Contra permanecer en el planeta Facebook

Revista Catástrofe
Revista Catástrofe
10 min readSep 8, 2022

Todavía no lo consigo, pero llevo varios intentos responsables por mudarme, definitivamente, de las redes sociales. La idea no viene de ayer, aunque fuera ayer, como quien dice, que las cosas comenzaran a ponerse serias, medio enfermizas. Como si todo el tiempo las muchas señales que me fueron llegando, y que yo no reconocía como tales puesto que parecían acontecimientos capsulares con inicio y fin, o sin inicio y fin, nomás con un trozo de superficie que se consumía de forma instantánea en sí misma y se vaciaba, a igual velocidad, de cualquier sustancia, como si esas señales, digo, que para muchos continúan no siendo nada en particular ni teniendo la menor importancia, se hubieran ido acumulando, y luego pudriendo, en alguna región de mi organismo. Un día, pues, me desperté sabiendo que tendría que largarme de allí más temprano que tarde. Y al otro me dije: hoy no entras, y si te alcanza el impulso, mañana tampoco. Así, en una escalada cíclica hasta ir enderezando el hábito maldito de vivir sumergida en un universo en el que, mientras más amigos se tiene, menos amigos se tiene. Un planeta que me pone de los nervios y en el que hay que acomodar las interacciones al formato burocrático de una planilla de notaría municipal.

Collage cortesía de Fernanda Villava

Es gracioso, a poco que lo pienso, porque hasta el otro día yo me la pasaba poniendo de vuelta y media a mi amiga Maria Luisa, que nunca sabía de la misa la mitad. Que sigue sin saberla, by the way. Yo le decía que entrara al Facebook, que a estas alturas no se podía vivir en ese nivel de desconexión con el mundo. Eso le decía, como si el mundo pasara por ahí, por las redes. Mi amiga no suele llevarme la contraria, pero tiene una admirable habilidad para saber, sin saber que lo sabe, de qué van las cosas, y me dejaba persistir en mi error porque ella ya estaba de vuelta del sitio al que yo estaba por llegar. De vuelta de un viaje que no había tenido la necesidad de hacer. Mi amiga Mary, que se abrió una, dos, tres, cuatro cuentas de Facebook con cuatro fotos distintas, con cuatro perfiles diferentes de tanto no prestarle atención al asunto. Porque olvidaba no sólo las contraseñas de sus cuentas, sino las contraseñas de los correos de recuperación. Por ahí andan dando vuelta en el líquido amniótico de la internet sus muchos avatares, especie de bots semihumanos con los que no se puede interactuar, pero que de vez en cuando, y si algún distraído los etiqueta, aparecen para traernos noticias del pasado. Yo soy amiga de las cuatro (y no leía las señales).

La verdad es que cuando este mundo de las redes llegó a Cuba, que fue desde donde yo lo recibí, tenía un potencial enorme para romper el molde del futuro que nos debía tocar. Era, eso me pareció entonces, una suerte de grieta en el tejido social de la realidad por la que podríamos meternos y virarlo todo al revés, o ponerlo al derecho puesto que muchas cosas estaban realmente, y siguen estando, de cabeza. Yo, que soy una isleña por sabe Dios cuántas generaciones, reconocí en todo aquello el signo de lo continental, y pocas cosas obsesionan tanto a los seres que han nacido y vivido a la deriva, como la promesa de pisar, al fin, tierra firme. Que luego se pisa y resulta que no llegamos a ningún lugar en el que no hubiésemos estado antes. Pero esa es otra historia. En aquel momento de estado larval las redes no se parecían tanto a lo que han terminado siendo, una hebra paralela al mundo no virtual con un comportamiento peligrosamente asintótico. Por primera vez teníamos a la mano la posibilidad de habitar fuera del mandato de la herencia y construir desde lo vivo. Aquí, ahora, nuevos modelos relacionales con gente vieja y nueva que, igual que uno, estaba obligada a ensayar desde cero el formato por definir el mañana. La capacidad real de disentir y de que el disenso tuviera peso.

