Escribir la historia

La exposición como relato

Pedro Medina
Revista Hugo

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La colección como objeto de deseo

El buen arte — y por desgracia también el malo — aporta una manera de ver el mundo, apareciendo como un poderoso medio de expresión. Precisamente vamos a privilegiar la dimensión de relato, en concreto, en una forma: la expositiva. Para ello, se puede iniciar el recorrido con una pregunta previa: ¿cuál es la motivación que lleva a reunir una colección? Al respecto, se podría acudir a alguna fascinante Wunderkammer o al infinito Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, pero hablaremos de una más modesta y desconocida: la colección Cohen-Wesselmann.

Esta colección es famosa como revisión de las principales vanguardias históricas, sobre todo por poseer varios dibujos en los albores de varios movimientos, desde el expresionismo y el fauvismo a la Bauhaus, contando con obras de Walter Groppis, El Lissitzke y Paul Kle, entre otros. Precisamente al concebir esta colección como una búsqueda ávida de los lenguajes que lograran hablar de una nueva experiencia, es cuando cobra verdadera relevancia, llegando a convertirse en un signo de su tiempo y un desvelador ejercicio de reconstrucción histórica.

Para entender los porqués de esta historia, muchas podrían ser las raíces y las influencias, no menos las ciudades, para el matrimonio Cohen, siempre en el exilio. En efecto, esta colección y la identidad de sus creadores se convierte en una fantástica metáfora de nuestro tiempo, pero lo principal es entender el arte como objeto de deseo por excelencia.

De hecho, además de como coleccionista, Daniel Cohen es reconocido como filósofo, especialmente gracias a su libro Desidus, sobre las raíces del “deseo”. El origen latino de la palabra, de–sidus, nos remite literalmente a un “descender de las estrellas”, inscribiéndose en lo que Corrado Bologna definió como un “pensamiento estelar” en La testa oltre le nuvole. Per un lessico del pensiero nella tradizione europea. Al respecto, en su Dictionnaire étymologique de la langue latine, Ernout y Meillet ya mostraron “desear” como un desviar la mirada de las estrellas hacia el suelo, lo que produce un profundo anhelo por algo perdido.

Asimismo, constatada esta comunicación entre mundo celeste y mundo sublunar, cabe destacar otra conexión: la Stimmung aportada por Daniel Cohen, esa “armonía universal” que nos podría conducir a innumerables reconstrucciones, conectando este término a otro afín: “considerar” (cum-sideratio: orientarse a través de las estrellas) en un juego de especulaciones y reflexiones que sitúan al deseo en un particular campo de fuerzas y tensiones entre historias que, en suma, nos remiten a imaginar la vuelta de nuestra mirada a las estrellas desde la realidad en la que nos encontramos.

Pero al margen de todas estas referencias teóricas, y volviendo al discurso propio de las artes visuales, es extraordinario el itinerario de formación de esta colección, donde cobran especial importancia ciertos personajes, como Max Aub, también sefardí, o Jusep Torres Campalans, el verdadero inventor del cubismo, como reivindica y demuestra Daniel Cohen.

Colección Cohen-Wesselmann. Cortesía: Fundación Cohen-Wesselmann
Colección Cohen-Wesselmann. Cortesía: Fundación Cohen-Wesselmann
Colección Cohen-Wesselmann. Cortesía: Fundación Cohen-Wesselmann

Bueno, ya basta. Y perdón, querido lector, si se ha sentido engañado, ya que interrumpimos la ficción creada. Como probablemente habrá adivinado, esta historia es falsa (en su contenido) como vivencia atribuida a Daniel Cohen, personaje inventado, si bien todos los hechos contados para la exposición que tuvo lugar en el Museo Ramón Gaya en 2010 tienen una base real. Esta muestra creada por Miguel Fructuoso y por mí mismo aparece aquí con un objetivo: no se trata de engañar a nadie, sino de poner en evidencia el carácter ficticio de toda narración, para enfatizar la importancia precisamente de la construcción del relato. Y para que la atención recaiga sobre la “falsedad” de la forma de construir la historia y no sobre la “falsedad” de su contenido, es fundamental la inclusión de distintos recursos que permitan identificar el juego establecido.

