La última hora

Revista Catástrofe
Revista Catástrofe
9 min readSep 4, 2023

No me gusta tomarme fotos. Mi apariencia física ha sido tema de controversia desde que tengo memoria. Principalmente se debe a que, a pesar de todos mis esfuerzos, pocas veces he estado a la altura de los estándares de belleza que arbitrariamente se le han asignado al género femenino. Tan pronto siento el enfoque de una cámara, se me olvida cómo usar mi cuerpo. De repente no tengo idea de qué hacer con las manos y me vuelvo consciente de cada músculo de mi cara. El resultado, usualmente, decepciona a quien sostiene la cámara — incluso si esa persona soy yo. Pero toda regla tiene una excepción.

Fuente: Provincial Archives of Alberta

Hay una foto escondida en un rincón de mi cuenta de Instagram a la que le tengo mucho aprecio. Es una foto espontánea, situada en la sala desordenada de una casa que he visitado sólo una vez. Es Marzo, aún hace frío, es Canadá: traigo puesta una chamarra negra abultada, de esas que parecen edredones. La expresión en mi rostro es una mezcla de pánico y agitación, y en mis brazos se encuentra la cachorra de 4 semanas a la que apenas hace unos segundos había decidido adoptar. Es muy pequeña, quizás pesa poco más de 2 kilos. Tiene pelaje corto y suave, de color avellana (excepto por sus patitas, que son blancas y asemejan un par de calcetines). Es mestiza, pero sus orejas caen hacia el frente, como las de un labrador. Sus ojos son marrones, como los míos, y tiene la diminuta lengua de fuera. Nos habíamos encontrado por azares del destino, y sin embargo, esta fotografía capta el preciso momento en que comenzó la aventura más significativa de mi vida.

Esta aventura se termina hoy. En una hora, para ser exactos. Chata, mi perra de tan sólo dos años, tiene una cita con la muerte.

Es una nublada mañana de Agosto y en este momento nos encontramos en mi recámara. Vivimos en el segundo piso de una vieja casa. El lugar es bastante amplio y cuenta con muchas ventanas. Yo estoy sentada y a mi lado duerme ella profundamente, como lo ha hecho desde que era una cachorra. Le acaricio la cabeza mientras la observo dormir. Me cuesta trabajo creer que al mediodía ella ya no estará aquí.

La verdad es que no hice nada especial para conmemorar su último día. He leído en internet que algunos le dan una especie de “última cena” a sus perros un día antes de morir. Yo desde hace meses tengo a Doña Chata en una dieta de carne cruda. Además, siempre le comparto un poco de mi comida. Un poco de tocino por aquí, un taquito por allá. Realmente no hay mucho que pueda superar un buen plato de vísceras, así que la sugerencia me pareció inútil. Otros aconsejan llevarlos a su parque favorito, pero yo diario la llevo a sus parques favoritos. Tres veces al día, de hecho. Sin falta. Incluso si mis migrañas me parten la cabeza. Esta mañana no fue la excepción. Hicimos un último paseo por el parque que se encuentra cruzando la calle. Anteriormente correteaba ardillas, pero su salud se ha deteriorado de tal manera que ahora sólo le quedan energías para olfatear los alrededores.

Al regresar a casa, le di su desayuno. Entre la comida oculté diez pastillas que le recetaron para tranquilizarla. Una rápida búsqueda en Google me informó que en realidad no eran tranquilizantes, sino antiepilépticos. La veterinaria me había ocultado que la verdadera razón detrás de esta receta es evitar que la inyección de eutanasia le cause convulsiones. Me da rabia que la gente oculte la verdad bajo el pretexto de cuidar las sensibilidades de uno. Aún así, decidí administrarle las drogas a Doña Chata porque no creí ser capaz de tolerar verla sufrir aún más.

Una vez finalizada nuestra rutina, lo único que me queda es esperar. ¿Quién necesita café cuando la angustia te mantiene despierta? Siento mi corazón acelerarse con cada minuto que pasa. No quiero desmoronarme antes del gran evento, así que he decidido escribir nuestra historia.

