Arte degenerado, arte de la no identidad

Por Roberto Echavarren

Revista Hugo
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Hegel y Marx construyen una filosofía de la identidad: una afirmación, confrontada a su negación, lleva a una nueva afirmación o síntesis. La dialéctica hegeliana oblitera y destruye las diferencias concretas y efectivas en dos momentos distintos: primero, empuja todas las diferencias al punto de la contradicción, enmascarando sus especificidades; y precisamente porque las diferencias son vaciadas como términos de contradicción, es posible subsumirlas en una unidad. Para Marx será el Capital, la Clase. Son cosificaciones. Pero no hay un capitalismo ni una ley. Esos momentos relacionados de la identidad y la contradicción forman el esqueleto lógico que Hegel consideró el modo efectivo de la progresión del pensamiento en la historia (la dialéctica), y que Marx utilizó para explicar la dinámica social. El problema con Hegel, y también con Marx, es que el asunto discutido nunca se separa del método, del sistema, tiene que caer en las grandes categorías: si no es esto, es lo opuesto. El método (dialéctico) se sobreimpone, sobredetermina cualesquiera “contenidos”, trátese de interpretar la historia o el acontecimiento.

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Alrededor del acontecimiento de mayo del 68 francés, pensadores como Deleuze y Foucault intentaron concebir el poder y la dinámica social en términos diferentes. La lógica de la historia (de Hegel y Marx) era para ellos un constructo abstracto y no acreditable. No un verdadero proceso, sino un saco demasiado grande por cuyos agujeros escapa todo lo que vale la pena en nuestras vidas. Surgen con toda evidencia problemas que el marxismo soslayaba, evitaba o ignoraba.

Tanto Deleuze como Foucault reconocen reclamos de grupos minoritarios combatientes, como por ejemplo el combate de las mujeres en pro de la igualdad de oportunidades con respecto a los hombres, en contra de la violencia doméstica o a favor del aborto. Pero para ambos esta lucha remite a otro combate, el que se plantea contra la noción misma de identidad, contra lo que Deleuze llama la “máquina binaria” que dicotomiza.

«Esto no quiere decir que la lucha al nivel de los axiomas carezca de importancia; al contrario, es determinante (en los planos más diferentes: luchas de las mujeres por el voto, el aborto, el empleo…) Pero también, siempre hay un signo que demuestra que esas luchas son el índice de otro combate existente»

Aquel lenguaje que busca des-ontologizar los géneros. (1)

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Tener identidad de hombre es verse atrapado en una “máquina binaria”, que descarta su opuesto, según el modelo excluyente de la contradicción: u hombre o mujer; mantiene atrapado en una opción que determina: o esto o lo otro. Un devenir, entretanto, tal cual lo entiende Deleuze, contrarresta esos efectos: libera el deseo encarcelado «en y por los organismos y los géneros». (2)

Las máquinas binarias de codificación, operativas en el conjunto social, establecen clases, sexos (hombre/mujer), edades (niño/adulto), razas (blanco/negro), sectores (público/privado) y subjetivaciones (nuestro/ajeno). A los elementos que no caben en una u otra categoría, la máquina binaria les adjudica una forma derivada, pero continúa dicotomizando: “Si no eres blanco o negro, eres mulato; si no eres hombre o mujer, eres travesti”.

Confrontamos, no obstante, criaturas que ya no son hombres o mujeres, que ya no tienen los rasgos de una clase, confrontamos grupos «como pequeños linajes que ya no responden a las grandes oposiciones». No es, por cierto, una cuestión de síntesis dialéctica. Un tercero emerge siempre de otra parte, abrupto error de malaprendizaje de la vida, rebeldía inexplicable, a veces silenciosa, de un cuerpo no siempre bien domesticado, que no se inscribe en la oposición, ni tampoco en la complementariedad. No es necesario agregar “un tercer sexo, una tercera clase, una tercera edad”, sino trazar otra línea en el medio de los segmentos rígidos, «una línea que los arrastra según cierta variable y acelera en un movimiento de fuga o de flujo». Esos flujos ya no pertenecen a uno u otro polo de la máquina binaria «sino que constituyen el devenir asimétrico de los dos». (3)

«La vergüenza de ser hombre: ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? (…) Se deviene mujer, se deviene animal o vegetal, se deviene molécula hasta devenir imperceptible.»

