Viento divino

Revista Catástrofe
Revista Catástrofe
3 min readSep 4, 2023

Renovadora
Después de la violenta tormenta
Sube la luna radiante
– Takijirō Ōnishi

El honor: el intangible más preciado, el motor más potente, el arma invisible que nos hace indestructibles. No existe un Japón sin el honor. En mi familia, como en muchas, está cargado de historia y de simbolismo. En mi árbol genealógico hay nombres, escritos con tinta especial, de familiares samurai. Y junto a algunos de ellos hay un símbolo sagrado que indica que realizaron seppuku antes de ser capturados o de arriesgar su reputación.

Mi madre y mi abuela llevan más de una semana bordando y saliendo con un grupo de mujeres, a pedir algunas puntadas para mi cinto senninbari. Esas mil puntadas me acompañarán como amuleto en la misión. Su tacto me reforzará el espíritu cuando lo sienta flaquear. Mientras ellas bordan, yo entreno.

Hace casi un mes, el teniente Seki supervisó mis maniobras aéreas y al terminarlas me entregó un hachimaki blanco con el tradicional sol rojo en el centro, fue su forma de felicitarme. Lo tomé con ambas manos y realicé una reverencia que habría hecho sentir orgulloso a mi padre. Me pidió que lo acompañara hasta su despacho y, mientras caminábamos por la pista, me explicó la misión de la Unidad Especial. Antes de partir, me sugirió que trabajara en un poema de despedida: “Escribe un jisei no ku, te dará templanza. Trabájalo por la noche y guárdalo en el bolsillo de tu chamarra. Tenlo siempre a la mano.”

Amanece. Ha llegado el día. Recito el poema en mi mente mientras me visto para la batalla. Amarro el hachimaki a mi frente, cierro los ojos e invoco a mis antepasados: les pido que me acompañen. También llevo puesto el cinto bordado que mi madre terminó de bordar apenas anoche. Cuando me despide, antes de hacer una reverencia, se asegura con la mirada de que lo lleve puesto.

Al llegar a la pista se respira solemnidad. El teniente nos alinea a todos y tras decir unas palabras nos comparte un poco de sake. Lo bebemos en silencio y subimos a nuestros aviones. Sobre el asiento hay una bandera doblada y una pequeña katana.

Despegamos. El cielo de octubre siempre me ha resultado especial, de un tono diáfano precioso, lo considero una buena señal. Mientras me alineo con mis compañeros paso mis dedos sobre las puntadas de mi madre, mi abuela, todas las mujeres que me desean buena suerte. En poco tiempo la inmensidad del océano se abre ante mis ojos, el maravilloso Pacífico. Debajo, a lo lejos, el objetivo: un inmenso portaaviones americano. Recibo la señal, pronuncio por última vez el poema, apunto hacia una “X” imaginaria, hacia la pista de aterrizaje del navío. Nos zambullimos en picada. Parecemos una parvada de pelícanos que implacablemente se lanzan hacia sus presas. Cierro los ojos y suelto el mando. Escucho el sonido de las alarmas del avión, el aullido de alerta del portaaviones, pero sobre todos ellos se imponen en mis oídos, los latidos de mi corazón.

–––––

Fernanda Villava
(Guadalajara, 1985)

Es un amasijo de persona que estudió comunicación y que pendulea entre la escritura, la fotografía y el collage. Renace cada vez que bucea; desearía tener agallas para mudarse bajo las olas. Ilustró con collage el volumen 9 de la Revista Catástrofe. Sus textos están regados: en podcast, fanzine, próximos a ver la luz en Soflama, en addanomad, en Medium o danzando en su computadora. Se encuentra en todos lados como @fervillava.

--

--