El gran final

Revista Catástrofe
Revista Catástrofe
5 min readSep 4, 2023

Todos sabemos cuál será nuestro final. Dicen que saberlo nos distingue a los humanos de todas las especies que habitan la Tierra. Que eso, además, nos hace buscar un sentido a nuestra existencia finita y también que nos hace sufrir.

La frase: «Lo único seguro en esta vida es la muerte», la escuché por primera vez con bastante desgano, con esa apatía que despiertan las conversaciones de banqueta. De esas en las que no se espera una respuesta sincera sino cordial: «¿Cómo está, cuánto calor, no? Pues sí, aquí andamos, ¿usted qué dice? Pues nada, aquí trabajando, no hay de otra». En esa primera vez mi abuela se paró a hablar con uno «de sus viejitos» y le preguntó cómo se sentía de salud. El señor, que tendría unos diez años más que mi abuela — aunque en vitalidad mi abuela parecía veinte más joven que él, y que yo, incluso — , le dijo: «Ya ni sé qué me duele…», y luego remató con la frase esa sobre el ineludible destino de la vida.

Government House, Edmonton. Fuente: Provincial Archives of Alberta

Mi abuela ha sepultado a varios de sus viejitos. Señores que tenían en común ser muy pobres, pero sobre todo muy solos. Ella dice no tener miedo a morir porque sabe que va a reunirse con «El Señor». También dice que lo que más le gusta de ayudar a las personas es «Alimentarlas con la Palabra» — estoy segura que debe ser escrita con mayúsculas por la solemnidad que mi abuela pone en esa frase — .

Aquel día la semilla de verdad que soltó el viejito en mí fue creciendo y me llevó de un miedo a otro. Me acosté pensando en cómo me sentiría si muriera mi abuela, mi madre, mis hermanos; en cómo sería mi muerte. Fue el primer insomnio que me ha insuflado el miedo a ese gran final que, a cada segundo, nos respira en la nuca. El mayor descubrimiento de esa noche fue que la muerte que más me asustaba no era la mía. No lo voy a negar, lloré. Me dormí tarde con un peso en el estómago, no de muerte sino de vida. Me alegré, también, de recordar a la abuela al hacer su día como si nada, quizá porque es lo único que nos queda por hacer.

Ese sentimiento tomó forma varios años después, cuando murió mi abuelo. Aunque lo más difícil de su muerte fue ver todo el dolor vivo y brillante en los demás. Mi dolor era una mezcla de idea sobre el abuelo con ya demasiada nostalgia, y se aligeraba gracias a un alivio oculto e impronunciable por su muerte, pues su enfermedad había sido tan larga y degenerativa para un tipo como él: tan altivo, tan soberbio, tan cabrón pero tan mi abuelo.

Muchos años después viví la muerte de uno de mis gatos — porque así se vive la muerte, en vida — . En su lugar favorito para dormir se materializó un hueco. La ausencia de ese gatito que murió siendo un cachorro sigue ahí. El duelo por la muerte de un animal de compañía no tiene la misma reputación que el de un humano, pero, y aunque siempre he creído que es exagerado equiparar a los animales con los hijos, sé que el dolor de perderlos no es menor; no existe tal cosa como un duelo pequeño.

Tenemos la costumbre de hacer pueriles explicaciones sobre la vida; ese teatro en el que simulamos saber nuestros papeles pero en el que todos improvisamos, algunos mal, otros peor. Por eso cuando encontramos una flor maravillosa decimos: «Mira, parece de mentiras», y cuando encontramos una flor plástica esplendorosa decimos: «Mira, parece de verdad». Ante la muerte de un ser querido o, peor aún, al presenciar el dolor ajeno por la muerte de alguien, nadie sabe qué hacer o qué decir pero todos fingimos conocer el guión. Exponer ese desconocimiento es suficiente para que nos tilden de indolentes, cuando es muy probable que solo estemos siendo ineptos ante tanta pesadumbre. Ante esa abrupta grieta que se abre de pronto en medio de la vida.

Por eso las frases hechas afloran también en las ceremonias fúnebres, son bastante útiles y necesarias para sortear el dolor, los llantos, los silencios pesarosos. Debemos recordar también el desfile de abrazos con la cara más larga que tengamos. Y no es que sea un rito de mentiras, aunque las haya, pero es muy importante que todas aquellas formas sociales parezcan de verdad. Nada de eso tiene relevancia a fin de cuentas, porque el duelo de la muerte se vive en soledad, y no hay alternativa.

En una ocasión una de mis tías volvió realmente triste de un velorio al que había ido por puro compromiso. Y es que al despedirse de la recién viuda se le salió una frase equivocada. «Muchos días de estos», le dijo, y quiso reírse, tosió, se ahogó de pena y volvió tristísima a casa. Todos los días del novenario estuvo avergonzada. «Pero no me quedé a los tamales», decía, como muestra de que había expiado su error.

En el velorio de mi abuelo ella llegó de madrugada, pues tuvo que terminar de atender su fonda de cena, con la noticia en el pecho de que había muerto su hermano. Su presencia nos reconfortó a todos. Ella se había convertido en «la que queda», es decir la única con vida de los cinco hermanos del abuelo. El que queda solitario de una hilera de hermanos se vuelve objeto de admiración y en el que recae la historia de los demás. Algunos de los presentes sacamos cuentas de su edad, de sus achaques, pero ella, con más sabiduría que todos ahí juntos, calló nuestros atrevimientos como mejor sabía, con una broma sincera y directa: «Soy la única que les queda, canijos, procúrenme porque me les voy». Luego hizo lo que mejor sabía hacer: se puso a cocinar. Con su cucharón como batuta orquestó aquel dolor y lo convirtió en una canción dulce, incluso alegre, para despedir al abuelo.

Cuando ella murió, en cambio, las cosas fueron muy distintas, la tristeza encontró un gran hueco, uno enorme, y nadie llegó en la madrugada a salvarnos.

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Vonne Lara
(Guadalajara, Jalisco, 1979)

Autora de la columna Reflexiones Apátridas en Notas Sin Pauta y coautora del libro álbum Bubu, el capitán de los navegantes inconclusos. Edita el folletín Soflama, gabinete de ensayos. Ha publicado en Tierra Adentro, Este País, Alharaca y Magis, Revista Iteso.

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