Final de Champions

Revista Catástrofe
Revista Catástrofe
11 min readSep 4, 2023

LUNES
Esta tarde ha aparecido Arturo, el delegado sindical de la empresa, a la hora del bocadillo, y nos ha comentado que pretende convocar a una asamblea informativa para hablar del caso de una tal Amanda —creo que ha dicho Amanda—, una curranta de producción del turno de la mañana a quien no le han renovado el contrato por quedarse preñada, o algo por el estilo. Yo he dicho que no iré, y que tal como está la cosa de chunga, con la de paro que hay, lo mejor será no significarnos ni tocarle las pelotas al jefe. Arturo ha dicho que no esperaba otra cosa de mí, que era el tío menos solidario que conocía, y luego ha añadido con retintín, o rintintín, o como se diga: “Tú al fútbol, que es lo tuyo”. Esa observación me ha cabreado; le he llamado capullo, cómo si a Arturo no le gustara el fútbol, que me acuerdo que se presentó al tajo con la camiseta de la selección, que eso fue al día siguiente de ganar el mundial. ¡A todo el mundo le gusta el fútbol! ¿Quién es el gilipollas amargado al que no le gusta el fútbol?

Employees Association of Morse Dry Dock and Repair Co. Fuente: Provincial Archives of Alberta

A la salida del curro me he metido en el bar de Paco, como hago todos los días, a pimplarme mis cervecitas. Sólo que esta vez no he hablado con nadie porque estaba encabronado. ¿Qué coño significa eso de ser solidario? Lo cierto es que nadie hace nada por nadie y así ha sido siempre. “Tú a lo tuyo, Evaristo”, me he dicho. ¡Vamos! Si piensan que yo voy a poner mi puesto de trabajo en riesgo, o tan siquiera molestar al jefe, por una tía a la que ni siquiera conozco y que se ha quedado preñada, ¡van listos! Y menos cuando Don Adolfo, el jefe, me tiene en tan alta estima. Él sabe que siempre vengo diez minutos antes y me marcho diez minutos después de mi hora, y que nunca rechisto ni digo que no cuando hay que hacer horas extras. Cuando nos llegó aquel pedido perentorio de cajas para aquella empresa de exportación de pepinos a Alemania, yo doblé turno: dieciséis horas seguidas me pegué en la prensa de inyección de plástico, que hasta me salieron quemaduras en las manos, pero yo, ahí, como un jabato, ¡con dos cojones! El jefe me puso ante todos de modelo. Así he sacado a mi familia adelante: trabajando duro, no quejándome, sin protestar y cuidando mis intereses. La preñada esa que no hubiera follado tanto con el novio, ¡nos ha jodio mayo con las flores!

MARTES
A la hora de la cena he visto por el telediario como tres bomberos han cogido un seiscientos, lo han pintado con los colores del equipo y se van para Londres, a la final de la Champions, cruzando por Francia. ¡A la aventura!, sin siquiera hacer reserva de hotel. Me ha entrado una envidia que casi me muero. Al oír mis comentarios, mi mujer ha empezado a despotricar con la cantinela de siempre: insiste en que antepongo el fútbol a la familia y a todo lo demás. Ha vuelto a recordarme —qué rencorosas son las mujeres— que el último cumpleaños del nene, como coincidía con un clásico, pues que pasé del niño y me largué con los amigotes a ver el partido al bar. “¡Joder, cari!, ¡qué era un clásico!”, le dije, para ver si entendía de una puta vez la importancia de la cosa; pero no, mi mujer no lo entiende, ella no siente los colores. También me ha criticado que me gastara un pastón en comprarme la última camiseta oficial en la tienda oficial del estadio. Yo no me meto en sus marujadas, ¿por qué ella no me deja en paz?, ¡para una afición que tengo! Se podrá quejar la tía, que le entrego el sueldo todos los meses para que lo administre; que solo le retengo lo que me gasto en cervezas, tabaco y fútbol.

