Acciones urbanas: otra lectura

Por Clemente Padín

Revista Hugo
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Algunos críticos de arte y artistas pasados en años creen estar reviviendo, otra vez, la historia de los sesenta. Hoy parece que se estuviera agotando el individualismo rampante de las últimas décadas y volvieran a surgir los grupos y colectivos de artistas. Concomitantemente hay un desplazamiento de las salas cerradas al aire libre, a la calle. Parecen dos fenómenos distintos, pero se interrelacionan. El arte de la acción de los sesenta cobra nuevo impulso y renacen las viejas propuestas en reacción a la fría y mecánica interface de los nuevos lenguajes tecnológicos que, en opinión de algunos de aquellos cultores, separan a la gente, no solo de la vida sino, también, de sus congéneres, impidiendo actuar a la única interface que legitima la condición humana: el diálogo interpersonal.

Por ese mismo y otros motivos, en aquellos tiempos, se condenaba a las instituciones culturales asociadas al poder y al estatus político-social. Me refiero, sobre todo, a los museos, galerías, instituciones de enseñanza de arte, medios de comunicación, etc., que creíamos que eran agentes del contralor institucional sobre la sociedad y los individuos. Por eso salíamos a la calle, “allí, donde está la gente”, sin importarnos demasiado la eficacia ni la competencia artística de lo que hacíamos, ya que eso depende, sobre todo, de la situación político-social del momento histórico y del aire que respira la gente en cada lugar. Nuestras intervenciones eran ocasionales, momentáneas, repentinas, inesperadas… difíciles de reprimir. Solo perseguían la deslegitimización de los hábitos sociales y la deconstrucción de las convenciones, es decir, apuntábamos al sistema de relaciones sociales fundamentado en un régimen económico injusto. Pero lo limitado de nuestro radio de acción y la nula difusión pública nos las hacía ver como quijotescas acciones inútiles cuya última razón habría que buscar en la juvenil (o generacional) necesidad de una identidad propia. Por otra parte, el propio sistema sabía cómo manejar estos cuestionamientos. Precisamente, la fortaleza de sus “amortiguadores” se juzgaba por el resultado de las acciones que realizábamos, que era, por supuesto, el silencio y la nada. La única enseñanza que obtuvimos fue que, para mantener la vigencia de nuestra actividad artística, necesitábamos estar al tanto de las condiciones sociales y del avatar histórico para encontrar, en ellos, los temas y las razones de nuestras intervenciones. Está claro que una sola persona no hubiera podido hacer nada. Por esa razón es que, a la instancia del arte en la calle, se suma la aparición de agrupaciones y colectivos.

En virtud de las dictaduras de los setenta en nuestros países, tenemos harta experiencia acerca de cómo se vehiculizaban las protestas y cómo se aseguraban los mensajes evitando caer en la represión brutal de los militares. Aún hoy se siguen recogiendo los testimonios de cientos y cientos de acciones culturales y artísticas de este tipo. Otro tanto podrían contar los artistas y comunicadores de los países de la Unión Soviética, del Pacto de Varsovia o de la Alemania e Italia fascistas. El substrato político-social y el momento histórico, tanto local como global, en cada caso, determinaban la forma y el cariz que habrían de tomar las protestas artísticas. En nuestras sociedades latinoamericanas, dependientes, corruptas, sujetas al carro imperial, donde los niveles de pobreza no cesaban de crecer, la represión de este tipo de acciones es laxa y, en casi todos los casos, inexistente. Esto se debe al pequeño radio de difusión de la obra y al silencio con que los medios acogen, en general, estas experiencias artísticas. Apenas alguna amenaza penal en los casos en los que se ataca la memoria de los políticos históricos o del Panteón Oficial, sobre todo. En este sentido, la represión del arte en la calle difiere de la represión en las áreas artísticas por excelencia: el museo o la galería. Allí, las denuncias adquieren otra fuerza en razón del escenario, no solo la denuncia en sí misma sino la deslegitimización del soporte. Por otra parte, conviene tener presente que nuestras sociedades no necesitan de la represión para hacer frente a las acusaciones o actitudes discrepantes de nuestros pequeños grupos (“grupúsculos de inadaptados”, los llama la prensa). Ya Marcuse había señalado que las críticas, sobre todo las radicales o subversivas, ayudan a mantener la ilusión de la democracia plural aún en el marco de la mayor desigualdad económica, como en nuestro caso. Por ello, en aras de la eficacia, a veces, antes que realizar denuncias altisonantes de problemas puntuales (por otra parte ya conocidos) es preferible poner en evidencia las contradicciones ideológicas del sistema social, teniendo en cuenta que la viabilidad y competencia de la obra depende del área de su difusión.