Es «una línea mágica que escapa de la hegemonía de los roles». (4)

La hegemonía del hombre aprisiona tanto a los hombres como a las mujeres. Una liberación de género, una línea de fuga, traspasa fronteras, traza una cartografía, un recorrido, una danza, un devenir. Cualquier cosa menos el bochorno de ser hombre: devenir mujer, devenir animal, devenir planta, según una estrategia micropolítica de fugas, de acuerdo a un deseo que mitiga los segmentos solidificados de los roles. Deleuze no es menos inmanentista. Concibe agenciamientos desnormalizadores, desvíos al azar de un acontecimiento, trazas aleatorias donde emerge un neutro no marcado, una diferencia según variantes de ocasión. Se repite, siempre, una diferencia: diferir con respecto a uno mismo, con respecto a cierta identidad. No vuelve lo mismo, sino la diferencia, según un latir, un insistir, un vibrar de acuerdo a tal o cual estímulo. No es un proceso solo individual, aunque tampoco es necesariamente colectivo. No es un proceso abstracto, tampoco es representacional, sino minoritario, material, inmanente.

Jacques Lacan concibe el deseo a partir del Uno supuesto que no puede completarse: el sujeto desea a otro, el deseo es carencia, ambición siempre insatisfecha de totalidad, y esta carencia no es sólo incidental, sino constitutiva: una estructura, una relación constante entre variables fenoménicas. Se llama castración.

Deleuze no parte del Uno, sino de las multiplicidades. El Uno es extraído de las multiplicidades (n-1) que son el dato primario, y no a la inversa. El deseo es para él, no el índice de un carecer, sino la capacidad de una transformación. Imanta un plan de consistencia a través de multiplicidades, de series. Si el deseo puede ser fuga, será fuga de las formas o los caminos segmentados; se distancia de sí para impulsar nuevas líneas, devenires.

Mayo del 68 fue un acontecimiento no programado, en rigor, imprevisto: crítica puesta en acto. Y corresponde en el tiempo no con Rousseau ni con Robespierre, sino con Foucault y Deleuze. ¿Quiénes eran ellos, y muchos otros, entonces? ¿De qué contaban? ¿Cómo se posicionaron o cómo intervenían con respecto al acontecimiento?

«En el desarrollo de un proceso político — no sé si revolucionario — ha aparecido, con una insistencia cada vez mayor, el problema del cuerpo. Se puede decir que lo que sucedió en mayo del 68 — y verosímilmente lo que lo preparó — era profundamente antimarxista. ¿Cómo los movimientos revolucionarios europeos van a ser capaces de liberarse del “efecto Marx”, de las instituciones propias del marxismo de los siglos XIX y XX? Tal era la orientación de este movimiento. En la puesta en cuestión, al desmontar la identidad marxismo=proceso revolucionario, identidad que constituía una especie de dogma, la importancia del cuerpo es una de las piezas decisivas o esenciales…» (5)

Marx y Engels consideraban la heterosexualidad un dato de la naturaleza, la heterosexualidad obligatoria ni siquiera podía ser puesta en cuestión. Por lo tanto, la misma división del trabajo entre hombres y mujeres era un asunto por lo menos en parte natural. Tampoco se planteaba ningún problema que no estuviese definido por un conflicto de intereses económicos. Los estilos de vida, los estados alterados por la experiencia de drogas, la exploración de nuevas formas de relacionamiento, la música y el arte como factores primarios de una deriva escandida por momentos intensos eran descartados por los teóricos marxistas como epifenómenos de la burguesía.

