Regreso al futuro

Revista Catástrofe
Revista Catástrofe
10 min readSep 4, 2023

Digamos que si naces en Cuba, en la Cuba de las últimas décadas, cuando todos los futuros te han ido dejando atrás, aunque tú sigas la marcha lenta de una carretera que parece no llevar a ningún sitio, porque de hecho es una carretera fuera del tiempo, que es como decir fuera de la historia y ajena a cualquier sentido terreno de direccionalidad, si creces en Cuba, digo, y participas de esa corriente silenciosa, tupida como una gasa, desde donde resulta imposible —y absurdo — preguntarse por palabras como “principio” y “desenlace”, conceptos que, en última instancia, son intercambiables en una isla que se las está jugando siempre en el presente: entonces los finales dejan de ser lo que fueron. O lo son, pero hasta cierto punto. Un día vas y descubres que te estás alejando del punto hacia el que tú pensabas ibas de camino. Entonces se produce ese efecto de extravío y descolocación tan propio de los cubanos, y empiezas a sentir que el tiempo se venga de ti por no haber hecho lo que se supone hiciera cualquier persona nacida y crecida en los términos de una vida en consciencia. Eso, por generaciones y generaciones.

Parque prehistórico. Drumheller, Alberta, 1974. Fuente: Flickr

De donde yo vengo, lo más cercano que hay a los finales son las fugas. Las líneas de fuga, hebras desprendidas del conjunto de todas las cosas que, de la nada, se interrumpen abruptamente y te hacen caer en cuenta de que el tiempo, a veces, puede ser humano. A los diecipico se empiezan a ir los amigos, la familia; a los treinta y algo ya no queda nadie en el país. Bueno, sí: quedan los que no se fueron antes, los que esperaron un poco más, y un poco más, hasta que se percataron de que el tren no iba a volver. Como en aquel cuento de Arreola en el que un forastero que ha comprado un boleto para ir a T se desayuna con la noticia de que no sólo su tren, ni ningún otro, va a recogerlo en la estación, sino que, en caso de abordar ese tren imposible, tampoco va a llegar al destino que fija su billete. Hay un momento en que el guardagujas le dice al viajero: “Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente algún rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?”. Así conmigo, y con los nacidos conmigo y después de mí. Mi madre y mi padre, por ejemplo, también creyeron que estaban de camino a T, y eso nos dijeron a mi hermano y a mí: “Hijos, estamos de camino”. Pero a estas alturas ya no hablan de eso.

Cuando yo cursaba el preuniversitario sólo falté dos veces a la escuela, que era un internado en Arroyo Naranjo en el que, se suponía, iban a formarse los grandes cubanos del mañana: el día en que murió mi abuela paterna y la tarde en que mi hermano se fue. Lo de mi abuela lo esperábamos desde hacía rato, aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta y cada cual fuese por su cuenta rumiando, en soledad, aquello que formaba parte del imaginario colectivo familiar; lo de mi hermano, en cambio, comportaba otra naturaleza. La naturaleza de lo premonitorio. Fue un jab bien colocado y el despertar de ciertas certezas. La certeza, pongamos, de que a partir de ese momento las cosas serían de otro modo. Los finales serían de otro modo. Como un corrientazo que te pone en tu lugar, te aterra y te despierta, una brecha temporal en donde se simultanean por un segundo dos versiones contrapuestas del mundo. Y yo traté de retener aquel instante para que lograra ser algo más que el mero horror de saber, para recordar más tarde que yo también imaginé estar de camino hacia alguna parte. A los dos meses, por ahí, empezaron a llegarnos postales de mi hermano, cartas que, escuetamente, narraban sus primeras experiencias en Canadá. Si tú eres de Cuba, en algún momento vas a tropezarte con papeles de este tipo en donde los finales son también los comienzos. Mi hermano contaba que estaba bien, y que la nieve esto y la universidad lo otro. Y mientras repasaba mentalmente aquellas noticias llegadas del otro confín del universo (¿dónde carajos estaba Canadá en aquellos años?), ya que mi mamá hubiese recogido cuidadosamente las postales y las fotos y las hubiese depositado, cual santo grial, en la tercera gaveta del mueblecito de su cuarto, yo leía, con una claridad abrumadora, que nunca más iba a volver. Leía más allá de las palabras, quiero decir. Y sí regresó, como diez años más tarde, pero de esa manera ausente en que se vuelve a medias, pasando en puntas de pie por sobre una vida que ya no es más y que, paradójicamente, sigue estancada en el mismo punto en que se la dejó.