Mi mujer no me entiende, aunque a mí mismo me resulta difícil explicar mi locura por el fútbol. No sé, es complicado de describir, aunque sé que cuando sigo a mi club me olvido del mundo y todo se vuelve sencillo y elemental; se trata de ganar o perder. Así que sufro y me angustio cuando pierde, y grito y el corazón brinca en el pecho cuando gana. Y es como si en mi vida, que no es una vida importante, pudiese formar parte de algo que es más grande que uno mismo, algo que me llena de legítimo orgullo. Cuando mi equipo gana las tardes de domingo, llego el lunes más contento a mi trabajo porque sé que podré vacilarles a todos los del equipo contrario y podré reírme en sus barbas y hacerles chinchar. Dicen que uno puede cambiar de oficio, de coche, de casa, de mujer y hasta de religión, pero que jamás puede cambiar de equipo de fútbol. ¡Qué gran verdad!

MIÉRCOLES
Esta noche, al volver del trabajo, me ha llamado el gordo. Me dice que él, Soriano y Fran “El notas”, se piran para Londres a ver la final de la Champions. No tienen entrada, pero lo importante es estar allí, vivir la fiesta. Salen el viernes a primera hora de la mañana en autocar, me han preguntado si quiero ir con ellos.

Al decirle a mi mujer que pienso pedirle permiso al jefe para poder irme con el gordo a Londres, se ha puesto hecha una fiera. Me reprocha que sólo piense en el puñetero fútbol, dice que en vez de cabeza tengo un balón de cuero cosido al cuello. Para zanjar la pelotera, le he dicho que ella podía decir misa, pero que por mis cojones me iba a Londres.

JUEVES
Le he pedido a Don Adolfo una entrevista en su despacho, y allí, con humildad, le he solicitado que me conceda permiso el viernes para ir con el gordo y los colegas a la final de Champions. Para mi sorpresa me ha contestado que no. Y eso que le he dicho que es sólo un día, que lo recuperaré, que me lo descuente de vacaciones, que me lo quite del sueldo; lo que él prefiera, pero que, por favor, me deje ir a Londres a ver a mi equipo, que partidos así se dan muy pocas veces en la vida. El tío cabrón ni se ha inmutado, me ha contado que la empresa de pepinos ha solicitado diez mil cajas más antes de finalizar el mes y que no puede prescindir de ningún operario. Antes de irme, le he dicho algo que quizás no debería haber soltado: “¡Claro! Usted no me entiende, como no le gusta el fútbol”. Don Adolfo ha levantado la vista de los papeles que estaba consultando, ha sonreído con una mueca que a mí me ha parecido perversa y me ha dirigido una mirada maliciosa, o eso es lo que he creído ver bajo sus lentes bifocales. Entonces me ha contestado: “Verá usted, Evaristo, mis pasiones las invierto en cosas serias, como, por ejemplo, hacer de la empresucha que heredé de mi padre, la firma líder del sector. El aborregamiento, el fanatismo, la adrenalina derrochada, el insulto grueso al árbitro y al adversario, el desgañitarse berreando gol, las peleas —incluso violentas— con los aficionados del equipo contrario, el hacer del fútbol una religión laica, el nuevo opio del pueblo; eso se lo dejo a los demás”. Como el jefe es el jefe, uno se tiene que callar por deferencia y porque es un subordinado y no le queda más narices, así que me he callado, pero a duras penas, porque no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que me había llamado gilipollas, aunque con palabras muy finas.

En el bar de Paco les he contado a los colegas lo sucedido, y el gordo me ha propuesto que me cogiera la baja. Soriano ha opinado que lo ideal sería que me partiera un brazo y Fran “El notas”, sin perder ni un momento, ha traído un sargento de su casa. Decidido a todo con tal de ir a Londres a vivir la final de Champions, he apoyado mi brazo izquierdo contra el marco de la puerta del lavabo del bar de Paco, y entre todos, han apretado el torniquete hasta que se ha oído crujir el hueso. Casi me he desmayado del dolor. Inmediatamente me han dado una copa de coñac y Paco, con admiración, me ha ensalzado por lo que acababa de hacer, invitándome a cuantos cubatas quisiera tomarme.