Yo me entusiasmé por otros motivos: encontré compañeros que no había vuelto a ver nunca más, gente que abandonó el país o se mudó de provincia y que ahora coincidía conmigo en el territorio transfronterizo de lo virtual (qué loco eso de lo virtual, un sistema dentro de otro ocurriendo en simultaneidad como planos superpuestos que funcionan con algunos minutos de desfase); me hice de nuevos contactos, personas desconocidas que Facebook etiquetaba como “amigos” y con los que yo no tenía nada en común. Pero ello también tomaba parte en el asunto: la articulación espontánea de una neolengua capaz de codificar ese universo en formación con dinámicas propias y claves inéditas. En Facebook un amigo era otra cosa, había una resignificación del término que se abría camino por una ruta desconocida aparentemente cool, inclusiva, ecuménica, y que, en última instancia, respondía a los códigos históricos de un presente reificado con hambre de futuro, un presente llegado para quedarse, aunque nadie estuviera al tanto por esos años. Un amigo, descubrimos, fungía más como espectador o groupie que como aliado o confidente, y de él no esperábamos otra cosa que su like puntual y, de ser posible, el espaldarazo de su comentario elogioso. La inmensa mayoría de mis primeros reencuentros no pasaron la prueba de la euforia inicial, al cabo de dos semanas se restituía de vuelta el abismo que nos ubicaba en dimensiones separadas. Uno o dos años después, ese compañero de la primaria, ese vecino del barrio se transformaba en un completo desconocido que había brincado el cerco sentimental del pasado para invadir, con sus instantáneas saturadas, mis noticias del espacio continental. Fue en Facebook donde empecé a extrañar la noción de irreversibilidad que acompañaba al tiempo cuando yo era una niña. Facebook me ensució los recuerdos, los fusionó con fragmentos del día a día que, de no haber existido eso que llamamos redes sociales, corresponderían a otras mitologías afectivas (algo parecido me pasó cuando llegué a México y en las tiendas encontré, y me compré de inmediato, un champú que olía a mis diez años y que, después de un uso sistemático a los veintipico, dejó de oler a cualquier cosa reconocible y, con ello, dejó también de pertenecerme y pertenecer a mi infancia).

Tengo un amigo que no está en las redes, que no está en nada salvo en el país de su casa, al que, el día de su cumpleaños, los mismos colegas que lo felicitaban en Facebook —como quien hace un brindis al sol— fueron incapaces de llamarlo por teléfono. Realizó entonces un pequeño performance felicitando uno de los muros de su patio: ¡Felicidades, felicidades!, decía en su obra, mirando fijamente y sin sobreactuación a la pared que separa su apartamento del apartamento vecino. Hubo un momento, en mi historia con las redes, en que empecé a sentir que interpretaba el papel de mí misma. Era extraño construir la espontaneidad con premeditación, pareciendo muchas cosas a la vez y tratando de empatizar con hombres y mujeres que consumen las publicaciones, todas, como si fueran postales que uno compra a modo de souvenir y que más tarde termina olvidando en una gaveta vieja. Las redes pasaron de su formato doméstico e informal a tribunas en las que sus miembros se van jugando constantemente la imagen, la respetabilidad, la simpatía, la salud mental. Cada publicación, hoy, opera como una declaración de principios que ambos, emisor y público, consienten en asumir a modo de comunicado oficial emitido por la plana mayor del usuario. Y cada fotografía que se sube a las redes tiene detrás un trabajo minucioso de postproducción a partir del cual esos amigos —y uno, que formó parte de esta película— no solo se embellecen, sino que, además, se someten al filtro cultural de la corrección y la seducción. Francamente, es agotador.

En un mundo dominado por la imagen es la imagen la que lleva la batuta. En esas ligas, las de la imagen, todo va de persistencia retiniana, de pausar el acto reflejo del scrolleo y motivar la reacción: da igual si es un like, un comentario o la visualización de los contenidos. Uno se siente feliz cuando lo comparten. Uno se siente Dios si se vuelve viral. Al dispararse las interacciones, cierto efecto dopaminérgico invade el cuerpo intoxicado de ego de los usuarios de las redes y la viralidad se convierte en un indicador de éxito. Las redes dieron continuidad a esa fijación de la postmodernidad con la imagen y el espectáculo, la llevaron, con sutileza, a nuevos y enfermizos niveles (Facebook, por ejemplo, se ha visto superado por Instagram, un espacio que ha querido expulsar la palabra del reinado de la imagen). Generaron hambre de novedad, la idea de imagen chatarra, trastocaron o fundieron en una mismo vocablo —que dice más sobre el sistema que sobre aquello a lo que apunta— los significados de amigo y seguidor, disidente y hater. Poco a poco, acabarían efectuando algo impensable: transformar los contenidos, por más sensibles que estos sean, en meros pretextos para la exposición personal. Odio tener semejante conciencia, pero la tengo. He visto instrumentalizarlo casi todo, y he rezado por no caer en esa trampa: hablar de mí misma mientras pienso que hablo de algo más.

