Réquiem

Hablar así de lo que fuimos me recuerda a esa gente que emigra y liquida todos los enseres de su casa, desde los muebles hasta los vasos, desprendiéndose de una vida, mitad por decisión, mitad por necesidad. Rebuscar en sus cosas, irrumpir en su intimidad, termina convirtiéndose en un acto inescrupuloso para el comprador y levemente humillante para quien vende…

Laura Serguera Lio
Revista Alma Mater
6 min readFeb 14, 2022

--

Foto: Elio Mirand

Por Laura Serguera Lio

Leyendo lo que él le escribió a ella — y que me recordó tanto a lo que tú me escribías a mí — me di cuenta de que ya no estaba enamorada. Fue muy específico y un poco terrible, como todas las certezas: aquello me llevó a los días aciagos en que verte a través de una ventana a muchos metros del suelo era mi única conexión con el mundo, en que decíamos cosas breves y definitivas sin saber bien aún qué significaba lo definitivo y en que me amabas de una forma extraña que a ratos se parecía a una canción de Silvio. Sabes bien qué texto y qué canción, por supuesto que no generalizo. De él, no hablemos, es solo una excusa para escribir(te) esto.

Días antes le había preguntado si estaba enamorado de ella y me respondió una de esas frases salvadoras que solemos decir para no admitir y terminan siendo más reveladoras que un sí. Entre tantas cosas que quiso saber de nosotros no preguntó si todavía te amaba y yo intenté dejar claro de muchas formas que era una historia concluida, cada vez que un hecho amenazaba con delatar lo reciente de ese reconocimiento — para algunos, reciente suele ser sinónimo de reversible. No hay nada reversible entre tú y yo, y me di cuenta entonces, cuando por primera vez pensé en la posibilidad de que ese hombre escribiera en algún momento sobre mí antes que en el hecho de que tú ya no lo harías. Y me sentí un poco traidora, mucho más que cuando besé a otro. Pero no hay traición, querido, en lo que a nadie le importa, y sentir a través de esas palabras ajenas lo que había sentido ya, de una forma desvaída y melancólica, parecida a la resignación y no a la nostalgia, me hizo entender que este es un camino demasiado avanzado para retroceder.

No me malinterpretes: en ocasiones pienso que serás el último gran amor de mi vida, en ocasiones — cada vez menos — también pienso que hay un mundo posible donde somos felices y funcionales… pero los dos sabemos que no es así y hemos aprendido a vivir con ello. Con suerte, un poco sí serás el último: el último al que ame de esa forma demoledora y autodestructiva, el último al que siempre ponga por delante, el último a quien le perdone lo imperdonable, el último a quien intente convertir en lo que no es, el último al que me abrace cuando desee irse, pensando que quedarme con alguien que no quiere estar es mejor que quedarme sola…

Estar sol(ter)a y con gatos me ha hecho darle demasiadas vueltas a cosas que llevaba tiempo posponiendo. Ando, quiero creer, cuestionándome todo lo que puede ayudarme a deconstruirme y, cada dos por tres, tropiezo con estructuras, patrones, sentidos que me han sido impregnados… pero al menos ya los reconozco.

Por supuesto, no comenzó contigo. Tenía nueve o 10 años la primera vez. La primera vez no fue realmente la primera, porque tuve un enamorado en el círculo infantil al que puse contra una reja y le pedí que dejara de mirar a otra niña, porque tuve un amiguito en preescolar que me hacía dibujos e iba a mi casa a jugar, porque tuve un noviecito casi todo primer y segundo grado que me regalaba accesorios de Barbie por mis cumpleaños y cuya madre siempre me guardaba chucherías, porque después me obnubilé con un muchacho cuatro años mayor, a esas edades en que cuatro años son una vida. Pero la primera vez, de verdad, fue en 5to grado.

¿Ves? No puedo escribir esto sin pensar en la sexualización de las infancias, en los adultos influyendo en que los niños imiten relaciones tan distantes de su naturaleza, en mi preocupación infantil por nunca haber besado a los ocho, a los nueve, a los 10. En mi satisfacción por hacerlo a los 11, antes de entrar a la secundaria, aunque el sentimiento predominante haya sido la vergüenza.