En efecto, esta narración contiene distintas pistas para descubrir la verdadera condición de la colección, unas más evidentes y otras más difíciles de captar:

  • Los nombres mal escritos de los artistas y arquitectos al inicio de la colección. Su repetición en todas las cartelas de la exposición era el medio para no “engañar” al espectador.
  • Cuando se habla de la Stimmung aportada por Daniel Cohen, lo comentado pertenece en realidad a los ensayos críticos de Leo Spitzer.
  • Y el más llamativo: la referencia a Campalans, personaje inventado por Max Aub en México en 1958, a quien vinculó al nacimiento del cubismo, junto a Braque y Picasso, desconcertando a la crítica del momento. Para ello Aub creó un libro con conversaciones con el artista de Chiapas e incluso realizó varios dibujos atribuidos a Campalans. Para la citada exposición en el Museo Ramón Gaya los dibujos fueron realizados por Miguel Fructuoso, todos inventados, aunque en ellos es fácil reconocer los estilos de las vanguardias históricas. Y en el libro, las imágenes vienen acompañadas por fotos de época pertenecientes al archivo de Vicente Fuster Siebert.

En definitiva, esta trama de la historia sirve para identificar el interés sobre la “escritura” de la historia del arte, como demostró la exposición sobre Campalans presente en el MNCARS en 2003, aunque no se trata realmente de historiar, sino de hacer diégesis, reflexionando sobre el modo en que los hechos son revelados.

Es por ello que esta exposición se ofrece como un ejercicio de memoria situado en la línea de recientes corrientes documentales, como los mockumentaries o falsos documentales, que enfatizan el carácter ficcional presente en la reconstrucción histórica.

Trama, ficción, narración

«Existe un animal sumamente extraño llamado hombre que necesita un tipo de ficción que llama verdad»

Nietzsche

¿A qué narración podemos dar crédito? es una pregunta que nos remite a la eterna duda sobre la realidad, de Platón a Matrix, pasando por Descartes u Orson Welles, entre tantos otros. Este último contó hace tiempo la historia de aquellos veintidós cuadros con los desnudos de Oja Kodar, que celebraban los críticos en París gritando “Picasso ha vuelto a nacer”, mientras el artista malagueño se enfurecía en su estudio de Toussaint al no reconocer como propias unas obras que habría pintado el abuelo moribundo de Oja, un gran falsificador capaz de crear un nuevo período de Picasso. Esta es la farsa que concluye F for Fake (1973), el falso documental llevado a cabo por el prestidigitador Welles sobre uno de los más célebres falsificadores de la historia: Elmyr d’Hory, y asimismo sobre la falsa biografía de Howard Hughes realizada por Clifford Irving, quien a su vez descubrió a d’Hory.

Orson Welles: F for Fake, 1973

Relatos como F for Fake vienen marcados por el revelador encanto de aquellas obras que más que evidencias son signos, en esta ocasión señalando el interior de un debate sobre la propia realidad de la obra de arte, su reconocimiento, su papel dentro del mercado y su estatus social. En la propia película cita a Picasso, poniendo en su boca la siguiente frase: «El arte es una mentira que nos hace descubrir la verdad». Lo mismo que ocurrió cuando Welles deslumbró con la retransmisión radiofónica de La guerra de los mundos, que hizo patente el miedo presente en nuestra época.

No vamos a seguir profundizando ahora en más casos, pero todas estas piezas falsas, ficcionales, descubren que el significado de todo relato reside en su trama — como bien sabía Paul Ricoeur — , en este caso puesta al servicio del “disimulo”, el simulacro. Los acontecimientos se vuelven significativos en cuanto pertenecen a una trama, manifestando una historicidad que solamente es posible como tiempo narrado. Y al estar bajo el encanto del disimulo, rescata la dimensión moral de la conciencia histórica de la trampa de una supuesta literalidad y de los peligros de la falsa objetividad.

Atrás queda la gran Historia, y nos aferramos a lo único que realmente tenemos, “historias”, relatos, que, vistos bajo esta óptica, reivindican el poder de la ficción (del verbo latino fingere se deriva su significado como “modelar, formar, representar”, y de ahí “preparar, imaginar, disfrazar, suponer…”) como forma de reconstrucción histórica. Tal y como expuso Slavoj Zizek, son precisamente las ficciones las que nos permiten estructurar nuestra experiencia de lo real.