En particular, a partir de los sesenta, nuevas políticas del cuerpo implosionan y desmantelan aspectos de los regímenes de subjetivación (raza, género y heterosexualidad compulsiva):

«Desde el siglo XVIII hasta comienzos del XX, se ha creído que la dominación del cuerpo por el poder debía ser pesada, maciza, constante, meticulosa… y después, a partir de los años sesenta, se da uno cuenta de que este poder tan pesado no era tan indispensable como parecía, que las sociedades industriales podían contentarse con un poder sobre el cuerpo mucho más relajado. Se descubre entonces que los controles de la sexualidad podían atenuarse y adoptar otras formas… una nueva inversión, que no se presenta ya bajo la forma de control-represión sino bajo la de control-estimulación.» (6)

Michel Foucault es antihegeliano, «en tanto no espera de la dinámica del sujeto de la historia… la posibilidad del cambio. El cambio es político, al nivel de las fuerzas, y no lógico al nivel de las esencias». (7)

Nos preguntamos en qué sentido la contradicción funciona como la relación lógica privilegiada por Hegel y por Marx: «Sólo en uno: en relación a la identidad». (8)

La identidad impide participar en el ser de los otros. El deslinde efectuado por la contradicción es excluyente. La identidad se vuelve destino. Deleuze, en cambio, la considera una impostura. Y con él una parte de las corrientes feministas y de los movimientos de minorías.

«No hay identidad de una cosa representada, ni de un autor, ni de un personaje sobre la escena; ni tampoco ninguna representación que pueda ser objeto de un reconocimiento final… sino tan sólo un teatro de problemas y de preguntas siempre abiertos que arrastran al espectador, a la escena y a los personajes en el movimiento real de un aprendizaje…» (9)

Ni Deleuze ni Foucault piensan según el modo de la contradicción —contradicciones frontales, al modo de la dialéctica idealista de Hegel, o la materialista de Marx—. Deleuze admite flujos, desplazamientos; Foucault, un juego de verdades y poderes hasta cierto punto recíprocos en los que están implícitos la resistencia, la guerra y el negocio, la gratificación, el estímulo y el placer. La contradicción, salvo en el caso de la tiranía, no ha de ser la forma lógica adecuada para concebir las relaciones entre los individuos o los grupos.

Podemos postular: piensa, que cada cuerpo, por más sometido que esté, tiene algún poder; que ofrece, o puede ofrecer, alguna forma de resistencia.

Las relaciones de poder son «juegos estratégicos entre libertades —juegos que dan como resultado el hecho de que alguna gente trata de determinar la conducta de otros». Entonces

«cuando más abierto es el juego, más atractivo y fascinante es… y entre ambos, los juegos de poder y los estados de dominación, aparecen las tecnologías de gobierno —en un sentido muy amplio, porque abarca tanto el modo de gobernar a la esposa, a los hijos, como de gobernar una institución—». (10)

Foucault denuncia el doble malentendido de pensar que todo es recuperable, que cualquier resistencia o fuga vuelve al redil, que cualquier aventura de estilo de vida, o de práctica artística, es cooptada por el sistema y se convierte en moda o en publicidad: esto es la falacia de un nihilismo perezoso o de un revolucionismo abstracto y oportunista. El segundo malentendido lleva a la totalización negativa del accionismo terrorista: dado que todo está mal, todo es explotación, no se puede salir del sistema salvo por una contradicción absoluta, haciéndolo saltar por los aires.

«Apóyate en la libertad, a través del dominio de ti». (11)

«No se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder —esto sería una quimera, ya que la verdad es ella misma poder— sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales funciona por el momento». (12)

La historia no tiene un sentido único,

«lo que no quiere decir que sea absurda o incoherente. Al contrario, es inteligible y debe poder ser analizada hasta su más mínimo detalle: pero a partir de la inteligibilidad de las luchas, de las estrategias y de las tácticas. Ni la dialéctica (como lógica de la contradicción) ni la semiótica (como estructura de la comunicación) sabrían dar cuenta de la inteligibilidad intrínseca de los enfrentamientos. Respecto a esta inteligibilidad la dialéctica aparece como una manera de esquivar la realidad cada vez más azarosa y abierta, reduciéndola al esqueleto hegeliano; y la semiología, como una manera de esquivar el carácter violento, sangrante, mortal, reduciéndolo a la forma apacible y platónica del lenguaje y del diálogo.» (13)

En virtud del acrecimiento de un poder de vida, Foucault recupera una preocupación de sí, de la que se desprende la manera del trato hacia los otros. Es una ética ejercitada de hecho a través de ciertas técnicas, que son los medios de mantenerse en control de la propia vida, o de transformarla en obra de arte. Foucault no habla de identidades, sino de relaciones de fuerzas. No de identidades, sino de técnicas de transformación de sí y de la higiene del cuerpo y la mente.