Divago. Yo era una chiquilla mandona y un poco sabelotodo, de pelos lacios y espejuelos, que se enamoró de verdad, por primera vez — ahora sí — , de un niño de ojos oscuros que le firmó un Chismógrafo con mala letra, pero una ortografía impecable. Él, como casi todos los que vinieron después, no me correspondió, pero empecé una ruta de amor/admiración a varones siempre más grandes, siempre seguros de sí mismos, siempre inaccesibles… que me dirigió a 300 kilómetros por hora y de cabeza contra al mito — ¿muro? — del amor romántico. Me enamoré en bucle, como suele suceder, de personas que construía a imagen y semejanza de ideales imperfectos y aún así irreales y, más que de ellos, del sentimiento de estar enamorada.

Estar enamorada, para mí, era sufrir por amor. Amor sencillo se igualaba a amor mediocre, así que el elemento sine qua non del romanticismo era la existencia de una fatalidad incompatible con el desarrollo de una relación sana: que yo no les gustara lo suficiente, que nos separaran varios años, que estuvieran emocionalmente dañados… Y así, de un modo un tanto masoquista, los fui amando a todos hasta llegar a ti.

Contigo, entre tanto que soñé estremecer — periodismo, sexo, capitalismo, patriarcado… — no alcancé a alterar la forma de amar. ¿Cuántos 14 de febrero pasamos juntos? ¿Dos? ¿Tres? Recuerdo el primero y el último, pero creo que hay uno en el medio — seguramente uno en el que éramos mediocremente felices — que no logro rememorar.

Es un cuadro muy repetido el de nosotros hace un año: sacamos la mesa a la azotea, pusimos velas que el viento apagaba, nos vestimos cual si fuéramos de fiesta y comimos y bebimos mientras nos contamos cosas nuevas y sabidas, como si el amor estuviera en fingir que no se había acabado. Lo cierto es que sí. Sí se había acabado y sí era un acto de amor enorme, por parte de ambos, ese último intento triste y esperanzado de que funcionara. En realidad, nunca funcionó demasiado bien, pero nos empeñamos, porque los dos escogimos mal, pero escogimos conscientemente al otro, con todos los valores que compartíamos y los defectos que nos hacían incompatibles.

Hablar así de lo que fuimos me recuerda a esa gente que emigra y liquida todos los enseres de su casa, desde los muebles hasta los vasos, desprendiéndose de una vida, mitad por decisión, mitad por necesidad. Rebuscar en sus cosas, irrumpir en su intimidad, termina convirtiéndose en un acto inescrupuloso para el comprador y levemente humillante para quien vende. ¿De qué se manchó la esquina de esa silla? ¿Cuánto tiempo tiene esa plancha? ¿Se le quitará el olor a humedad a las cortinas? Un atentado al pudor, como esta declaración mía, que exhibe lo peor de nosotros y deja de lado los libros dedicados y los poemas desnudos en la cama, el juego de ajedrez, los waffles, aquel amanecer…

No te lo tomes a mal, esto no va de ti. Va de mí, amándome más ahora que puedo, quizás porque me paso sola un 14 de febrero, por primera vez, en un buen tiempo. Ojalá que no, y sea que de verdad he aprendido a ponerme por delante, a autocuidarme, a dejar de depositar expectativas en los demás y a vincular amor con dolor…

En cualquier caso, mientras encuentro estados cursis y felicitaciones más o menos originales, mientras mi Instagram está lleno de sorteos y maldigo a cada persona que transforma una festividad raigalmente de parejas en “el día del amor y la amistad”, mientras veo alertas sobre actitudes tóxicas en las relaciones románticas y llamados al amor propio, mientras me cuestiono las formas más sanas de amar, la monogamia, los sacrificios, la entrega… mientras leo y creo en el “amor romántico compañero”, que es una utopía que sostenemos las feministas heterosexuales para pensar que una pareja horizontal con un hombre es posible, mientras descargo una comedia de amor noventera que él me recomendó y veré esta noche, mientras te escribo… entiendo que la soltería — o la soledad — , esconde también anhelos y solapa nudos de ese tapiz que aspiro a destejer y que, seguramente, volveré a trenzar con mil enredos la próxima vez que ame. Mas, por ahora, tener la voluntad de desatarme de ellos, al menos un poco, al menos un rato, es un buen comienzo.

Y, no te equivoques, hay tanto que echo de menos… pero soy consciente, de veras consciente, de que no me falta nada, de que no necesito las endorfinas de la presencia ajena y casi siempre prestada, de que no estoy de luto por nosotros ni requiere cura alguna esta agonía tan larga, de que, por una vez, no necesito amar para sentirme completa… y ese, ese, es el descubrimiento más feliz.

--

--

Laura Serguera Lio
Revista Alma Mater

Viviendo en esa delgada línea entre la estabilidad mental y el aburrimiento. A veces el caos se impone, entonces escribe.