Las redes fueron una promesa en la que muchos creímos, una arena transversal en donde las jerarquías se homologaban y las conversaciones, parecía, podían orientarse de abajo hacia arriba, de este a oeste. La gente sin voz iba a tenerla. Alguna que otra vez me metí en debates sobre arte, política, cualquier asunto menor, pero alterar la lógica de las legitimidades no significa anularla. Aquello del borrón y cuenta nueva, las posturas desmitificadoras, la posibilidad real del disenso rápidamente se mostró como lo que era: una operación de camuflaje para que todo siguiera funcionando como lo había venido haciendo, ahora bajo la coartada de una libertad ficticia. De hecho, las redes fueron un paso más allá, nos hicieron creer que estábamos remando contracorriente mientras nos veían aproximarnos al lugar del que pretendíamos huir. El sistema solo sabe reproducirse, se asimila a cuanto genera entusiasmo y se lo traga luego de parasitarlo.

Mentiría si digo que, en alguno que otro momento, después incluso de percatarme de esas señales que en un inicio me fueron ajenas, no he vuelto a experimentar el entusiasmo de mis primeros tiempos en Facebook. El año pasado, sin ir más lejos, pude atestiguar el contagio que viabilizaran las redes de ese deseo de cambio latente en la sociedad cubana, una sociedad que busca salirse de ciertos códigos ideológicos que no existen ya, aunque se sigan nombrando como se nombran las palabras muertas. He visto a las mujeres utilizar la tribuna de las redes para virar como una media el paradigma patriarcal, para inventar un lenguaje otro con el que hablar el futuro que se aproxima. He asistido a iniciativas de la sociedad civil que apuestan por proyectos que parecen imposibles, proyectos cuyo potencial se sitúa precisamente allí, en esa voluntad para soñar con lo que no existe, con lo que está marcado por el fracaso, que no es otra cosa que los límites que nos han sido dados. Eso lo he visto gracias a las redes. Gente que desde allí reinventa las reglas del juego, y no se cansa, y no se deja, y persiste.

Disfruto mucho los modos en que algunos de mis amigos se relacionan con Facebook. Mi amiga Mary, por ejemplo, no comparte nada, jamás ofrece un me encanta (el like siempre le ha parecido suficiente, el resto, un exceso de histrionismo), no derrite sus horas viendo sus “news feeds”. Tiene una vida privada, algo que escasea por estos días. Mi amigo Orlando se abre una cuenta y no agrega a casi nadie, hace publicaciones que sólo ven una o dos personas, usa las redes, digamos, en contra de su especificidad, para aislarse, para estar en una burbuja dentro de un universo hiperconectado que también está, aunque no se entere, en soledad. Esas son otras formas de echarle el pulso a la realidad, a la de las redes y a la del mundo no-virtual, si es que ese mundo existe a estas alturas. Una manera de hacer política desde la franja de la gestualidad doméstica.

Yo, desde luego, carezco de semejante inteligencia emocional y predisposición performática, de manera que me estuve dando de frente con cada una de las trampas de las redes desde que pude frecuentarlas con asiduidad. Jornadas enteras tiradas al basurero leyendo statements que no me interesaban sobre personas que a saber de dónde salieron, cómo se cruzaron conmigo (muchas de ellas, sospecho, solo querían otro seguidor). Noches sin dormir pendiente a las notificaciones, al debate del momento, a la puesta en escena de vidas que se construyen para el otro y que sólo pueden entenderse, y disfrutarse, desde la mirada ajena. Fake news, conmoción colectiva, memes alternándose con noticias sobre conflictos armados, fotos de gente comiendo en restaurantes chidos, perritos y gaticos siendo alucinantemente simpáticos. Too much para mí que padezco de ansiedad.

Hace varios meses decidí, como si de un tratamiento de desintoxicación se tratara, salirme de esas dinámicas. Deshabilité las notificaciones, dejé de entrar, de asumir la aplicación como si fuera una puerta al corazón de los días que yo debía, sí o sí, franquear cada mañana. Par de semanas después de tomar mi decisión, Facebook empezó a notificarme al correo. La fuerza no me alcanzó para eliminar la cuenta, a veces accedo: el sistema sabe cómo tentar a los disidentes que no han llevado a término su conversión. Igual que un virus, su principal objetivo es reproducirse, reproducirse en uno, inocularle la semilla que más adelante ha de florecer y engendrar los frutos del continuismo. Ojalá y uno de estos días me despierte con la energía suficiente para largarme del todo, cambiar de planeta y de sistema solar. Los amigos, los buenos, sabrán dónde encontrarme. No será necesario mandarme una solicitud.

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Daleysi Moya
(La Habana, Cuba, 1985)

Crítica de arte y curadora. Perdida por los caminos de la escritura y la historia del arte. A veces piensa que se llama Anna, despierta en la Rusia del XX y desayuna con Mayakovsky.

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