«Revertir el platonismo significa: hacer subir los simulacros, afirmar sus derechos entre los iconos y las copias. El problema ya no concierne a la distinción Esencia-apariencia o Modelo-copia… El simulacro no es una copia degradada; detenta un poder positivo, que niega el original y la copia, el modelo y la reproducción». (14)

No puede hablarse de original o de copia:

«Ningún modelo resiste al vértigo del simulacro… no hay jerarquía posible… El simulacro está construido sobre series distintas que hace resonar… Lo mismo y lo aparente no tienen otra esencia que ser simulados, es decir expresar el funcionamiento del simulacro». (15)

No identitario, no esencial: no hay modelo sino coexistencia de simultaneidades en el acontecimiento. El simulacro «vuelve imposible el orden y las participaciones, la fijeza y la distribución, la determinación y la jerarquía». No es un fundamento: «Asegura un hundimiento universal, como acontecimiento positivo y alegre».

Por tanto, el simulacro es una “máquina dionisíaca”. (16)

«La mujer que creíamos tener en nuestros brazos aparece de pronto transformada en hombre» (Lucrecio). Nada más tornadizo que los simulacros, nada más móvil, en su neutralidad singular. No hay una realidad consistente del simulacro. No es uno, ni total, sino múltiple. Deleuze hablará de un plan de consistencia de las multiplicidades, de dimensiones crecientes según el número de conexiones que se establecen, acontecimientos vividos, determinaciones históricas, conceptos pensados, individuos, grupos y formaciones sociales. Afirma lo diverso en tanto diverso: esa es la alegría del devenir.

Al promover el simulacro, las alternativas antes sofocadas aparecen codo a codo con las hegemónicas, en un continuo sin jerarquías. No solo devenimos mujer, devenimos animal, planta, sino también conflagración de átomos que se componen unos con otros o se descomponen. Un devenir inacabado: «Más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad… entre los sexos, los géneros, o los reinos, algo pasa». (17)

Se encuentran «caminos indirectos femeninos, animales, moleculares». Se descubre «bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal… una singularidad en su expresión más elevada». (18)

Spinoza le brinda a Deleuze una alternativa para sentar una ética, basada no en las ideas platónicas, en el concepto de la excelencia de un original eterno, sino en un ser que se despliega en el tiempo, sin establecer jerarquías entre su naturaleza, porque consiste en una sustancia única, que pliega y repliega sus atributos, se singulariza; un poder en acto.

La única prueba de que somos libres, observa Deleuze a propósito de la Crítica de la razón práctica de Kant, es asumir el imperativo categórico, y ese imperativo se asume en un acto libre con un contenido concreto, diferente en cada caso, según las circunstancias productivas de un cuerpo/mente.

¿Cuáles son las prácticas —en un sentido restricto, técnicas— convenientes para la alegría? Ser causa de sí es motivo de alegría. En tanto la sustancia unívoca se singulariza en múltiples instancias, la vocación a la alegría es universal; se sigue el universal respeto a la esfera de autodeterminación de las criaturas. Composibles o incomposibles, los individuos/acontecimientos no son totalizables (tampoco es divisible por el número la sustancia única). Son guiados por la ignorancia, por el azar. Un deseo causa de sí a través de sus líneas de afirmación se aparta de sí para seguir líneas divergentes, curiosa aventura de un devenir singular, a través de actos de poder de la sustancia.

Foucault desplaza el deseo en beneficio de otro factor: el placer. «Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contraataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres». (19)

Privilegia el placer porque lo encuentra privado de connotaciones teóricas criticables. El placer sobreviene, impredecible; nos toma por sorpresa; no está definido, nadie lo marca, nadie lo normaliza. Está menos colonizado que el deseo por un saber. Puede prescindir de las palabras. No es preciso hablar del placer para que se realice. Nadie necesita explicarlo para experimentarlo.