VIERNES
Hasta pasadas las ocho de la mañana no he podido salir del consultorio de urgencias médicas ¡Catorce horas para que te hagan una puta radiografía y te pongan un yeso en el brazo! El autocar para Londres con el gordo y demás peña salía a las cuatro de la mañana; así que yo a las tres de la madrugada, viendo que se me iba a escapar el autocar y que no iba a servir de nada el haberme roto el brazo, me he puesto a gritar —mi mujer dice que rugía— y abroncar al celador, exigiendo atención médica. Han venido dos seguretas y como no han logrado calmarme, han llamado a la policía, y en ese momento he decidido tranquilizarme, porque los agentes estaban dispuestos a llevarme detenido aún con el brazo roto, diciéndome que en el calabozo ya me visitaría el médico forense. Yo les he dicho que me estaba perdiendo el viaje a Londres, y la policía y los seguretas han cruzado entre ellos comentarios jocosos y me han dicho que a ellos también les gustaría asistir a una final de Champions, pero que les tocaba currar, así que hiciera el favor de comportarme como una persona adulta. Creo que tuve que haberme ido con el brazo roto, el gordo, con quien hablé por teléfono cuando él estaba metiendo la mochila en el autocar, me lo dijo. Que fuera con ellos, que pidiera un taxi y que fuera para allá cagando leches, que ellos me lo entablillaban para que aguantase hasta el domingo por la noche en que pudiese regresar a España e ir a Urgencias. Tendría que haberle hecho caso al gordo, pero me cagué: ¿Y si por una tontería parecida se me quedaba el brazo chungo para toda la vida? En cuanto hemos salido del hospital, mi mujer ha comenzado a darme la murga. La he mandado a la mierda, nada más me faltaba tener que aguantar su puta monserga después de todo lo que he tenido que pasar.

Mi mujer ha llevado el parte de baja médica a la oficina de la empresa después de dejar al niño en el colegio, y aún no había regresado a casa, cuando Don Adolfo ya me ha llamado al móvil preguntándome cómo era que me había roto el brazo. Le he dicho que me caí por las escaleras.

A primera hora de la tarde, Don Adolfo me ha llamado por segunda vez a casa. Un servidor se acababa de cascar una siesta, y no esperaba que el jefe volviera a llamarle. Así que, somnoliento, he metido la pata cuando me ha preguntado nuevamente que cómo me había roto el brazo; he musitado algo así como que al resbalar en la bañera.

– ¿No fue al caerse por unas escaleras?

– Sí, sí—he tratado de corregir torpemente el error—, es que luego me caí por las escaleras.

Está claro que sospecha algo. Me ha pedido que pasara a la noche por su despacho, después de que hubiese marchado el segundo turno, cuando la fábrica está cerrada y sólo se aprecia luz en su despacho.

Por la noche, el jefe me ha recibido con cara de funeral. Me ha dicho que no me creía nada: que, o bien mi fractura ósea era falsa y únicamente me había recubierto el brazo de yeso, o me había autolesionado rompiéndomelo de verdad, pero que en cualquier caso le daba igual. Él, el Gran Jefe, no toleraba las mentiras por parte de sus empleados, así que esperaba que el lunes hiciera el favor de pasar a firmar mi finiquito, estaba despedido.

