Visitación del fantasma

Francisco Alvez Francese
Revista Hugo
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6 min readNov 9, 2015

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La tarde del 30 de setiembre fui al Museo Nacional de Artes Visuales. Pocos días después escribí una crónica de esa visita y se lo comenté a Gastón Haro. Él fue, también, y vio lo que yo vi. Ya en su casa, y con fotos que tenía, hizo dos montages, su versión.

Por fin hay sol. Cierro los ojos a gatos y otras exuberancias de jardín y el ruido que llega de las canchas de tenis y el aroma espeso de las flores. El río, allá, y el parque. Entro al museo, vuelvo. Dejo las cosas de afuera, voy a visitar a Carlota, gorda y cautiva. Subo las escaleras. Entro a la sala 5. Me revientan los ojos los colores. Es Virginia Patrone, la sala está vacía. IRIS / La curación de un fantasma, se llama la exposición que está hasta el 15 de noviembre. Reprimo el deseo de mirar todos los cuadros de una vez, de mirar el conjunto. Prefiero ir uno por uno, pero hay un azul hondo que me llama. Miro el primer cuadro. Recorro las paredes. Conozco la historia, pero dejo que me la cuente. Adivino una esquiva luna de Cúneo, que altera el paisaje con luz de prisma, que deforma a la china y a las tunas, que cambia el suelo y lo funde con el todo de la noche. Sigo, allá al fondo de un cuadro está Pombo. Otro enigma, en el retrato de Guillermo Laborde. Pocas caras de personas “reales” me persiguen como esas: Pombo, Carlota, Carmen Barradas, el difuso Julio Herrera en el cuadro de Sáez, Hilda López desde su autorretrato. Todas las he visto en ese museo, que camino hoy demorándome (estoy haciendo tiempo, curiosa frase). Es el día de San Jerónimo, patrono de los traductores. Tuerzo el cuerpo y me doy de frente con Pombo de nuevo, pero esta vez con el original. Patrone ha puesto su mano levantada en negación, el libro apoyado sobre el mueble plano. “No me molesten”, parece decir. Pero todos sabemos que ese libro no tiene palabras, que ese libro está en blanco y que soy yo el que dice: está leyendo Atmósfera arriba de Blanca Luz Brum. Pienso instantáneamente luego en el retrato de Petrona Viera. Sigo, veo esos símbolos, esa obra mental de Patrone, repleta de imágenes crudas y resplandecientes; agresivas y meditadas. No hay el pincel suelto, la rapidez vertiginosa, la expresión pura. Veo un pez bajo el agua que dice muerte y dice sexo. Veo las caras enfermas, retorcidas en los espejos, veo las dos mitades de un cuadro que se anulan. Los retratos compulsivos de esa niña, Iris, que mató a su padre. Veo el tigre que se llama pecado. Veo el cuervo que se llama destino. Veo el árbol que se llama suplicio y que se llama entendimiento. En medio Patrone sitúa, para seguir contando la historia, cuadros de Cúneo, de Viera, de Carmelo de Arzadun. Marx ha dicho “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Lo que en español aparece como “pesadilla”, él lo dice “Alp”. “Alp” significó íncubo, demonio: fantasma nocturno. Se sigue así la etimología latina y también la anglosajona (“incubo” es “pesadilla” en italiano; “nightmare”, literalmente “demonio nocturno”, en inglés y “cauchemar”, algo así como “espectro que aprieta”, en francés) y nos dice lo que ya sabemos. Como en el tenebroso cuadro de Füssli, allí está el monstruo hurgando por las noches. Abriéndose ante nosotros, los que duermen. Sentándose sobre nuestras cabezas que descansan. Dándonos el motivo del llanto sobre el pecho suplicante. Los fantasmas de los muertos velan nuestro sueño, su magnitud gravita sobre nosotros, pesada, íntima de pies que se arrastran, de manos que persiguen, de bocas ahogadas en medio del grito. Patrone cura al fantasma por la mirada, por el ojo obsesivamente repetido, por el proceso de apropiación y de creación de sentido que altera el concepto de “original”, que desdibuja los bordes del nombre del artista. Así, la tradición uruguaya, fundamentalmente los grandes planistas, son devorados por Iris, que reclama ser contada por esas voces que son sus auténticos contemporáneos. Y contada por esta voz (y voz es una forma de decir pincel) que es su contemporánea sin que ella lo sepa. Patrone pintó por años estas historias y reconocemos en ellas el paso de ese tiempo, los rastros que ha dejado Iris, más real ahora, en esa obra. La niña, finalmente, lo cubre todo. El último cuadro de la exposición es (no podría ser de otra manera) una “copia” realizada por Patrone del Pombo de Laborde, situada en el otro extremo de la pared. Otros son los colores, incluso el tamaño, pero el gesto permanece y dice más. Niega los ruidos que salen, amortiguados, de la sala de proyecciones. Una película muda (¿por qué muda? ¿por qué sí el sonido de la lluvia del plato de los pasos y no las voces? ¿por qué película?) cuenta ese día fatal. El maquillaje, la puesta en escena, dan un aura de artificialidad que intenta preservar la vida. El padre es una fiera enjaulada; la niña parricida, un pájaro oscuro; la madre, un ciervo. Un personaje clownesco relata, sin palabras, la escena de terror. El hombre devora con los ojos, con los dientes, con las manos. En la película Iris espera, con el arma fría. Al final, un intertítulo nos sorprende, dice (y escribo de memoria): “Se ha suicidado, pensé”. La historia está narrada por la niña, que conjetura el suicidio del hombre al que acaba de dar cinco balazos. Al final, entra en razón y recapitula, dice “Fue Iris”. Patrone nos devuelve a la sala con la sólida duda. ¿Quién es Iris?, ¿y quién mató a ese hombre?, ¿y, entonces, quién es Laborde, y quién es Pombo? Las preguntas del arte clásico —su afán de replicar la realidad, las distintas formas en que esto se puede intentar, y consiguientemente, los distintos modos del realismo— quedan allí, irresolutas. Patrone ha dejado todo allí, purezas e inmundicia, y lo que propone es una forma de ver la pintura, de rever la tradición. Abandono la sala, vuelvo, por el camino más largo, a visitar a Carlota (paso a Torres, paso a Freire, a Zorrilla, la cara sin rostro de García Lorca, Figari) veo, al pasar, rápidamente, unos cuadros de Blanes Viale. Sus vistas con algo impresionista. Mallorca florida con violetas, altos acantilados blancos. Me detengo de pronto (jamás lo hago frente a sus cuadros) ante un paisaje pintado circa 1907. Lo de siempre, pienso. Comienzo, porque así me enseñaron, a mirar desde arriba. Un cielo dorado, las piedras inmensas, algunos árboles bajos, retorcidos, de esos que recuerdo típicamente baleares, el agua resplandeciente. Me detengo un momento, pienso “debe ser un error”. Vuelvo a mirar. No es un error. En el agua hay unas mujeres, en poses extrañas. No están nadando, precisamente, ni flotan. Están dentro del agua, pero más aún, son del agua. No son mujeres, ninfas. Son azules y se retuercen, deleitosas. Miro de nuevo. Me detengo en una, en otra. Son varias y en un rincón se confunden y se pierden con las olas, con las rocas submarinas. Me tengo que ir, pero no quiero. Salgo, aún es de día. Ruido de bochas, los gatos ensimismados e inalcanzables toman el último sol. La vereda está cubierta de flores. Respiro y oigo el chapoteo de las muchachas del mar, siento el sabor salado en la boca, que me da frío.

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