AIRE, Intervención Urbana cum Performance, Caracas, Venezuela 2007

Tampoco puede medirse la eficacia del arte en la calle por sus conquistas políticas. Apenas sí le es dable integrarse ideológicamente a otros movimientos de mayor envergadura, que persigan directamente esos objetivos. La índole del trabajo artístico en la calle es la de señalar las contradicciones sociales, y no movilizar a las masas, valiéndose de los medios y soportes propios de la calle. Esto les obliga a mantener su independencia y marginalidad con respecto a partidos políticos u otras formaciones culturales, incluso sociales, aunque no aspiren a ello.

El otro eje de la actividad artística de aquellos años era la participación del espectador. Hay que buscar la tradición de la participación en las tendencias conceptualistas surgidas a fines de 1950 con la actividad de John Cage y muchos integrantes del grupo Fluxus. También la “Poesía para Armar”, del poeta francés Julien Blaine y el “Poema/Proceso” brasileño originado de la obra de Wlademir Dias-Pino. En el Río de la Plata, recordamos la propuesta del poeta argentino Edgardo Antonio Vigo, la “Poesía para y/o a Realizar” y mi propuesta hacia un arte sin objetos, inobjetal y efímero, que impulsé a comienzos de los setenta. Hoy día esa participación se da a nivel de los nuevos lenguajes electrónicos, en la interactividad, es decir, la interrelación del lector con la obra digital, donde realmente ejerce su creatividad de acuerdo a la propuesta del autor. También, si el “lector” lo desea, puede modificar el texto valiéndose de los mismos instrumentos que aplicó el autor. No cabe duda de que la aparición del instrumento “interactividad”, al igual que el instrumento “participación” de los sesenta, propicia la comunicación real y genuina.

Hoy, a la luz que nos da la distancia, observamos que, si bien nuestra actividad podría ser considerada como alternativa o marginal, no molestaba en absoluto al sistema, puesto que la realizábamos al margen de las directivas políticas de las organizaciones de masas. Éramos autónomos pero, justamente por eso, permanecíamos fuera de los movimientos de masas. Por otra parte, realizar intervenciones y eventos en la calle nos mantenía fuera del mercado del arte y, sobre todo, nos permitía mantener el control sobre nuestras obras, lo que no es poco.

El arte en la calle está condicionado por las circunstancias socio-económicas locales que, a su vez, se reflejan en la situación política imperante en el lugar. Es en ese marco mutable y cambiante en extremo donde se cristalizará la obra. La calle tiene su propia lógica de consumo y la funcionalidad de las obras (su adecuación) dependerá de los vaivenes de la vida social. Por eso las propuestas se verán una y otra vez alteradas en tanto se vayan modificando esos parámetros.

En la discusión en torno al arte se afirma, muchas veces, que las prácticas que sirven de referencia al arte en la calle llevan a cabo una estetización de la política. Como sabemos, las distintas áreas de la actividad humana están interrelacionadas, y nunca es posible hallarlas en estado puro, es decir, por ejemplo, en un acto político encontramos determinantemente elementos de expresión política y, subsecuentemente, elementos sociales, estéticos, religiosos, etc. El arte en la calle no lleva a cabo una estetización de la política, sino que asume las instancias estéticas de la política e intenta dirigirlos en contra de sus creadores. Aunque pueda afiliarse a algún movimiento, siempre comporta una actitud respecto a la acción política.

El arte en la calle identifica estas reglas a nivel de la gramática cultural, de las convenciones y de las normas convertidas en vinculantes de manera verbal o no verbal, y las ataca mediante intervenciones momentáneas, inesperadas y, en consecuencia, difícilmente reintegrables o reprimibles. Las acciones persiguen, por lo tanto, la deslegitimación de las normalidades aparentes. Allá donde las convenciones habituales aparecen como naturales y definitivas, nos remiten a su construcción social y nos muestran así también su carácter modificable. La opinión pública funciona, entre otras cosas, porque apenas sí se cuestionan las normas y reglas que fundamentan el sistema de relaciones sociales. Atacar y formular reglas de juego propias significa poner en cuestión la legitimidad del sistema.

