ASIMETRÍAS

Sofía Miragaya frente al mar

En esta nueva entrega de Asimetrías te proponemos la voz narrativa de una joven escritora, recién egresada del 22 Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso; quien también transita por los caminos del Periodismo.

Yoandry Avila Guerra
Revista Alma Mater

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Diseño de portada: Melissa Ayala.

Por Yoandry Avila Guerra

En esta entrega de Asimetrías te proponemos la voz narrativa de Sofía Miragaya Bacallao: estudiante de Periodismo en la Universidad de La Habana; y recién egresada del 22 Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.

Sofía ha colaborado con medios como las revistas El Caimán Barbudo y Juventud Técnica (textos periodísticos suyos también han sido publicados aquí en casa, en Alma Mater); trabajos suyos han sido replicados en espacios y páginas especializadas en temáticas culturales, como el sitio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

En 2019 se graduó del Curso Broadening Horizons de Oxford Royale Academy, en las categorías de Periodismo y Escritura Creativa. Mientras, en 2022, se alzó con el premio del Concurso Relatos Breves por la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.

Cuentos suyos integran las antologías Alta Definición (2020) y Nudos (2021). Precisamente, de este último volumen, que compila obras narrativas en las que el mar es un leitmotiv, te traemos Los extraños:

***

Los extraños

Su aliento sobre la nuca la despierta.

Lo había conocido en la neblina del tequila y las canciones baratas, en un antro de viernes por la noche. El abrigo de cuero descansaba sobre unos hombros anchos. Fumaba. Se miraron, tragos en mano, hasta que él se acercó y entre el humo en espirales le dedicó la introducción de siempre.

A Rebeca alguna vez la llamaron bonita, seductora, interesante. Ahora solo estaba buena, buena en sus ojos hundidos y sus labios secos. Eso fue lo que dijo el extraño: Bebe, estás muy buena, ¿quieres ir a otra parte?, y ella había respondido que sí.

Ahora queda el vestigio del placer, la resaca como un beat arrítmico. En la cama, un hombre aún dormido, murmura nombres femeninos que no son el propio, abre sus ojos, la mira complacido con sí mismo: Me tengo que ir. Hay café en la cocina, dice.

Rebeca termina por levantarse. Alza la cafetera bien alto para observar el recorrido del líquido hasta la taza, lo saborea encantada mientras pasea por el estudio-apartamento. Al extraño le gustan las pinturas a lo Andy Warhol, mujeres desnudas repetidas en azul, rojo, verde. Las observa y se observa a sí misma, son demasiadas para un hombre que se marcha sin dedicarles un simple adiós. La puerta se cierra tras él y una de ellas, la naranja, cae al suelo.

Ella coloca el cuadro sobre el sofá y le planta un beso en la mejilla, se viste con una camisa y unos pantalones deshilachados. Las botas dejan marcas de fango sobre la alfombra gris, las escaleras, el metro que lleva tres estaciones arriba, el paseo que bordea el mar. Son muy cómodas estas botas, le hacen fácil el trayecto a casa, sin embargo, no se apresura, en su apartamento no hay más que muebles y polvo.

Toma asiento en el muelle, cerca de un bote abandonado. Sus piernas tiemblan a causa del frío. Ella frota sus manos para calentarlas, y abotona la chaqueta para guardarlas dentro de los bolsillos.

El agua viene y va. En medio de un perfecto silencio recuerda la noche anterior: besos que desde el cuello, el pecho, bajaron hacia otras latitudes. Otro día hubiera sonreído, reído de sí misma al menos.

Una ola deja pequeñas gotas sobre su chaqueta. El mar insiste y esta vez le moja el cabello. Cualquiera diría que me está retando, piensa Rebeca, después suspira, como si la suerte estuviera echada.

Entra al agua, y el principio es devastador, le toma un tiempo adaptarse. Mira a su alrededor, todavía sin creer del todo su poca cordura, las algas le hacen cosquillas sobre la piel, el agua le nubla la mirada, el plano entre sus brazos que se mueven a favor de la corriente es denso y oscuro, casi tenebroso.