La idea de que hay un componente narrativo, imaginativo, en la elaboración del discurso histórico no es nueva: Ricoeur hizo patente que sin la ordenación o configuración temporal de la vivencia (esto es, el establecimiento de estructuras narrativas en las que, inevitablemente, entra en juego la imaginación) es imposible entender el mundo, producir una experiencia a partir de lo vivido, tanto si el registro elegido es el de la ficción o el del relato histórico.

Como si de una representación teatral se tratara, se suspende la distinción entre lo real y lo ilusorio, siendo conscientes de que todo documento es mirada y, por tanto, construcción. Al respecto, conviene recordar lo que afirma Antonio Weinrichter en Desvíos de lo real: «en esta era de confusión mediática en la que la televisión convierte la realidad en espectáculo, el movimiento en sentido contrario de los falsos documentalistas tiene como mínimo el valor de un toque de atención».

Habría que preguntarse entonces por los regímenes de verdad que cada sociedad crea y en este caso, los que alza para ocultar otra realidad. A la luz de obras en la línea inaugurada por Welles, el mundo contemporáneo aparece como un solapamiento de simulacros, como bien ha mostrado otro gran fabulador como Joan Fontcuberta, con su obra y con ensayos como El beso de Judas o La cámara de Pandora.

La fotografía, y todo archivo, deben entenderse pues bajo una ética de la visión, una vez que constatamos que la realidad es sustituida por sus imágenes; ya no hay hechos, tan solo representación. La imagen se hizo relato y, en el tránsito, aparece un discurso donde la ficción artística no se opone a lo verdadero, sino a verdadero y falso por igual.

Joan Fontcuberta: Deconstruyendo a Osama, 2007

La escritura de la historia

Una vez insistido en el valor del relato para remarcar su carácter ficcional, recordemos brevemente los inicios del hacer historia contemporáneo. La filosofía de la historia necesitaba de una interpretación, por tanto, de una narración sobre nuestro presente, lo que implica su reconstrucción, es decir, un juicio en el que se ve implicado el valor.

Nietzsche es quien señaló que el carácter hermenéutico no puede ser sino comprensión, es decir, recepción activa que modifica el contexto dentro del que se despliega. La consecuencia es la transformación del mismo concepto de historia, al ser la interpretación histórica la que se reconstruye continuamente, desarrollándose con el curso de la misma.

La historia siempre se nos ha enseñado como un todo continuo cronológico, donde el surgimiento de formas responde a la obsolescencia de otras. Sin embargo, otras concepciones, como la de Foucault, describen un panorama diferente, compuesto por espacios donde hay pliegues que configuran lugares distintos. La historia es entonces discontinua, heterogénea, pero también hay algo que sigue: los “regímenes discursivos”, que presionan y acuñan el rostro de los tiempos, terminando por ser prácticamente insondables las numerosas raíces de cada fenómeno.

Estudiamos, por tanto, el espacio de las prácticas como espacio de cambio y voluntad de orden, viendo las propuestas que surgen. Para ello, recordemos que la historia contemporánea nacida en el siglo XIX parte metodológicamente de dos ciencias auxiliares: la filología y la arqueología. La primera implica la necesidad de nombrar los espacios para establecer una epocalidad y un origen. Veamos pues un ejemplo dentro de la historia del arte.

En los inicios del Museum of Modern Art de Nueva York hallamos una forma de configurar la historia: los famosos “torpedos” dibujados por Alfred Barr Jr. El primer comunicado de prensa del museo se emitió el 20 de agosto de 1929, antes incluso de abrir sus puertas, con el objetivo de explicar al público el porqué de su creación.

Como sabemos, gran parte de los museos estadounidenses parten de colecciones privadas, que dan nombre a diversas salas, lo que dificulta la creación de un discurso historiográfico, condicionando el discurso expositivo. De hecho, la apertura de este museo fue muy conservadora, recibiendo una exposición de postimpresionistas. Pero al margen de esta estructura, llama la atención la forma de “clasificar” lo que era la historia del arte del momento desde el punto de vista de Barr.