«Adelanto este término “placer” porque me parece que se escapa de las connotaciones médicas y naturalistas inherentes a la noción de deseo, la cual se ha utilizado como una herramienta… una medida en términos de normalidad: “dime lo que deseas y te diré quién eres, si eres normal o no y luego puedo aprobar o desaprobar tu deseo”. Por otro lado, el término “placer” es un territorio virgen, casi exento de significado. No existe una patología del placer, ni placer “anormal”. Es un hecho “fuera del sujeto” o al borde del sujeto, dentro de algo que no es cuerpo ni alma, que no está dentro ni fuera; en pocas palabras, una noción que no está atribuida ni es atribuible a nada.» (20)

Según Foucault, preguntar acerca del deseo equivale a dejarse atrapar por la máquina binaria: ¿cuál es tu deseo?, puede ser un criterio para clasificar a las personas, ubicarlas y discriminarlas. El placer, en cambio, burla burlando, se escabulle y no puede ser aprehendido y ni calificado. Si nuestro deseo nos encadena a las dicotomías, el placer abre la esfera de nuestra libertad diferencial, nuestra indeterminación.

En oposición al renunciamiento cristiano, se trata —para Foucault— de inventar nuevas técnicas del cuidado de sí que produzcan nuevos placeres.

Busca la deshumanización, o des-antropomorfización, de los placeres, incluso su desexualización, en la medida en que la sexualidad es una resultante de los discursos de saber y poder prevalentes en un momento dado. No pretende que el deseo no existe; al contrario, el deseo es verdad, pero lo es de muchas maneras, de acuerdo al valor que los regímenes de saber y poder le adjudican.

«“Debemos liberar nuestro deseo”, dicen. ¡No! Debemos crear placeres nuevos. Entonces, quizá, el deseo continúe». (21)

Quizá el deseo continúe tras las huellas del placer. No hay que hacerse responsables por el deseo, sino por la efectiva distribución de placeres según técnicas inventadas y planificadas a ese propósito. ¿Qué es lo que acontece en nuestras vidas? ¿Cuáles son nuestros placeres?

Decidirse por una opción de conducta sexual minoritaria implica una serie de consecuencias que afectan no solo los placeres, sino otros aspectos de la vida. Al optar más o menos abiertamente por ciertas prácticas o ciertos compañeros eróticos, ocurren «modos de relación y existencia, tipos de valores, formas de intercambio entre individuos que son realmente nuevas». (22)

En la perspectiva foucaultiana acerca del juego de poderes, si hay reciprocidad entre individuos (¿qué tenemos nosotros para ofrecer a cambio?, ¿cuál es nuestro ascendiente vis à vis del fascinador?), el eventual arreglo entre las partes repercutirá no sólo en el trabajillo de los placeres, sino que tendrá también consecuencias en otros terrenos: nuevas oportunidades de poder, placer, implican nuevas posibilidades de amor, de reorganizar las vidas; saldrán de allí nuevas formas de convivencia, nuevos flujos económicos.

«La homosexualidad es una oportunidad histórica de desplegar nuevas potencialidades relacionales y afectivas» (23) y «es también una forma de rechazar los modos de vida propuestos y de convertir la elección sexual en el operador de un cambio —de la existencia». (24)

La tendencia asumida de un modo más o menos cabal conduce «a otras formas de placeres, de relaciones, de coexistencias, de lazos, de amores, de intensidades». (25) «Se instauran nuevas formas de amor y creación». Por lo tanto «el sexo no es una fatalidad: sino el posible acceso a una visión creadora». (26)

Y Deleuze:

«Por todas partes una transexualidad microscópica, que hace que la mujer contenga tantos hombres como el hombre, y el hombre, mujeres, capaces de entrar unos en otros, unos con otros, en relaciones de producción de deseo que trastocan el orden estadístico de los sexos. Hacer el amor no se reduce a hacer uno, ni siquiera dos, sino hacer cien mil…; no uno, ni siquiera dos sexos, sino n… sexos». (27)

A lo largo del siglo XX, y en particular a partir de los sesenta, se volvió pública y efectiva la salida del casillero de los roles de género. Estos fueron vistos cada vez más como lechos de Procusto, o un pesado traje que estableciese de modo predeterminado y rígido nuestra condición, comportamiento, tendencias. Los roles de género responden a las expectativas generadas por la familia y la escuela.

