Rubén Gámez: cine neobarroco en tiempos de cambio — Parte I

Por Jesse Lerner

Revista Hugo
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8 min readDec 9, 2015

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Prolífico no era. Al término de más de cuatro décadas en el cine, Rubén Gámez terminó un puño de cortometrajes, un video, varios trabajos por encargo, un mediometraje y un solo largometraje, Tequila (1992). «Es una vergüenza hacer mi ópera prima a los 63 años», dijo a La Jornada, riendo, cuando su largometraje inauguró la VII Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara[1]. A pesar de su escasa producción, la contribución de Gómez al cine nacional es singular y notable, trabajando dentro, aunque permanentemente al margen de la industria cinematográfica, como un disidente irreconciliable. Siempre insistió en su independencia: «Yo soy el productor, el autor, el camarógrafo y el director»[2].

A lo largo de su trayectoria, Gámez mantuvo una relación compleja e intensa con el cine mexicano de la época de oro y la iconografía nacionalista de ese período. Su manera de subvertir esta iconografía podría ser pensada como neobarroca, una intervención que merece apreciación y análisis.

En un texto sobre La fórmula secreta (1965), escrito muchos años después de su éxito en el Primer Concurso de Cine Experimental, Gámez declaró: «No creo que ningún elemento del cine mexicano pueda servir para formular una estética. Hay que rehacerlo todo»[3]. El antagonismo, tanto como la radicalidad, son características suyas. Pero la gran paradoja es que a pesar de su negación, y aunque el lenguaje cinematográfico de Gámez —insistentemente no-narrativo— a todas luces no tiene nada que ver con el cine clásico, La fórmula secreta, así como sus otras películas, comparte gran parte de su iconografía con las producciones de la época de oro del cine mexicano. Magueyes y tequila, sombreros y huaraches, rumberas y charros, el Zócalo capitalino, el maíz, la mazorca y el campesino agachado aparecen una y otra vez en el cine de este director, si bien su uso y el modo en que se presentan son muy diferentes a aquellos del cine de los años cuarenta o al arte visual de la época pos-revolucionaria: la mayoría de los íconos del modernismo mexicano nacionalista e idealizador aparecen como figuras ambiguas, estoicas, muchas veces patéticas, listas para ser explotadas.

Los magueyes (1962) funciona como una alegoría sucinta, elegante y poderosa de la Revolución Mexicana, por medio de un ícono vegetal. Las hojas sensualmente curvadas del agave aparecen una y otra vez en el arte mexicano como un elemento típico del paisaje rural, por ejemplo en los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional o en los portafolios mexicanos de grandes fotógrafos modernistas como Manuel Álvarez Bravo, Paul Strand, Agustín Jiménez y Edward Weston, y hasta en Una cita de amor (Emilio Fernández, 1956). También existe un sinnúmero de pinturas y fotografías de tlachiqueros, retratados como figuras emblemáticas en los “tipos mexicanos” del siglo XIX[4]. La película mexicana de Sergei Eisenstein, ambientada en el Porfiriato, empieza en un campo henequenero e incluye otra larga secuencia sobre la lucha de clases en una hacienda pulquera[5]. Dado el montaje rítmico y agresivo de Gámez en este corto, el cine de Eisenstein, y, específicamente, ¡Que viva México! tienen que ser considerados como referencias claves para Los magueyes. Los magueyes de Eisenstein funcionan como telón de fondo para una confrontación proto-revolucionaria entre campesinos y hacendados, dada por la situación de explotación extrema, abuso emocional y sexual en tiempos de Porfirio Díaz, en la que la moralidad y los intereses en conflicto son claramente marcados. En contraste, los magueyes de Gámez no son ni marxistas, ni folclóricos, ni simplemente un recurso formal, sino seres violentos y agresivos, sin motivaciones ni ideología. Gámez había perdido la fe en el poder transformador de la revolución, mientras Eisenstein no (o por lo menos cuidaba su relación con Stalin y con Calles). A pesar de sus divisiones violentas, los magueyes de Gámez comparten una identidad; no hay manera de distinguir entre los magueyes de un bando y del otro. Se confrontan, se pican, se penetran y se matan entre ellos, como las distintas fuerzas sociales y políticas en la Revolución. Por ejemplo, mientras los antagonistas del corto antibélico de Norman McLaren, Neighbors (1952), por lo menos tienen un pretexto para atacarse, aunque sea un pretexto trivial —una flor que crece en la frontera entre los terrenos de dos vecinos—, Gámez no introduce ninguna motivación para la agresividad de sus magueyes; se matan por su naturaleza, nada más. El tema de la agresión regresa con su gran mediometraje La fórmula secreta, hecho tres años después.