Persigue a un pez hasta el fondo del mar y descubre el cuerpo sin pulso de un náufrago con piel a tiras y medallas al pecho, un soldado perdido en la sombra. A Rebeca la asalta el respeto, quiere hacer el saludo de la mano sobre la frente, agradecerle su sacrificio, pero no es más que un hombre. Otro extraño, otro hermoso extraño en el océano, durmiendo en sus eternos brazos cruzados.

Piensa que debió ser apuesto, una onda de luz cala en su pecho, y ella casi que ve un cabello negro sobre el cráneo, músculos definidos, unos ojos azul claro que la analizan desde la bruma de los no vivos.

Siente agrandarse algo dentro del pecho, la golpea una leve taquicardia como en sus primeros días de enamorada, cuando un roce, un suspiro apenas… Alinea sus labios con los de él, la falta de oxígeno limita la razón, solo queda ella y otro ser humano como tantas veces antes. Está muerto piensa, mientras chocan, pero hay tantas cosas vivas que también lo están.

Él mueve un dedo en círculos sobre su rostro.

–¿Alice?, murmura a través de las décadas — ¿Alice, eres tú?

Rebeca no sabe de quién habla, pero desea ser ella con tal de complacerlo.

— Sí, soy yo.

— ¿De verdad eres tú? — pregunta con tono desesperado — . Te he extrañado tanto, pero la guerra ya acabó, amor. Voy a regresar.

Habla de balas y heridas y cartas de amor que nunca envió, de matrimonio por venir y un puñado de hijos, de una casa en algún lugar tranquilo, un lugar ajeno al caos.

Ella escucha asegurándole que todo estará bien. Ante sus ojos ve a una mujer que espera, enciende la radio y cuenta las bajas de la guerra rezando por no oír un nombre, que lleva vestido y delantal, hace la cama en las mañanas, el café por la tarde y el amor a solas por las noches, hasta que escucha un hombre tocando a su puerta y un anillo de compromiso salta al dedo. Rebeca imagina el despertar tierno a su lado, los buenos días, las buenas tardes, un vestido blanco nieve, las campanadas y él que la lleva en brazos hasta el dormitorio, una niña con trenzas y un varón con hoyuelos, pasear al parque, al cine, a la playa, darse las manos para no tropezar, encariñarse con los nietos que apenas ves y acaso morir juntos, sincronizadamente, porque qué sería yo sin ti.

Al sostener lo que quedaba de una mano, supo que Alice había sido feliz, que tuvo todas esas cosas, aunque sin él.

— Después de todo este tiempo, ¿todavía me quieres?

— Sí — responde Rebeca — . Te he estado esperando. Cada día me visto, salgo a la calle y hay miles de hombres y miles de números de teléfono. No te imaginas…

El soldado le acaricia una mejilla. Permanecen un tiempo acostados sobre la arena, el rostro de ella escondido en su pecho.

— Es hora de volver — le dice él, empujándola en el instante hacia la superficie. A ella se le forma un nudo en la garganta, cierra los ojos, sus pulmones se llenan de agua hasta que siente manos agarrándola por los costados.

El aire regresa con voces que repiten a coro: — ¿Está bien?

Sobre el muelle, una muchacha le brinda primeros auxilios y la mira con expresión de alivio al verla levantarse de golpe. La ambulancia dobla la esquina. El océano con sus náufragos parece un sueño lejano.

Encuentran su teléfono y se lo devuelven. Rebeca lo había dejado olvidado sobre el muelle.

— Ha sonado antes. En serio, debes de tener más cui…, dice una voz entre el bullicio.

En la pantalla del celular brilla un mensaje: Bebe, en mi casa a las diez. De repente la imagen del cuadro sobre el sofá, de la mujer naranja, de su sonrisa. Aquella debía de quedarse con las demás junto al extraño, ella no.

El teléfono vibra una última vez, antes de ahogarse en el mar.

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Yoandry Avila Guerra
Revista Alma Mater

Periodista, fotógrafo. Redactor-reportero en Cubaperiodistas. Colaborador de la revista Alma Mater y del periódico Ofertas. Blogger en Yo ando por ahí