Muchos de los que se sienten oprimidos por el sistema de los roles de género han hecho pública su disforia o malestar. Los modos de responder a esa molestia varían.

En contraste con el transexual, otros, cuyas fantasías juegan con el cambio de género, emplearán varios recursos: hormonas; siliconas que les den senos, o ensanchen las caderas, o inflen los glúteos; hasta la apropiada vestimenta, maquillaje, accesorios y fetiches. Todo salvo la castración.

Aquí ya no se requiere la perfecta coincidencia entre género y sexo, el acorde clásico del transexual. Juega la ironía y el humor, la parodia y el fetiche, también el comercio del sexo, un juego de señuelos perversos o hiperbólicos en relación a los atractivos femeninos o masculinos que se quieran emular. Para estas personas es posible reinventar la apariencia y lograr una gratificación sin recurrir al corte de los genitales.

Subvertir los roles empieza siendo una tarea del transexual y del travesti, pero el último puede tener una conciencia diversa de su opción de estilo:

«El travesti no imita a la mujer. Para él, al límite, no hay mujer, sabe —y quizás, paradójicamente, sea el único en saberlo— que ella es una apariencia… El travesti no copia; simula, pero no hay norma que invite y magnetice la transformación, que decida la metáfora». (28)

Pero la parodia travesti es apenas una de las posibilidades desconstructivas del sistema binario de género. La riqueza de matices muchas veces innominados de ciertos individuos en nuestras calles, o en el espectáculo, ya sea idiosincrásico o comercial de un músico de rock —de Prince a Peaches, pasando por Boy George— queda siempre disponible un casillero vacío donde aparecen las opciones excluidas por la máquina binaria.

El género deja aquí de ser una frontera impasable. Se vuelve maleable, se puede desaprender y reaprender. Somos testigos a diario de cambios en el aspecto y el comportamiento de la gente. Esos cambios, infinitesimales día por día, solo pueden apreciarse haciendo cortes diacrónicos. Se comprueba que ciertos rasgos nítidos y excluyentes de los modelos identitarios de nuestra niñez se desdibujan poco a poco.

En ciertos momentos esos saltos fueron bruscos y contrastados. Citaré a modo de indicio, en el Río de la Plata, la nueva costumbre (a partir de los noventa) de besarse en la mejilla cuando dos hombres se saludan, una versión atenuada del beso en la boca de los homosexuales del Gay Liberation en los setenta. El beso en la mejilla ha venido a sustituir el antiguo recio y formal apretón de manos.

Algunos reivindican la opción de situarse fuera de género. Cito el libro Gender Outlaw (1994) de Kate Bornstein:

«Sé que no soy un hombre —esto al menos me resulta muy claro— y he llegado a la conclusión de que no soy probablemente una mujer tampoco, por lo menos no según las reglas de muchos sobre este asunto. El problema es que vivimos en un mundo que insiste en que seamos el uno o el otro… No tengo la menor idea de lo que experimenta una mujer. Jamás me he sentido como una mujer o una muchacha; tuve más bien la convicción indestructible de que no era un muchacho o un hombre. Era más bien la ausencia de un sentimiento —o digamos la presencia de un no sentimiento— que me ha convencido de cambiar de sexo…»

Si los géneros no tienen nada de sustancial, si se los puede aprender como el papel de un actor en el teatro, entonces la única consistencia es su ejecución, día tras día, de una obra que nunca baja de cartel. ¿No baja nunca? Traviata Norma (suma de los títulos de dos óperas) era el nombre del grupo de liberación homosexual italiano en los primeros setenta. Desde los astros del rock hasta los detallistas del street style, constatamos iniciativas artísticas en la elaboración del aspecto, de la gestualidad y la conducta. No hay registro fotográfico exhaustivo que haya captado la proliferación siempre sorprendente de ejemplares señalados, anómalos, cuyo juego consiste en confundir, y que seduce a partir de una falta de identidad.

A esta altura se impone la distinción entre performance repetitiva de los roles aprendidos y performance artística, que parodia o varía, produciendo un “monstruo”, resaltando una nueva manera de ser. Entre ambas no hay separación neta. La performance artística revierte sobre nuestro comportamiento cotidiano. Y ambas, la performance cotidiana y la artística, pueden ser contraconductas.