Mi mente ha entrado en un estado de aturdimiento agudo tratando de asimilar las palabras de Don Adolfo. Mi corazón se ha acelerado y una flojera en las piernas me ha obligado a sujetarme para no caerme. ¿En la puta calle? No podía ser. “¿Des…pedido?”, he preguntado. “¡Despedido!”, ha sido su respuesta. He pensado que tengo cuarenta y seis años y que no sé hacer nada más que arrancarle las rebabas a las cajas que salen de la máquina de inyección de plástico, y me ha entrado el pánico. ¿Qué sería de mi mujer, de mi hijo? Le he pedido que reconsidere su decisión, le he rogado, suplicado, llorado, hasta me he arrodillado… sí, sí, me he arrodillado. Todo ha sido inútil.

Cuando he abandonado el despacho del jefe, en vez de ir a la calle, me he dirigido hacia mi máquina, la número diez. No sé cuál era mi propósito —¿despedirme de ella?—. Sea lo que sea lo que me había llevado hasta allí, lo cierto es que me hallaba cercano al colapso: transpirando a mares un sudor caliente, amarillento y húmedo; con náuseas y mi cabeza dando vueltas. Mi parienta afirma que sólo pienso en el fútbol y que me desentiendo de la familia, pero no es verdad. Me he dicho que no podía aceptar el despido, tendría que hacer lo que fuera para que mi jefe me admitiese de vuelta. He pensado en ir a hablar con Arturo, él sabría defenderme, además, teniendo el brazo roto, seguro que aquel despido no era legal. He vuelto mi mirada hacia la garita acristalada en donde se ubica el despacho del jefe, al final de las escaleras elevadas, la atalaya desde donde nos vigila todos los días, y en ese momento he sentido odio, un odio atroz, indescriptible, un deseo irresistible de hundirle un martillo en el cráneo. “¿Así me lo pagas, ¡cabrón!, los trece años que he trabajado para ti? Tengo mi dignidad, no soy como una de tus putas cajas defectuosas que arrojas a la trituradora de plástico. Exijo respeto”. Entonces la he visto, mi navaja de cachas nacaradas, de la que me sirvo para quitarle las rebabas a las cajas; la he agarrado y me he encaminado al despacho de mi superior con la intención de asustarle.

Al verme con la navaja en la mano, efectivamente, mi jefe se ha asustado y ha hecho el ademán de llamar por teléfono. Y quien ha entrado en pánico en ese momento, he sido yo. Era consciente de estar cometiendo un delito, si llamaba a la policía, tendría problemas. Sin darle tiempo a realizar la llamada le he clavado la navaja en el corazón, en la segunda puñalada se ha partido la hoja de la navaja al chocar contra el esternón. Don Adolfo ha emitido un sonido agudo, a mitad de camino entre el grito y el silbido, un ruido similar al que hacen las ratas al morir. Luego ha caído, desplomándose en el suelo con silla y todo, la sangre ha manado a borbotones.

Al ver el marrón en el que me había metido y con ganas de largarme de la escena del crimen, he improvisado, simulando que había sido un robo con asesinato. Por los años que llevaba en la empresa sabía que en uno de los cajones del escritorio —cajón que he tenido que forzar— había una caja con caudales con dinero. Al reventar la caja he encontrado seis mil euros.

Una vez en la calle, he parado un taxi y le he dicho al conductor: “Al aeropuerto”. Un minuto más tarde estaba hablando por teléfono con el gordo. Nos veríamos en la final de Champions.

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Héctor Daniel Olivera Campos
(Barcelona, España, 1965)

Escritor, apasionado de la literatura y de la historia, cultiva la narrativa de forma regular desde hace más de una década. Autor de la novela “El equívoco (El Evangelio según Judas de Nazaret)”. Ganador del primer premio en los certámenes literarios: I Concurso “Akelarre” (2021), III Concurso de Relato Hiperbreve “Qué no nos jodan la vida” (2020), XIV Concurso de Relatos de Viaje Moleskin (2019), entre otros. Ha publicado relatos en diversas antologías y en revistas literarias de España, Latinoamérica, Eslovenia, Israel y Estados Unidos. Blog del autor “Objetos perdidos”: hectoroliveracampos.blogspot.com

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