Las pintadas callejeras de Juan Loyola, Caracas, Venezuela

De acuerdo a una nota anterior (2):

«El arte en las calles es una forma molesta e irritante de traer al dominio público las contradicciones y anacronismos propios del sistema y opera como una “plausible guerrilla” en el sentido de que si bien su actividad es subversiva, no lo es tanto como para ser reprimida por el aparato de contralor respectivo. Es, sin duda, una forma de práctica artística, y hoy en día se deciden por ella pequeños grupos temporales que no pueden movilizar a las masas y que, por lo tanto, no tienen más remedio que desarrollar formas visibles de intervención pública con un esfuerzo mínimo valiéndose de todas las posibilidades que la lucha social le abre. Las acciones que así se realizan tampoco necesitan de masas para su realización, sino de grupos pequeños que actúen con decisión y conocimiento del contexto social. Lamentablemente, como nota negativa, se constata que estos grupos, precisamente por actuar al margen de directivas políticas o sociales expresas, son en sumo grado autónomos y, eso, los hace situarlos al margen de las masas, aunque no sea su deseo.

El arte en la calle puede hacer tambalear, atacar y deslegitimar la naturalidad de las pretensiones de dominio y el supuesto orden natural del poder en la actual sociedad. Puede contribuir a abrir de nuevo el espacio en el que se articulen ideas discrepantes sobre las relaciones sociales e intervenir en procesos de discusión relevantes. Y, por toda otra consideración, se sitúan al margen de la institución capital de este sistema: el mercado (en este caso: el mercado del arte). Si según McLuhan “el mensaje es el medio” entonces, por encima de los contenidos políticos y/o sociales del arte en la calle, lo que realmente trasmite es su irrenunciable voluntad a negarse todo lo que se oponga al armonioso desarrollo de la vida social.»

Según un temprano ensayo de Néstor García Canclini (3), las actividades artísticas de esta modalidad pueden agruparse en cuatro áreas:

“1) las que procuran modificar la difusión del arte trasladando obras de exhibición habitual en museos, galerías y teatros a lugares abiertos, o a lugares cerrados cuya función normal no está relacionada con actividades artísticas; 2) las obras destinadas a la transformación del entorno, la señalización original del mismo o el diseño de nuevos ambientes; 3) la promoción de acciones no matrizadas, o de situaciones que —por su impacto o por las posibilidades de participación espontánea que ofrecen al público— inauguran formas de interacción entre autor y destinatario de la obra y/o nuevas posibilidades perceptivas; 4) el último modelo comparte con el anterior la producción de acciones dramáticas y de sensibilización no pautadas, pero busca actuar sobre la conciencia política de los participantes, y convertir las obras en ensayos o detonantes de un hecho político.”

Las obras que consideramos caerían en los puntos 3 y 4 de la escala de Canclini. Las formas irregulares (“no-matrizadas”) provocan, a veces, situaciones no previstas por el autor, alterando las formas convencionales de relación, tanto de las gentes entre sí y con la obra como con su entorno físico, la ciudad. Existe toda una gama de posibilidades de participación popular que van desde la mayor permisividad, como por ejemplo en el happening, al control absoluto de la obra, pasando por situaciones intermedias en las cuales los espectadores pueden ocuparse de ciertas áreas de la creación, de acuerdo al proyecto del artista.

Precisamente, una de las formas que más se avendría a ser realizada en la calle es el happening, en el que los límites entre la realidad y la ficción no existen, y la categorización acción/representación desaparece en aras de la desarticulación de los referentes. Todo es imprevisto y predomina la libre asociación, tanto física como psíquica. La indeterminación del discurso existe en tanto se genera y se consume. Ese consumo inmediato y conspicuo y la dificultad por establecer sentidos provocaron rápidamente su agotamiento como forma expresiva.

En la Argentina, un precursor de estas formas fue Alberto Greco, quien a comienzos de la década de los sesenta ya realizaba eventos artísticos en plena calle (por ejemplo, encerraba a los transeúntes dentro de círculos y los declaraba “esculturas vivientes”). Así, desaparecían las diferencias entre las artes, operadas por el espíritu iconoclasta de Greco y, también, por el marco de referencias que imponía la calle en tanto soporte. Para otro pionero de los sesenta, Edgardo Antonio Vigo (4), el arte debe exigir la participación creativa de los espectadores, proponiendo, incluso, cambiar el nombre a los otrora consumidores por el de “creador”, para destacar la integración autor=consumidor. Su primer señalamiento data de 1968 y se realizó en La Plata, Argentina, en un cruce de avenidas. Manojo de Semáforos intenta la recuperación de significaciones perdidas por el uso y la habituación social. El happening se desarrollaría y desaparecería rápidamente dejando, como hitos históricos de su existencia entre nosotros, El Batacazo y La Menesunda, obras realizadas por la artista argentina Marta Minujin a fines de los sesenta.