Todo empezó a inicios del año 2020. Después de tanto buscar el amor, por fin había encontrado a quien yo creía que era mi alma gemela. Tras un año de relación, decidimos vivir juntos. Él tenía una casa, así que dejé mi departamento en la ciudad para mudarme a los suburbios con él. Las primeras grietas de la relación surgieron cuando el COVID apareció. Me enviaron a trabajar desde casa. Dos semanas para aplazar la curva, ¿cierto? Me pareció que la cuarentena era el momento perfecto para criar un cachorro. Respondí a un anuncio que encontré en internet e hice una cita para conocer a la perrita que había sido anunciada como una de los “Últimos cachorros de Pastor Australiano”. Al llegar me recibió una mujer de alrededor de sesenta años, y su hija que tendría quizás unos veinticinco. Ellas, según me contaron, eran las dueñas de la mamá y del papá de los cachorros, respectivamente. La mamá dio a luz a ocho cachorros y todos aparentaban ser perros de raza, excepto por la del anuncio. Al parecer nadie se había interesado en ella. Fue en ese momento que me decidí.

”Me la llevo”, dije con el intento de un tono de determinación, pero que más bien salió un poco nervioso. Mi neurosis estaba totalmente justificada. No tenía la más remota idea de lo que estaba haciendo y desconocía la magnitud de la responsabilidad a la que me acababa de comprometer. Ya había cuidado otros cachorros antes, pero sólo temporalmente. Nunca antes había tenido un perro, ningún tipo de mascota, de hecho. Era uno de tantos sueños frustrados de mi infancia, y me había prometido a mí misma que lo haría realidad algún día. Pero, sabía lo difícil que es para un cachorro quedarse solo mientras su dueño lo abandona por horas para irse a trabajar. No, yo quería asegurarme de dedicarle el cuidado necesario. Así que pospuse mi sueño para cuando tuviera mi propia casa y contara con tiempo de sobra para dedicarle toda mi atención. Aunque técnicamente la casa no era mía, lo cierto era que iba a contar con el tiempo y espacio suficiente para una perrita. Había llegado la oportunidad perfecta, si no ahora, ¿cuándo? Así que decidí llevarme a esa pequeña criatura, tan diferente a su familia y que nadie había querido por su aspecto físico.

Nuestros primeros días fueron increíbles. Yo me había preparado lo suficiente y me había dedicado a entrenarla desde el inicio. Durante las noches me despertaba cada dos o tres horas para sacarla al patio, le enseñé a jugar, a caminar con correa, a sentarse, a esperar. Cada día representaba un nuevo reto y me encantaba pasar el tiempo con ella. Pero la adversidad, vieja amiga mía, no tardó en asomar la cabeza.

Una tarde me encontraba en la cocina, jugando con ella, cuando mi novio decidió empezar una pelea. La discusión escaló a tal grado que él terminó lanzando su taza de café contra la pared que estaba detrás de mí. Todas las alarmas sonaron en mi cabeza: “Primero golpean cerca de ti, antes de decidirse a golpearte directamente”, me dije. En cuanto se fue, mi Chata me miró tranquilamente. No parecía afectada por la conmoción, pero igual me acerqué y le dije: “Somos tú y yo contra el mundo”. Decidí que nos iba a salvar de esa situación.

Siguieron unas semanas muy difíciles. Cuando te encuentras en una relación abusiva las líneas de la realidad y la fantasía se difuminan, creando una nube que confunde los sentidos. Me debatía constantemente entre dejarlo o quedarme. Unos días se mostraba como el hombre maravilloso que había conocido, y otros días se transformaba en alguien que no reconocía. Eventualmente descubrí que había instalado cámaras por toda la casa, para grabarme sin mi consentimiento, con el sólo propósito de vigilarme. Ya no pude más.

Aproveché cuando se fue de viaje para escapar. No tenía a dónde ir, pero prefería vivir en la calle a seguir soportando el abuso. Chata y yo merecíamos algo mejor. Empaqué mis cosas y me fui.

Estuvimos a la deriva por dos meses. Durante ese tiempo, cambiamos de residencia tres veces. Al final, Chata dejó de ser mi mascota para convertirse en mi compañera. No importaba si dormíamos en una caja, ella era feliz conmigo. Nuestro vínculo se forjó en la adversidad y por primera vez empezaba a entender lo que es amar incondicionalmente.