Versión tardía de Alfred H. Barr, Jr: Diagramas “torpedo” de la colección permanente ideal del Museum of Modern Art, 1941
Versión tardía de Alfred H. Barr, Jr: Diagramas “torpedo” de la colección permanente ideal del Museum of Modern Art, 1941
Versión tardía de Alfred H. Barr, Jr: Diagramas “torpedo” de la colección permanente ideal del Museum of Modern Art, 1941

De partida, la discusión era si comenzar con el arte americano o el europeo, al tratarse de un museo que se declaraba abierto a cualquier manifestación artística del mundo, si bien debía lidiar también con el nacionalismo reinante. En efecto, los torpedos reflejan toda esta constelación, tomando parte y definiendo su historia del arte con una presencia fuerte del panorama francés — París era aún la capital del arte — , con figuras consolidadas como Cézanne, Gauguin, Seurat y Van Gogh, y una atención al arte “americano” (estadounidense) y al mexicano, que quizás a un europeo pueda sorprender, sobre todo ante la exclusión de todo el arte centroeuropeo, que, por otra parte, se explica en el contexto político de la época, marcando así su visión de la historia del arte y la que construye en sus visitantes.

Al fin y al cabo, como bien sabía Jacob Burckhardt, debemos entender la historia como una interrelación de aspectos sociales, económicos y culturales. Y todo ello nos devuelve a la pregunta sobre la creación del discurso en una exposición, máxime en un panorama de museos y centros culturales (la mayoría sin identidad y sin ser referencia de nada) que conviven con un bienalismo reinante, que generalmente se entiende institucionalmente como una estrategia de turismo, percibiendo el arte como el resultado de las actividades de un sector económico como cualquier otro. Pero estos acontecimientos artísticos de indudable éxito de público han perdido en los últimos años su capacidad crítica para generar pensamiento.

Llegados a este punto, podríamos establecer varios tipos de comisariado, por supuesto desde una generalización — y provocación — , que nos lleva a reducirlos a los siguientes:

  • Creación de una narración personal, a menudo a través de la selección de obra (bien producida previamente — por lo general — o realizada específicamente para la exposición). Suelen tener un carácter temático, construyendo la trama a través de esta selección y del discurso expositivo, a veces no mero marco sino que también protagonista. Un posible ejemplo es El palacio enciclopédico de Massimiliano Gioni para la Bienal de Venecia de 2013, con su multidisciplinariedad e introspección, utopías y obsesiones como inspiración para el arte.
  • Exposición en torno a un movimiento o un autor que aporta una nueva interpretación o acercamiento a estas obras. Por ejemplo, demostrar la importancia del arte árabe y del paso de Matisse por La Alhambra para entender las derivas formales del pintor, como mostró la exposición comisariada por Francisco Jarauta en 2011.
  • El tipo anterior puede conocer muchas variantes, como el discurso que resulta del trabajo conjunto y dialogado entre comisario y artista/s. Ejemplo de ello fue el magnífico Pabellón de España en la Bienal de Venecia creado por Rosa Martínez y Santiago Sierra en 2003, que sorprendió formalmente para denunciar con éxito la política de emigración del momento.
  • El comisario-transportista, es decir, el comisario que tiene contactos en distintas instituciones y lo único que hace es mover “nombres” de un centro a otro, más que construir una narración interesante. Es el modelo que se impone en la actualidad, como se puede comprobar al llegar a cualquier aeropuerto, donde siempre nos topamos con publicidad de alguna exposición de Dalí, Picasso, Kandinsky… sin importar demasiado si aporta una visión nueva sobre su obra.

Podríamos afinar mucho más, pero esta clasificación nos devuelve a la necesidad de la trama, a pesar de que la triste realidad esté dominada por exposiciones blockbuster, es decir, solamente importan los grandes números de visitantes y no la producción científica en torno a la misma o las reseñas en prensa.

En la actual industria cultural el gran evento se impone sobre la obra y la espectacularización sobre la investigación. Sin embargo, otra mirada, fundada y experimental es posible. La historia del arte de las últimas décadas lo demuestra, si bien, paralelamente, el mercado se ha ido imponiendo como legitimador del arte, por encima de otros criterios como la crítica o la institución.

