Lección Aprendida

A golpes -literalmente- también se aprende

Noel Delgado Mujica
En Español Gran Revista

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El Dr. Clark Dalem no sólo fue mi profesor en tres asignaturas de posgrado en mi universidad en los Estados Unidos, sino que, al cabo de unos meses de habernos conocido, llegó también a brindarme su muy especial amistad y deferencia.

Clark, a secas, como a él le gustaba que lo llamaran sus estudiantes, era un profesor muy apreciado por todos quienes tomaban sus cursos. Era difícil sustraerse a su manera de enseñar, su trato sencillo y amable, su permanente entusiasmo y su manera especial de involucrarse en su empeño de lograr en el alumnado un aprendizaje valioso y duradero. Clark era bostoniano y, para entonces, apenas superaba los treinta y siete años de edad.

Fueron muchas y muy variadas las conversaciones que sostuve con Clark, dentro y fuera de la universidad, así como muchos y muy variados los temas que llegamos a abordar en las mismas, lo que me permitió descubrir su sólida formación científica, social y familiar, además de adquirir de esas conversaciones muchos más aprendizajes que los obtenidos en las horas formales de clases.

Llamó mucho mi atención la consideración que mostraba Clark por los extranjeros en suelo norteamericano y, en especial por los estudiantes latinos en universidades de su país. También mostró siempre gran preocupación por el futuro de la educación en Estados Unidos y en el mundo, temas que pueden ser objeto de otros artículos escritos en esta plataforma.

En sus clases era Clark jovial e informal, amplio y democrático. Permitía y estimulaba la participación libre de los estudiantes cualesquiera que fuera su posición, opinión, credo, origen o enfoque. Clark daba cabida a todos sin reparar en temática tratada o tiempo utilizado para intervenir. Eran verdaderas sesiones de aprendizaje, no sólo de la materia que enseñaba, si no de cualquier tema que se nos ocurriera ventilar en el salón. La única condición para esas sesiones era el respeto por la opinión o la disertación de los demás.

Tenía Clark una costumbre, dentro de su proceder informal en el salón de clases y era que, cuando ya quedaba en sus manos el último y minúsculo trocito de tiza, solía mirar hacia alguno de los alumnos y lanzarle “cariñosamente” el mencionado diminuto fragmento de gis.

La reacción era por lo general, sonreír, tomar el trocito de tiza y, más tarde, desecharlo o triturarlo. Yo diría que cada uno de los estudiantes esperaba ser, en algún momento, la persona designada por Clark para lanzarle la pequeña porción de tiza que cíclicamente quedaba en sus manos. Por el hecho siempre había comentarios, bromas, juegos y risas.

Al regresar a mi país, con mi respectiva certificación de postgraduado, opté por un cargo docente en una universidad nacional y, para mi gran satisfacción, resulté seleccionado. Un mes después me estaba desempeñando como profesor al frente de dos nutridos grupos de estudiantes de diferentes orígenes nacionales y de diversas condiciones socioeconómicas. Quise, desde un principio, poner en práctica, en el salón de clases y fuera del mismo, muchas de las enseñanzas de Clark, sus estrategias, su estilo, su manera de involucrarse con el aprendizaje de los estudiantes. Era un modelo que traté sistemáticamente de seguir en mi ejercicio docente.

Una tarde, ya a finales de aquel, para mí, primer semestre de labor universitaria, me sorprendí a mí mismo lanzando, sobre el grupo de desconcertados estudiantes, el último y muy pequeño trocito de tiza que quedaba en mi mano, lo cual me pareció que causó entre ellos extrañeza y sonrisas de confusión. Confieso que si lo había hecho antes de ese momento, no me había cerciorado de ello.

Desde aquella tarde, el hecho, ya consciente para mí, se me fue haciendo usual. Estaba repitiendo aquella conducta que aprendí de Clark en sus amenas clases de postgrado. Debo decir que disfrutaba el momento que se repetía varias veces en cada encuentro formal del horario de clases. Daba por sentado que los muchachos lo encontraban, cuando menos, entretenido.

Al comenzar el nuevo semestre académico ya la práctica de las estrategias docentes de Clark me era bastante familiar y, según mi singular criterio, resultaban efectivas. Y se volvió rutinario lanzar sobre algún estudiante el último trocito de tiza que quedaba en mi mano luego de haber gastado el resto en la escritura sobre la pizarra.

Fue así hasta aquella mañana de noviembre en que el dichoso pedacito de tiza aterrizó al azar sobre el pecho de Fernando Melo, un fornido y silencioso muchacho de color moreno, cabello muy liso y ojos oscuros. Se levantó al instante de la silla como impulsado por un fuerte resorte. El rostro pálido y los ojos llameantes de furor. Hacía girar entre los dedos de su mano derecha el trocito de tiza que recogió veloz de entre sus papeles.

¿Qué le pasa a usted, profesor?, -me increpó con voz subida de tono. Y luego continuó diciéndome que aprendiera respetar, que él era un hombre y que yo podía hacer my jueguito con otros, pero que él no me lo permitía. Finalizó lanzándome el trocito de tiza, violentamente sobre mi cara.

Aquella reacción me tomó francamente desprevenido. No atinaba a decir nada que valiera la pena. Se me atragantaron las palabras y se me nublaron las ideas. Cuando pude le pedí a Fernando que me perdonara, le dije que él tenía toda la razón y, desconcertado, prometí ante todos no repetir aquella conducta. Fernando se sacudió un poco la camisa y salió del salón diciendo cosas que no atiné a entender pero que, seguramente, eran otros merecidos insultos en mi contra.

Tiempo después tuve la oportunidad de volver conversar con Fernando cuando ya era él un profesional egresado de la universidad. Un tanto apenado, quiso ofrecerme unas palabras de disculpa y finalmente, quedamos como amigos. Para entonces habían pasado ya varios años de que los inútiles pedacitos de tiza que quedaban en mi mano iban, cuidadosa e inequívocamente, a parar directo al cesto de la basura.

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