Luego, empezaron a largarse los amigos. Primero los menos cercanos y un poco después los esenciales. Y cada vez yo hacía una suerte de reajuste emocional e intentaba acomodar los retazos que me iban quedando al marco concreto de mi vida en la isla, la isla atornillada al núcleo hirviente de la inmovilidad. Siempre desde cero, armando un puzzle que se desbarataba de nuevo y que yo, con obstinación, volvía a poner en su lugar, un lugar, por otra parte, cada vez más extraño, la copia de la imagen inviable que nos habían donado en herencia al momento del nacimiento. La verdad, sin embargo, es que incluso antes de asumirlo, ya sabía que todos terminaríamos partiendo, sólo que a determinada altura el cuerpo continúa dando la batalla de la pertenencia como si fuera, ese cuerpo particular, un elemento básico del gran mecanismo de relojería de eso que llaman “país”.

Yo pensé que mis hijos, cuando los tuviera, se repartirían entre los muchos afectos que me acompañan: sus abuelos, sus tíos y primos, mis amigos. Yo pensé que mis hijos hablarían español, y que a la hora de las tareas sabría indicarles la ubicación exacta de las montañas y los valles, y que podría decirles, sin miedo: así fueron las cosas, queridos míos. De ello también iba el futuro, o eso creía entonces. Sin miedo, decía antes. Pero en el futuro de los muchos cubanos que se marchan cada año y de los que nacen en otras geografías, no vienen a cuento los flashbacks y los ejercicios de la memoria. Aprendes, en la isla, a habitar el presente, y eso haces disciplinadamente.

Repito: en Cuba los finales son interrupciones que se precipitan de pronto, cual pedrada en la cabeza, sobre los que siguen de largo por la carretera circular de la nación. Y nada es, en un sentido cabal, un desenlace. Porque los que se van — lo sabré yo — se la pasan volteando el rostro, en un estado transicional, como si les quedara algo pendiente, un futuro, por ejemplo. Una deuda que no terminarán de cobrar en varias generaciones, una deuda que se acumula y que la gente va trasladando a otros destinos en busca del cobro definitivo. De Miami a Madrid, de Guadalajara a Montreal, una deuda es una deuda, y pocas cosas obsesionan tanto como la necesidad de saber dónde y cuándo terminó aquel mundo que no acaba de construirse del todo, y que no va a construirse jamás puesto que quienes tendrían que hacerlo ya lo han abandonado o la están abandonando ahora mismo, presos del terror a quedarse varados en la prehistoria de sus vidas.

En agosto del 2013 desembarqué en el aeropuerto de la Ciudad de México. Llevaba algunas prendas de ropa, una dirección garabateada en un cacho de papel y dos o tres libros de esos que me sé de memoria, y que nomás agarro para conjurar el horror de los trayectos. En La Habana, en mi casa de Almendares, había dejado cuanto podía dar cuentas de mi pasado: fotos — muchas fotos — , las noticas manuscritas que los amigos y novios me pasaran de contrabando en las clases de matemáticas, los diplomas de la primaria. De alguna manera, me percato hoy, realicé aquel viaje a oscuras, mirándome avanzar incrédula ante la enormidad de romper con la jornada de una sola pieza en la que me movía permanentemente. Observándome desde afuera, tratando de adivinar cuál sería el próximo paso, y si de verdad aquel salto temporal que hacemos los que allí nacimos — nada extraordinario, por otra parte — era el final efectivo de algo, el inicio de otro algo o qué.

Y, claro, sobrevino el descalabro. La idea enfermiza de regresar a ver cómo se efectuaba — mecánicamente hablando — el hechizo de aquel estatismo inmemorial, y la idea, un tanto más perturbadora, de que penetrar la velocidad hiperlumínica del “progreso” implicaba un par de renuncias para las que no sabía si estaba lista. Yo iba y venía. Pero cada vez que desembarcaba en Las Habana, en La Habana quedaba menos gente. Menos amigos, se entiende, menos familia, menos posibilidades. Mi mamá se sentaba a los pies de mi cama e iba enumerando, en un recuento muy desolador, los nombres de quienes se habían largado. Mi madre lleva esas cuentas, como si quisiera poner una barrera verbal al desmoronamiento inevitable del ayer. Después me volvía a Guadalajara, lo hacía con un mantra instalado en la mente: este inicio debe terminar ya. Algunos años más tarde, cuando unos amigos me invitaron a Bamoa, sentí que debía mudarme a aquel sitio. Un pueblito con un río, imagínense. Y después a la Ciudad de México porque, según, había múltiples oportunidades. ¿Qué diablos perseguía?, me pregunté varias veces. Instalada como estaba en la noción de la permanencia me resultaba difícil sopesar las bondades de la larga distancia. Hasta que me hablaron de la nieve, y allá fui. Abriendo nuevos agujeros en un mapa infectado de caminos cuyos límites se difuminaban en el horizonte.