Pensemos en otros modelos para hacer historia o reivindicar un rol más activo de los nuevos comportamientos artísticos para recuperar una esfera cultural crítica, que pueda llegar a ser una fábrica de lo político, siendo el arte en todo este proceso una práctica que genere experimentos para plantear mundos posibles. Al respecto, conviene recordar las palabras de Martha Rosler en una entrevista realizada por Barbara Cells: «los estudiantes de arte de hoy llegan a la universidad con timidez, sienten la presión de tener que crear un producto vendible y si no lo consiguen, se sienten fracasados. Se olvidan de que el arte, en su esencia, es una ventana a la imaginación que permite tener un horizonte de sueños y que sirve para abrir una caja donde el resultado no es predecible. El dinero no importa».

Políticas y poéticas

Esta dimensión nos lleva a una idea de construcción formal, orientada a la creación de realidad a través de la exposición. Esto no es exclusivo de comisarios, pero ha conocido su esplendor con la aparición de comisarios estrella, fenómeno que, como todo, tiene su perversión en los comisarios-transportistas.

Para centrar un discurso dentro de este universo, que podría llevarnos de Harald Szeemann a Germano Celant, pasando por otros como Achile Bonito Oliva, conviene anclar el discurso en un ámbito concreto, por ejemplo, en el multiculturalismo, convertido ya por Charles Taylor en The Malaise of Modernity en la cuestión central de nuestra época. Así, los estudios culturales han reivindicado la alteridad y la voz de los grupos históricamente oprimidos, junto con la defensa de una lectura crítica de los procesos.

Afiche de la Documenta V

Si recordamos rápidamente la historia del comisariado de grandes exposiciones bajo estas pautas, 1984 supuso un hito fundamental gracias a la idea que ofreció el MoMA en Primitivismo en el arte del siglo XX: Afinidad de lo tribal y lo moderno. De esta exposición parte el proyecto multiculturalista y todos esos intentos que han querido explorar y construir la relación entre la Modernidad y las culturas no-occidentales. Sin embargo, hay que recordar que este descubrimiento del Otro ya estuvo presente en la Documenta V (1972), en la que Harald Szeemann expuso arte de los cinco continentes sin ninguna jerarquía entre ellos, considerando arte contemporáneo obras hasta entonces excluidas.

Varios serán después los encuentros en este sentido. Un ejemplo postcolonial fue la Bienal de Venecia de 1993, donde cobraron fuerza las posturas consideradas globalistas y postmodernistas; y también otros como Cocido y crudo (1994), comisariada por Dan Cameron con el firme propósito de establecer y descubrir puntos de contacto entre las culturas de los denominados Primer y Tercer Mundo.

Sin duda, todos estos son casos donde el comisario ha creado una trama que ha hecho visibles otras realidades. Y su “visión” se propone como construcción de realidad. No deja de ser una propuesta subjetiva, aunque su fundamentación científica la dotará de argumentos de mayor credibilidad, aportando nuevas perspectivas que deberían sacarnos de las interpretaciones únicas de nuestro entorno.

Lo que sí se vuelve imprescindible es volver a pensar los postulados y lenguajes capaces de ayudarnos a entender y representar el mundo en su multiplicidad. Berta Sichel lo hizo en la exposición Terra infirma (2005), mostrando nuestro entorno inmerso en un flujo que por doquier se acelera. De hecho, la “terra infirma” era el supuesto término con el que los marinos llamaban a la tierra firme tras una larga travesía, convirtiéndose en la imagen simbólica de una realidad movediza que ya no es un lugar de seguridades. Sichel eligió para ello varias obras en video tendentes a la circularidad, el movimiento, la espacialidad y la temporalidad inestables. Piezas capaces de mostrar lúcidamente los cambios sociales de una época en la que ya no hay un lugar al que aferrarse mientras todo se acelera y se desvanece el mundo que conocíamos. Además, es en todo momento una mirada perspicaz sobre nuestro entorno, en absoluto carente de belleza, puesto que el movimiento se vuelve aquí poesía. Apreciamos así un universo cuya incertidumbre no inspira rechazo, sino que nos invita a interpretar una realidad llena de perspectivas y metamorfosis, sabiendo que no hay una conclusión definitiva.