El cuarto punto estaría reservado para aquellas actividades artísticas que, con énfasis en la dimensión política, intentan modificar la opinión pública en torno a problemas socio-económicos de candente actualidad. Para ello, sin duda, el medio competente es el “teatro callejero”. La otra forma que participa de la adjetivación “escénica” es la performance.

El estrecho margen que separaría a la obra de arte del evento político o el acontecimiento social obstaculiza la comprensión del proceso. De hecho, para los que piensan que las estructuras que compactan a cualquier agrupamiento son indisolubles e interinfluyentes, esta discusión no se plantea, puesto que el arte, en tanto expresión simbólica de la sociedad, no puede dejar de remitir a su realidad, tanto social como económica, política como institucional, etc. En cambio, para los puristas que sostienen la autonomía total del arte en relación a la realidad, estas formas no merecen ser llamadas “artísticas”.

Uno de los criterios válidos para precisar una actividad de otra sería observar dónde recae la determinación del lenguaje artístico empleado, es decir, cuál es la función del lenguaje que predomina sobre las demás. Si predomina la función poética (al decir de Jakobson) o la función retórica (como prefiere el Grupo M de Lieja) es arte. En caso contrario, cuando predominen otras funciones y se constaten figuras retóricas, los textos podrían corresponder tanto a actividades políticas como sociales, religiosas como festivas. A veces, la discusión se plantea cuando los manipuladores de opinión pretenden valerse ideológicamente de estas formas de conciencia social, privilegiando contenidos tendenciosos, diluidos en formas de expresión conocidas y aceptadas por el establisment, como suelen practicar los medios.

El sistema social del capitalismo tardío no necesita de la coacción directa de la fuerza o el terrorismo de Estado para mantener su dominio. El análisis crítico de estas sociedades realizado por Herbert Marcuse subraya que entre los fundamentos de las democracias burguesas representativas figura el saber soportar y recuperar las opiniones discrepantes y las desviaciones culturales hasta un grado moderado de radicalidad. La crítica puede contribuir, en estas condiciones, a mantener una ficción liberal de diversidad plural, que no deja ver las estructuras institucionales jerárquicas y económicas desiguales. Por este motivo, el arte en la calle no suele formular posiciones propias sino que critica las reglas de juego aparentemente evidentes, normales y naturales, que determinan lo que está permitido y lo que no. Está claro: el sistema sabe cómo absorber estos cuestionamientos. En la actualidad su fuerza se basa más en la integración de las propuestas disidentes que en su represión. Esta capacidad de adaptación, sin embargo, también significa que los artistas en la calle solo pueden funcionar si se cuestionan continuamente y analizan las condiciones sociales de cada momento para encontrar siempre nuevas posibilidades de intervención.

De allí, también, el falso concepto de legitimización social a través de la aceptación de las instituciones rectoras del arte: el museo, la crítica y el mercado. Agréguesele a esto la confusión ideológica acerca de la “definición” del arte: el arte como agitación subversiva o el arte como expresión simbólica de la sociedad. Es decir, el arte en la calle como disrupción, como rechazo a formas de vida indeseadas que nos impone el sistema vigente, o el arte en la calle como expresión alegórica de la vida social. Entre ambos polos, el social y el artístico, corre toda una serie de actitudes intermedias cuyos matices irán marcando el perfil de cada grupo y de cada artista.

(1) Padín, Clemente. De la Representation a l´Action, Editions Anartistes, DOC(K)S, Marsella: Editions Anartistes, 1976.

(2) Padín, Clemente. “El arte allí…donde está la gente”. Escáner Cultural <http://www.escaner.cl>, nro. 48, Marzo, 2003, Santiago, Chile.

(3) García Canclini, Néstor. “Vanguardias Artísticas y Cultura Popular”. Transformaciones, fasc. 90, CEAL, Buenos Aires, Argentina, 1973.

(4) Vigo, Edgardo Antonio. “LA CALLE: escenario del arte actual”. OVUM 10. nro. 6, Marzo, 1971, Montevideo, Uruguay.

Hugo no se responsabiliza por las opiniones vertidas en esta publicación.

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