Pero la nieve, como cualquier otra mitología, no garantiza absolutamente nada. Encima, el planeta Tierra es una esfera bastante perfecta, de forma que la perspectiva de tropezar con la esquina última y caer al abismo de lo desconocido quedó descartada desde hace unos cuantos siglos, ¿o será que nunca existió? Yo podría caminar y caminar, y tomar cuantos vuelos quisiera, y cuantos trenes llegaran a las terminales de T o a la ferrocarrilera de La Habana, que la calle siempre tendería, con idéntica crudeza, a infinito. Una especie de corrupción de origen, el defecto de fábrica al que te adaptas si creces en Cuba, se imponía sobre mi habilidad para fabular destinos posibles. Todos los días son iguales, creía recordar, incluso si dentro de ellos los acontecimientos estaban existiendo para dar cuerpo a un futuro de naturaleza asintótica. Ya se sabe, una línea que se va desplazando junto con uno y que sólo llega a tocarnos en la dimensión difusa de la proyección.

En uno de los capítulos iniciales de Mad Men, Rachel Menken le recuerda a Don, tras soltarle la mano y dejarlo por su cuenta, el significado irreconciliable de la palabra utopía: “el buen lugar”, “el lugar que no puede ser”. Lo dice con aquella voz primitiva, pausada, irrefutable. Y no se equivoca. El lugar que no puede ser.

Algunas de mis amistades, debo confesar, vivían de espaldas a este asunto. Tenían sus hijos, y sus trabajos, y sus domingos con ron y el cigarrito después de comer. Como a cada uno de los cubanos, les habían tocado sus buenos golpes, pero igual habían sabido bandearse con lo poquito que les iba quedando. A veces yo les envidiaba tener un eje que las anclara a la tierra firme de la nación, aunque ese eje constituyera una frágil profesión de fe. Pero en el 2020, y en el 2021 ese encantamiento también se vino abajo y el andamiaje totalitario quedó expuesto en toda su obscena desnudez, de la misma manera en que había estado expuesto desde hacía rato, la verdad, pero ahora con la peculiaridad de que la memoria dejó de funcionar como liturgia de la cotidianeidad y empezó a creer que sí habían existido otras eras y, por tanto, existirían unas nuevas. Pensé que era viable, al fin, que la historia de este tiempo se filtrara por entre la gasa que cubre la superficie del territorio nacional.

Mi amiga Maria Luisa fue de las últimas en irse. Con el pragmatismo que le caracteriza, una tarde armó sus maletas y compró un billete para Barcelona. Renunciaba a muchas cosas, demasiadas, y sin embargo jamás me dijo que quisiese cobrar deuda alguna ni que pudiera moverse en otro sentido que hacia adelante. Hace poco, una compañera de su nuevo trabajo, al enterarse de que era prácticamente una recién llegada, le preguntó que si no extrañaba. Maria Luisa me cuenta que aquello la agarró movida de lugar, que le dio un par de vueltas al asunto antes de responderle que no tenía idea, que ella no pensaba en eso.

Después de deambular varios años yendo y viniendo de mi vida como si fuera, a ratos, la de alguien más: la de una mujer, pongamos, marcada por su nacimiento y la obsesión enfermiza de los retornos; después de dudar sobre la cuadrícula específica en la que fijar el inicio de los tiempos y, a partir de ahí, nombrar un destino cualquiera que me permita caminar consciente del desplazamiento, he querido curarme del hábito insular de viajar en círculos concéntricos. En eso ando, también forzada por el hecho irreversible de que Cuba, de a poco, se va desdibujando como el objeto exclusivo de mis afectos. Hay un tipo de partidas que no se juega en la horizontal, una noción verticalizada de las cosas que se mueve hacia adentro, hacia las entrañas, o que se abre al discreto encanto del libre albedrío. Brodsky decía que “el presente contribuye activamente a engendrar el pasado, y no tanto a la inversa. Todo coche que atraviesa un cruce hace más obsoleta, más antigua, la estatua ecuestre que allí se encuentra (…)”; me quiero montar en sus palabras y en el coche que atraviesa el cruce, me quiero olvidar del tren con destino a T, del avión que aterriza en las noches mexicanas de todos los 2013 de mi vida, del borde último del mapamundi humano, perdido por allá por Alert, la ciudad más septentrional del continente. Invierto la ecuación, la reordeno como hice una vez con los sobrantes que me habían quedado, y me digo que el futuro contribuye activamente a engendrar el presente, algo suyo reverbera aquí. Y que existen los finales, claro, y existe además el día después.

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Daleysi Moya

(La Habana, Cuba, 1985) Daleysi Moya (La Habana, Cuba, 1985) Crítica de arte y curadora. Perdida por los caminos de la escritura y la historia del arte. A veces piensa que se llama Anna, despierta en la Rusia del XX y desayuna con Mayakovsky.

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