Rachel Reupke: Infrastructure, 2002, presente en Terra infirma

Esta lectura de la realidad viene a continuación de otras exposiciones donde se ha discutido sobre las formas idóneas de representación del mundo, especialmente dentro del género documental, redefinido profundamente en los últimos quince años. A partir de la supuesta objetividad del documental etnográfico, varios artistas han ido desterrando esa ilusoria condición de archivo neutro, sin perder la capacidad de dar voz eficazmente a un cuadro social difuso.

Es otra exposición de Berta Sichel la que nos sirve para reunir todas las variables: Postvérité (2003), donde se consigue una armonía entre criterios éticos y formales. En el catálogo de la exposición se estudia la creciente contaminación entre los géneros y los lenguajes del cine y el arte contemporáneo, y también el frágil límite existente entre lo que es cine de ficción, documental o experimental, su inserción en el mercado y las distintas prácticas subjetivistas siempre presentes en los usos documentales, llevándonos a redefinir el concepto de realidad en el documental.

Se vuelven centrales pues aquellas cuestiones que atañen a la ficción o realidad de lo expresado, de ahí la referencia al cinéma-vérité, como explica la comisaria de la exposición:

«la inclusión en el título de la palabra vérité responde al hecho de que muchos documentales recientes, en cine y vídeo, comparten algunos de los principios básicos de lo que en los sesenta se llamó cinéma-vérité. Este tipo de cine estableció una estrecha relación con la televisión, el medio que hace cincuenta años rescribió la representación de la realidad. Por entonces, casi todas las películas de esta categoría fueron creadas para la televisión.[…]En general, representaban gente real dentro del mundo filmada en ámbitos públicos y privados, evitando el modo en que el Hollywood clásico representaba emociones y sentimientos. Sin embargo, el vídeo era una nueva forma de arte, y la eclosión de la televisión se produjo absolutamente al margen del mundo del arte, lo que quizás explica por qué los textos críticos del momento tan solo atribuyeron al Pop, al minimalismo y al arte conceptual el rechazo de los límites interpuestos entre el arte y la vida».

Ursula Biemann: Writing Desire, 2000, presente en Postvérité

En las obras expuestas, de Ursula Biemann a Chantal Akerman, prima el carácter social del contenido tratado, pero paralelamente en estas obras existe toda una reflexión sobre el lenguaje elegido para expresarlo, siendo patente que no son estrictamente ni documentales ni obras de ficción, incluyendo ciertos artificios ajenos a unos supuestos principios puristas de documentación (la voz del director; la apropiación de diversos documentos anteriores a la filmación de la obra; el hecho de que podamos hablar de un “estilo de autor”, formal y también como manifestación de un trasfondo político y personal…), sin olvidar la intención de los autores de crear obras de arte hechas para ser expuestas en un contexto artístico y no en televisión. Esto implica la imposibilidad de distinguir lo subjetivo de lo objetivo, experimentando con maneras narrativas que permiten acercar ciertas situaciones al espectador.

Estas obras se ocupan, pues, de dar voz y representar sectores de la realidad con un interés político y social, creando un nuevo repertorio crítico, mientras apuestan por el estatus artístico de la forma fílmica. En definitiva, se propone así un “nuevo tipo de ficción” que posibilita la “reinterpretación de la realidad” desde obras de arte híbridas que reivindican unos determinados valores, constatando la creciente influencia del multiculturalismo en los medios de comunicación, en el arte y en un mundo henchido de tensiones, para abrir quizás una pequeña puerta a ciertas utopías basadas en el valor ejemplar de la obra de arte.

Coherencias expositivas

Una vez reflejado el potencial de la obra de arte como constructor de realidad y comisariados en torno a un ámbito concreto, abordemos brevemente el diseño de una exposición y sus elementos, ahora en una institución con una personalidad muy marcada como es la Fundación Martin Bodmer, observando elecciones formales que ayudan a construir un todo y donde cada parte está al servicio de la creación de un mensaje común.