El conflicto central de La fórmula secreta no es solamente interno —“guerra civil”— sino hemisférico e internacional. Así, tenemos el imperialismo yanqui y las fuerzas de lo que hoy día llamamos la “globalización”: las lecciones de inglés, los hot dogs, el ejército gringo, una vaca mecánica —siempre sonriendo y siempre en movimiento— en un comercial imbécil y diversas empresas multinacionales como Esso e International Harvester, entre otras. En tomas que funcionan como una subversión absurda ante sus años de trabajo en publicidad, aparece una serie de productos y marcas registradas de tales empresas extranjeras: los coches Mercedes Benz, las cocinas de los restaurantes de comida rápida Tastee Freez, las baterías Willard y las botellas de Coca-Cola, bebida a la que refiere el título La fórmula secreta. La película termina con un travelling sobre una extensa lista de negocios multinacionales en una toma muy larga, con la cámara posicionada de manera insólita y vertiginosa; el texto, mal escrito y con errores de ortografía (o más bien, escrito tal y como los nombres suenan en español), está visto desde abajo. El efecto es que nos desorienta, al igual que lo hacen las tomas del techo de la iglesia barroca, o como el paisaje urbano visto desde arriba que aparece al principio de Tequila, que fue tomado desde un helicóptero. Muchas de las compañías multinacionales nombradas —Standard Oil (Esso), International Harvester, Monsanto, United Fruit Company, International Telephone and Telegraph, General Motors, British Petroleum, Volkswagen, Walt Disney Productions— son empresas con largas historias en América Latina; historias de comercialización, de explotación de recursos naturales y, en algunos casos, de culpabilidad compartida en las peores intervenciones hemisféricas[6]. Esta lista extensa de nombres resuena con la enorme publicidad de Esso, que aparece yuxtapuesta a los retratos de mexicanos y a la transfusión del refresco elaborado con la fórmula secreta —el “agua negra del imperialismo yanqui”. El inglés es el idioma de la globalización, Coca-Cola su bebida preferida y el sargento del ejército estadounidense, gritando órdenes a sus tropas, su agente. Mezcladas entre los nombres de estas corporaciones aparecen frases como “Panama Canal”, “Ku Klux Klan”, “United Nations”, “Organización de Estados Americanos”, “South Vietnam” y “Peace Corps”: expresiones de intolerancia combinadas con lugares de guerras imperialistas, además de con agentes de la globalización. Al nombrar al secretario de Estado de Dwight D. Eisenhower, [John] «Foster Dolles [sic]» (quien fue ayudado por su hermano Allen Dulles, director de la CIA), Gámez incluye al autor intelectual de “Operation Success” —que se refiere al golpe de Estado en Guatemala, en 1954, contra el gobierno de Jacobo Árbenz, elegido democráticamente—, también responsable del incremento de las intervenciones bélicas en el sureste de Asia, entre otras políticas impositivas imperialistas.

[1] Raquel Paguero, “Tequila inaugura hoy la VII Muestra de Cine Mexicano”, La Jornada, Ciudad de México, 26 de marzo de 1992, p. 25.

[2] José Luis Gallegos C., “Inició Rubén Gámez la filmación de la cinta Tequila”, Excélsior, Ciudad de México, 23 de agosto de 1991.

[3] Rubén Gámez, “La fórmula secreta”, Artes de México, núm. 10, Ciudad de México, 1990, p. 42. Véase también en esta publicación en la página 398.

[4] Para conocer más sobre los tipos mexicanos véase el libro de Cristina Barros y Marco Buenrostro, ¡Las once y serenooo! Tipos mexicanos siglo XIX, Fondo de Cultura Económica/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Lotería Nacional, Ciudad de México, 1994.

[5] Después de su ruptura con Eisenstein, el productor Upton Sinclair contrató a Sol Lesser para realizar una versión bastante convencional de la secuencia de la hacienda como un largometraje aparte, llamado Thunder Over Mexico (1933). La bibliografía sobre la película mexicana del gran director ruso y su relación con el cine nacional y el arte mexicano es extensa, incluye títulos como: Eduardo de la Vega Alfaro, Del muro a la pantalla: S. M. Eisenstein y el arte pictórico mexicano, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1997; Aurelio de los Reyes, El nacimiento de ¡Que viva México!, Instituto de Investigaciones Estéticas/ Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 2006; S. M. Eisenstein, Que Viva Mexico!, Vision, Londres, 1952; Harry M. Geduld y Ronald Gottesman (ed.), Sergei Eisenstein and Upton Sinclair, The Making and Unmaking of Que Viva Mexico!, Indiana University Press, Bloomington, 1970; Jesse Lerner, The Maya of Modernism, University of New Mexico, Albuquerque, 2011; y Masha Salazkina, In Excess: Sergei Eisenstein’s Mexico, University of Chicago Press, Chicago, 2009.

[6] Para más información sobre estas historias, véase Gilbert M. Joseph, Allen Wells, et al., Yucatán y la International Harvester, Maldonado Editores, Mérida, 1986; Stephen Schlesinger y Stephen Kinzer, Bitter Fruit: The Story of the American Coup in Guatemala, edición revisada, Harvard University, Cambridge, 2005. Esso/ Standard Oil y sus afiliados son actores relevantes en la historia venezolana: véase la interpretación histórica de Rómulo Betancourt, Venezuela: política y petróleo, FCE, Ciudad de México, 1956. Disney hizo películas didácticas, propagandísticas y de entretenimiento con el apoyo del gobierno estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. En los años setenta sus cómics fueron sujetos de la famosa crítica anti-imperialista de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, Para leer al Pato Donald, Siglo XXI, Ciudad de México, 1972. La fortuna de Theodore Arthur Willard, acumulada gracias a sus inventos, financió sus viajes a México y Centroamérica, a partir de los cuales escribió varios libros, como su homenaje a Edward Herbert Thompson, The City of the Sacred Well, The Century Company, Nueva York, 1926, y sus novelas “arqueo-ficticias”, The Wizard of Zacna: Lost City of the Mayas, Evangelical Press, Cleveland, 1930 y Bride of the Rain God: Princess of Chichen Itza, the Sacred City of the Mayas, Burrows Brothers Company, Cleveland, 1930.

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