Las primeras denominaciones de performance artística usan el cuerpo humano como material cardinal. Richard Schenchner explica esa práctica como twice behaved behaviour: un doblaje disidente sobre el aspecto o comportamiento prescriptivo.

No existen fronteras visibles para limitar el territorio de la performance. A diferencia de la pintura o de la plástica, el arte corporal no se puede acordonar dentro de los museos y las galerías, aunque los frecuenta.

Contrapuesto al “árte cárnico”, que afecta el soporte corporal, surge un arte performativo de la vestimenta, fetiches y accesorios, efectos de maquillaje, realces ofrecidos en una contra-pasarela de destaque suplementario o hiperbólico. Esta modalidad de performance parodia o desconstruye el fashion file pero es, en sí, una aventura de diseño.

Ya sea la piel, la carne, el atuendo, el movimiento, cada vez más el cuerpo es el material del arte. Es tomado por el arte como sustrato modificable y desempeño malogrado de los roles convencionales.

Si el cuerpo es una situación política que nos ata desde la infancia en una red de expectativas, reglas y demandas concernientes al aspecto que tenemos, al modo en que actuamos, nos vestimos, qué cuerpos debemos desear y cómo; con la edad esa red se va ajustando, las transgresiones de la infancia ya no son tan entretenidas o tan bien aceptadas, sino mal recibidas e importunas, cuando chicos y chicas devienen precisamente eso, un hombre y una mujer, a través de un proceso supuestamente “natural”.

Mientras otros, desde la religión, desde el derecho positivo, desde las políticas laborales, desde la policía, desde la medicina, desde la moda, definen y regulan nuestro sexo y nuestro género, nosotros nos pasamos un tiempo aún mayor aprendiéndolo, ensayándolo, explorándolo y perfeccionándolo.

En la adultez, el rol es habitado tan completamente que parece inevitable. Si el experimento de la infancia reaparece en la edad madura, lo encontramos torpe, vergonzoso, y aun amenazante. Amenazante, pero no borrado. El género parece algo que somos, pero es siempre un hecho más que un ser. En tal sentido, el género es mascarada. Y mientras vivamos disfrazados, siempre es posible que algo salga mal y resbalemos fuera de la representación, fuera del guión predeterminado.

Género es antes que nada un sistema de símbolos, reglas, privilegios y castigos correspondientes a nuestro éxito o fracaso en aprenderlo. Pero no es solo un sistema de leyes y prácticas, sino también una manera de pensar y de sentir. Nos hace parecer inadecuados, nos urge a convertirnos en policías de nosotros mismos, nos avergüenza con el fin de someternos, pretende que es algo natural, sin costuras, voluntario. Por esto la disforia de género tomó tanto tiempo para emerger al primer plano de la atención política.

Si escuchamos la voz interior que nos dijo una vez: “Este es quien soy, así me veo, así quiero que me vean”, podremos rastrear la trayectoria tentativa de la conformación de género en la mente pública y las etapas recientes de su transformación.

«La identidad como lugar vacío a no-llenar, casillero vacío-a no saturar de sentido» escribe Fernando Barrios sobre la obra de Claudia Mera, intervenida por un personaje ficticio creado por ella, C. Lenkiewicz, que funciona en este caso también como “nombre del artista”. Interacción entre una personalidad de creadora y escritora de diarios íntimos, artista, y un “otro yo”, un enemigo íntimo, un mero personaje desgajado que altera la productividad de Claudia Mera, un agente exógeno apoyado en el apellido de un remoto antecesor judío que interrumpe, interviene y disturba.

La fotógrafo Caro Sobrino presenta desnudos femeninos entre árboles otoñales, troncos y ramas secas, a veces abrazando almohadas como para darle un volumen que no es el suyo, y fundido en un “alma de la naturaleza” donde el cuerpo resulta salvaje y extrañado de su hábitat ciudadano y de su inserción social. Aquí el “fuera de género” deviene fuera de la sociedad humana, una criatura anómala entre formaciones boscosas.