Comencemos por conocer la Fundación para entender la construcción de una identidad en un contexto determinado y con unas premisas de actuación definidas. Su origen se halla en el filántropo suizo Martin Bodmer, quien logró reunir una de las bibliotecas privadas más importantes del mundo. Su afán coleccionista le llevó a pretender una “biblioteca universal” con las grandes obras maestras de la Humanidad, formando así una colección en la que se hallan numerosos papiros, centenares de incunables, primeras ediciones impresas y todo tipo de material preparatorio de escritores contemporáneos, ahora a disposición de investigadores y visitantes.

Nada más entrar al edificio, proyectado por Mario Botta y ejemplo de comunicación entre espacios y “búsqueda de espiritualidad”, se comprueba que está dotado de los mejores modelos de vitrinas, iluminación, sensores de movimiento para evitar la exposición a la luz de los ejemplares mientras no son contemplados y varios elementos más que permiten apreciar perfectamente la copia manuscrita más antigua que se conserva del Evangelio de San Juan, dos copias manuscritas de los siglos X y XI del Corán, tres ejemplares del siglo XIV de La Divina Comedia, una de las primeras Biblias de Gutenberg, entre otros. Sin duda, poderío económico, que permite unas condiciones de exposición y conservación privilegiadas.

Afiche de Le lecteur a`l’oeuvre

Pero si observamos la exposición que albergó la Fundación del 26 de abril al 25 de agosto de 2013: Le lecteur a`l’oeuvre, comisariada por Michel Jeanneret, Frédéric Kaplan y Radu Suciu, y en la que se destaca tanto en sala como en el catálogo la persona a cargo de la “escenografía”: Élisabeth Macheret-van Daele, iremos descubriendo un cuidado fuera de lo común. Una vez dentro, iPad mini en mano con su app específica — que nos permite ver más información de cada libro expuesto, desde partes ocultas del ejemplar hasta la ampliación de detalles o información extra del contexto de creación — , vamos contemplando las estructuras compositivas de libros antiguos, sus ilustraciones, los bocetos de autores afamados con sus pentimenti, libros famosos anotados por escritores célebres y toda una sección final donde la combinatoria y el poema visual van dando paso al juego que se extiende frente al lector. Todas las obras, cada una de ellas un mundo, van ocupando su lugar a lo largo de seis secciones que elaboran un delicado progress en la historia y en la complejidad de los argumentos que generan la forma y la experiencia del libro, para construir en su conjunto un mensaje: el lector es parte fundamental del proceso y siempre termina la obra.

Interior de la exposición

A pesar del excelente resultado, no faltan comentarios del tipo “todo esto es posible porque en Suiza hay dinero”. Sin embargo, los recursos humanos son bastante limitados: toda la atención al público y vigilancia se resolvía con una eficiencia notable por solamente dos personas. No obstante, lo principal es apreciar cómo con los elementos disponibles se construye un todo coherente. Y esto es patente en toda la exposición, cuidada con una atención prodigiosa, pero donde se resume perfectamente es en el catálogo, muy diferente de esos libros “al peso”, típicos de épocas de bonanza y hechos para mayor gloria de alguien, aportando escasa teoría en torno a los procesos relativos a la exposición.

Catálogo de Le lecteur à l’oeuvre, Fundación Martin Bodmer, 2013
Catálogo de Le lecteur à l’oeuvre, Fundación Martin Bodmer, 2013

En cambio, el catálogo de Le lecteur a`l’oeuvre es bastante discreto, con un tamaño muy contenido, de sobria portada negra con letras blancas en elegante tipografía de palo seco, y con un contenido escaso en páginas pero no en materiales de trabajo, con los textos bien planteados para su complementariedad por parte de los tres expertos, que permiten pensar desde distintos ámbitos esta relación entre obra y lector, terminando con una documentación de la exposición. En cuanto a la gráfica interna, es, sin duda, elegante, correcta y puesta al servicio de la legibilidad del contenido, sin perder por ello atractivo. Pero principalmente cabe destacar la asunción del tema de la exposición dentro del diseño del catálogo a través de dos elementos: la desaparición del lomo, que deja ver el cosido, la nervatura o entrañas del libro, continuando ese desvelamiento de capas propuesto en la exposición; y la citada portada. No se trata solamente de su apariencia austera, sino que descubrimos, tras tener el libro en nuestras manos durante un tiempo, que su tinta negra es termosensible, y se transforma en una superposición de ilustraciones presentes en la muestra que desbordan la portada como un gran collage, volviendo a su ser (negro) cuando el libro permanece a oscuras durante un tiempo. Por tanto, tal y como propone la exposición desde el inicio: el lector modifica la obra.