Los siguientes meses pasaron en un santiamén. Doña Chata estaba llena de vida. Necesitaba alrededor de tres horas de ejercicio diario para mantenerse tranquila. Poco importaba si afuera hacían -20°C o 15°C, Chata era igualmente feliz jugando en la nieve o nadando en los ríos. Eventualmente aprendí a seguirle el paso. Gracias a ella supe que disfruto pasar tiempo en la naturaleza. Caminar entre los árboles me resulta muy relajante, especialmente durante el invierno.

En eso iba pensando un soleado día de mayo, mientras Chata y yo paseábamos, cuando noté una ligera sacudida en su andar. Era un movimiento casi imperceptible, y como ella parecía muy entretenida con las ardillas, decidí no darle mucha importancia. Seguí caminando, dejándola detrás. Al cabo de unos cuántos pasos volteé para checar donde andaba y noté que algo no estaba bien.

Chata corría a toda velocidad hacia mí, pero en eso se tropezó. No era un tropiezo normal. Era como si una corriente eléctrica se hubiera apoderado de su cuerpo. Se levantó pero tropezó nuevamente, y esta vez no se levantó. Dejé de sentir el tiempo. Sentí como si en un segundo me hubieran sumergido en el agua. Todo a mi alrededor se había distorsionado. Sentí la presión en mis oídos y el palpitar de mis propios latidos. Vi cómo su cuerpo empezó a sacudirse violentamente y de su hocico empezó a salir espuma. Pensé que la estaba viendo morir cuando a lo lejos escuché: “Está bien, es una convulsión, cuida su cabeza”. Fue entonces que mi instinto protector me hizo volver en mí y caí bruscamente de rodillas para abrazarla. No tenía idea de qué estaba pasando, pero esperaba con todo mi corazón que acabara pronto. Después de los tres minutos más largos de mi vida, la corriente eléctrica se detuvo. Chata seguía inconsciente, pero al menos respiraba. Levanté la mirada y me percaté de que a nuestro alrededor había un grupo de gente que había venido a inmiscuirse en mis asuntos con el pretexto de querer ayudar. Estaba por dedicarles unas cuantas palabras hostiles cuando Chata despertó.

“Es epilepsia”, me explicó el veterinario entre dientes. Después del episodio en el parque la había llevado a la clínica, en donde tuvo una segunda convulsión. El doctor procedió a explicarme que algunos perros tienen epilepsia congénita y que se manifiesta alrededor de los dos años de vida. Él siguió hablando pero yo había dejado de escuchar. Me costaba trabajo creer que esto le estuviera pasando a mi perrita.

Cuando volvimos a casa, Chata había vuelto a la normalidad, pero yo sospechaba que este era el principio del fin. Empecé a investigar acerca de la enfermedad y terminé encontrando un foro de personas que sufren epilepsia. Lo que leí me revolvió el estómago. La epilepsia es una enfermedad muy cruel. A partir de ese día, empecé a registrar los episodios en una base de datos. Hice todo lo posible por tratar su enfermedad: le di medicamentos, cambié su dieta, le di CBD, y no la dejé sola desde entonces. Me angustiaba que le diera un episodio y no hubiera nadie para cuidarla.

Mis intentos fueron en vano, los episodios empeoraron. En cuestión de meses, la enfermedad le había consumido la vida. Antes tan llena de energía, ahora no caminaba más de quince minutos. Su recuperación después de cada episodio era cada vez más dolorosa. Finalmente acepté que la muerte me estaba ganando la batalla.

Era hora de despedirnos.

Reviso el reloj. La veterinaria lleva doce minutos de retraso. Doña Chata sigue dormida. Me gustaría decir que me pasé la noche en vela, pero la verdad es que dormí tan plenamente como cualquier otro día. Me quedo tranquila porque aunque nuestro tiempo fue corto, fue muy bonito. Yo no sabía lo que era amar hasta que ella apareció. Le di todo mi corazón y energía y a cambio, ella me amó incondicionalmente. Y por eso me siento en paz.

Alguien ha tocado el timbre. Antes de ir a abrir, abrazo a mi compañera por última vez.

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Rebeka Rubio

De día diseño para pagar las cuentas, de noche escribo para descubrir quién soy.

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