Fabricio Guaragna es un travesti no-travesti. En vez de completar la construcción de imagen de una perfecta puesta de género femenino, se maquilla el rostro pero no usa peluca. Ni hombre ni mujer, un drag incompleto, fuera de género, emprende una performance con objetos de sustitución: una caja perforada por un cuchillo aludiría a una penetración impersonal sin género.

En su video Fracturas, Yudi Yudoyoko se fotografía con el rostro cubierto de diversas máscaras acompañadas de textos alusivos. Cada máscara revela o indica algo, un aspecto de sí mismo, pero no es un retrato, ya que la esencia o identidad inasible del sujeto es más bien un tránsito de máscara a máscara, sin que el reconocimiento sea jamás completo. La serie de máscaras construyen un modo de biografía. Sus pinturas porno serían otro aspecto de la máscara, de hecho una máscara de cuero que plantea intensidades de placer anónimas, bandas de intervinientes que ocupan posiciones intercambiables. El placer es algo cifrado pero no expresado, no tiene nombre, ni rostro, ni mucho menos identidad.

El título de la obra Interiomidad de María Mascaró resulta, en aclaración de la artista, la unión de interioridad e intimidad. Pero también podríamos leerlo como “mitad interior”, mientras la otra mitad no sería el complemento de una distinción binaria (hombre/mujer) sino componentes “fríos” de una prótesis (rulemanes, caparazón de tortuga) que transforman el autorretrato de la artista en un cyborg, mitad orgánico, mitad inorgánico. Los adminículos agregados o incrustados sobre los cuales se proyecta un afecto erótico fetichista generan un nuevo cuerpo compuesto de carne y prótesis, de revelación y fetiche, un constructo que burla cualquier identidad de género. Los factores exógenos resultan determinantes y decisivos, con lo cual emerge el cuerpo como construcción performática, cuyo desempeño es inventivo y no previsible.

Notas

1 Deleuze/Guattari, Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pretextos, 2000, p. 474.

2 Gilles Deleuze, Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 15.

3 Deleuze y Guattari, On the Line, New York, Semiotexte, 1983, pp. 82–43.

4 Crítica y clínica, ed. cit., p. 11.

5 Michel Foucault, Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1980, p. 105.

6 Foucault, ibid., ed. cit., p. 105.

7 Marcelo Pompei, “Algún día Foucault será deleuzeano”, en Tomás Abraham comp., La máquina Deleuze, Buenos Aires, Sudamericana, 2006, p. 222.

8 Pompei, ibid., ed. cit., p. 222.

9 Deleuze, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002, p. 291.

10 Foucault, ibid., pp. 166, 168.

11 Foucault, ibid., p. 169.

12 Foucault, Microfísica del poder, ed. cit., p. 189.

13 Foucault, Microfísica del poder, ed. cit., p. 179.

14 Deleuze, Logique du sens, Paris, Minuit 1018, 1969, p. 357.

15 Deleuze, ibid., p. 357.

16 Deleuze, ibid., p. 357.

17 Deleuze, Crítica y clínica, ed. cit., p. 12.

18 Deleuze, ibid., p. 13.

19 Foucault, Historia de la sexualidad I, La volonté de savoir, Paris, Gallimard, 1976, p. 191.

20 Foucault, “Le gai savoir II”, Mec Magazine 6–7, julio agosto 1988, p. 32.

21 Foucault, “Sexo, poder y política de la identidad”, Dits et écrits tomo IV, ed. cit., p. 420.

22 Foucault, “Le triomphe social du plaisir sexuel”, Dits et écrits, ed. cit., p. 311.

23 Foucault, “De l’amitié comme mode de vie”, Dits et écrits tomo IV, ed. cit. p. 166.

24 Foucault, “Entretien”, Dits et écrits, ed. cit., p.295.

25 Foucault, Dits et écrits, ed. cit., p. 165.

26 Foucault, “Sexo, poder y política de la identidad”, Dits et écrits tomo IV, ed. cit., p. 420.

27 Deleuze/Guattari, El antiedipo, Barcelona, Barral, 1974, p. 305.

28 Severo Sarduy, La simulación, Monte Ávila, Caracas, 1982, p. 13.

Hugo no se responsabiliza por las opiniones vertidas en esta publicación.

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