Esto pone en relieve que, al margen de los medios a disposición, lo importante es tomar decisiones que estén encaminadas a reforzar un discurso expositivo desde sus distintos niveles de significación. ¿Ocurre esto siempre? No ¿Por falta de medios? A veces, pero principalmente por falta de cuidado o intención a la hora de concebir todos los elementos de una exposición.

Y no querría entrar en más cuestiones, porque el mundo digital daría para una tesis doctoral, visto el amplio desconocimiento — por no decir descarado desprecio — que muchos gestores muestran por él, sin favorecer un espacio expositivo más experimental, expandido, capaz de aportar experiencias nuevas a un espectador más participativo, al mismo tiempo que se establecen otras vías de comunicación entre espacios de saber diferentes y habitualmente aislados.

La construcción de un discurso basado en la profesionalidad y la investigación siguen siendo lo principal, tal y como demuestran muchos comisarios en nuestros días. No obstante, quizás sea el momento de pensar que el museo puede desplazar su centro gravitacional y adquirir elasticidad, construyendo una exposición como el punto de encuentro de dinámicas más amplias.

Epílogo

Toda taxonomía dibuja un orden y cada exposición genera una forma de clasificar esos organismos que son la historia y nuestra realidad. Aquí no hemos hecho sino rozar muchas cuestiones, centrándonos en la importancia del relato y cómo hay algunas decisiones formales que son más pertinentes que otras para transmitir ciertos contenidos en determinados contextos.

En efecto, dentro del privilegio de la narración, se podrían estudiar otras muchas propuestas. Por ejemplo, la que salta por encima de líneas temporales, desde Peter Greenaway al maravilloso proyecto que en 2007, 2009, 2011 y 2015 ha establecido en el Palazzo Fortuny de Venecia la permanencia de lo antiguo, generando arriesgadas y fabulosas correspondencias entre distintas piezas separadas a veces por siglos, quedando suspendida la epocalidad en pos de una “reflexión” de formas. O incluso podríamos hablar de cómo la crisis ha propiciado la relectura de las colecciones de muchos museos, siendo redefinidas de forma semántica, en lugar de cronológica, aportando nuevos diálogos entre las mismas obras.

Y, por supuesto, la citada introducción de nuevas tecnologías, desde estimulantes interacciones al uso de otros soportes, lo que favorecería otras formas colaborativas y procesuales, que conllevan nuevas teorías sobre la ontología de la obra de arte y diferentes posibilidades de mercado, además de interesantes propuestas expositivas híbridas, entre el mundo online y el offline. No obstante, siempre preguntándonos sobre la pertinencia del uso de tecnología para la construcción del discurso, ya que a veces simplemente genera fuegos artificiales.

De ahí se puede pasar a reflexionar sobre los distintos contextos y diseños para una exposición o sobre la creación de un tono para conseguir una experiencia determinada, desde el Teatro total de Gropius y Piscator al diseño “emocional” tan de moda hoy. Asimismo, revela grandes posibilidades analizar las distintas versiones de una misma exposición en función del montaje propuesto en cada institución, como ocurre con la maravillosa Double Bind de Juan Muñoz. Y así decenas de consideraciones interesantes en torno a una forma tan sugerente como es la expositiva.

En cualquier caso, lo principal es poner en evidencia que, en una exposición, el arte se configura como experiencia auténtica, entendiendo por “auténtica” que el encuentro con la obra llegue a modificar realmente al observador o que se produzca — como gustaba definir la obra de arte Gadamer — la “transformación en una construcción”. De esta forma, modificar los modos de ver conlleva transformar los modos de relacionarnos con nuestro mundo y actuar sobre él, por lo que la exposición es un poderoso medio para narrar nuestra realidad y proyectar una nueva.

Juan Muñoz: Double Bind, HangarBicocca, 2015. Cortesía: HangarBicocca

Hugo no se responsabiliza por las opiniones vertidas en esta publicación.

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Pedro Medina
Revista Hugo

Philosopher, researcher, art critic and the Publishing Director at the IED Madrid