dicho no a la maternidad compulsiva y priorizado expectativas y propósitos más parecidos a nuestras respectivas realidades individuales, pero también se ha cedido un espacio que no es negociable al desconocimiento y la ambigüedad, los vacíos en las leyes, las prerrogativas de los ministerios frente a la ciega y parca Justicia (otra que debería dejar de barrer debajo de la alfombra en temas feministas) y las libertades de los grupos de poder frente a las individuales o, digámoslo con mayor propiedad: a nuestro derecho a ser libres.

La interrupción voluntaria del embarazo, en primera instancia, ha de ser un proceso seguro y legal, al alcance de todas nosotras. La única condición posible es nuestro consentimiento.

Voy a poner la teja, para si anda algún antiabortista por ahí: los derechos humanos, su escudo de defensa, es también un truco efectista. La labor debería extenderse más allá del feto y alcanzar la apuesta por la vida, la educación, la emancipación. La lucha no ha de ser contra nosotras, sino un esfuerzo por proveernos las vías para ejercer — si lo deseamos — ese privilegio de engendrar. Si lo deseamos.

«La mujer es siempre la víctima», le dijo la partera a Victoria, en la salita de espera. Victoria estaba lúgubre, serena y sola. Esas emociones, contradictorias, sí, y no tan ajenas, me dejan sin saber cómo terminar este texto. Lo regalo entonces a Tununa Mercado, y a todas las mujeres que han sabido elegir lo que quieren:

«Nadie quiere el aborto (…). Si hubiera que ser absolutamente sinceros, nada se quiere tanto como el aborto. Cuando una mujer ha decidido no tener un hijo, no ser madre, no parir, no reproducir y queda embarazada, lo que más quiere es abortar, y en esas circunstancias no hay nada que la amedrente. Va como un ariete a casa del partero, quiere abortar cuanto antes, el tiempo conspira en contra de ese deseo y esa necesidad de no procrear, lo quiere hacer ya mismo. Lo que no quiere es morir, como no querría morir quien se somete a cualquier intervención de bajo riesgo. Lo que no quiere es que, al privársela de atención médica, se la esté obligando a gestar contra su voluntad».

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