El curso de la música cubana en los Estados Unidos: la orilla y la corriente

Raúl A. Fernández

Temas Cuba
Catalejo el blog de Temas
32 min readOct 26, 2023

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*Artículo publicado en el número 10 de la revista, La Habana, abril-junio de 1997.

En los últimos años, los estilos musicales basados principalmente en las tradiciones afrocubanas han disfrutado de cierto auge en los Estados Unidos. Intérpretes como Celia Cruz, Rubén Blades y Eddie Palmieri han recibido premios por su música. Películas como Cross Over Dreams (1984), Fatal Attraction (1987) y The Mambo Kings (1992) presentan grupos musicales que tocan salsa. Al mismo tiempo, uno a menudo encuentra intertextos provenientes de varias formas musicales afrocubanas en la ficción en prosa y en la poesía hispana y latina en los Estados Unidos.[1] Durante las primeras etapas de su evolución, el conjunto de estilos musicales afrocubanos era común y, a veces, peyorativamente llamado música «orillera» (de las comunidades situadas «en la orilla» o «al margen» de las ciudades). Este ejemplo práctico, tomado del habla cotidiana, coincide con algunas sugerencias teóricas más recientes en cuanto a que la música derivada de la afrocubana es un caso de discurso «marginal». Esta música ha atravesado diversos períodos de desarrollo en los Estados Unidos, partiendo del status de enclave inicial, y pasando por casos esporádicos de «cruzamiento», hasta su creciente popularidad actual.[2]

Pero, ¿está destinado este «matiz latino», como lo llamara Jelly Roll Morton, a seguir siendo un matiz foráneo en la música norteamericana?[3] ¿Cuál es la relación de la música cubana con la norteamericana? ¿Qué eco tienen, en la salsa de origen cubano, los problemas de la identidad étnica en los oídos de los latinos en los Estados Unidos? ¿Cómo están representadas las tensiones entre el mercantilismo y la autenticidad en esta música popular «étnica», sobre todo de acuerdo con la reciente reformulación conocida como salsa sensual o salsa erótica? Y, por último, una interrogante de importancia para los estudios culturales en los Estados Unidos: ¿representan las formas musicales afrocubanas, y otras relacionadas con ellas, el embrión de un discurso contra la hegemonía?

Este artículo, que utiliza la vía de la investigación musicológica y textual, es un ensayo interpretativo sobre la historia de la música cubana en los Estados Unidos. Para que esa historia tenga sentido, bosquejaré su relación con la música norteamericana; examinaré cómo utiliza la comunidad latina — en el más amplio sentido del término — los estilos de origen cubano; indagaré el impacto de la fuerza del mercado sobre los músicos; y argumentaré la ubicación de esta música en el espectro de la cultura musical popular norteamericana. Algunas de mis afirmaciones se basan en mi conocimiento personal de los músicos y el público de Nueva York, Los Ángeles, San Francisco y otras ciudades dentro y fuera de los Estados Unidos. Espero que las conclusiones tengan una aplicación más general, porque la música en cuestión es, como afirma Rubén Blades, un «folklore urbano», la mayor parte del cual se encuentra fuera de este país.

Los estilos que se examinan son, en gran parte, música bailable — el resultado transcultural del contacto entre africanos, europeos y, en menor medida, amerindios y asiáticos.[4] Su impacto sobre otras formas expresivas no es nuevo: desde la orilla, esta música híbrida nutrió la poesía cubana durante doscientos años. Fue la música bailable la que inspiró, entre otros, a Plácido, Ballagas y Guillén, con un modo rítmico que hizo que el dominicano Pedro Henríquez Ureña los llamara «versos danzantes».[5] El baile es inseparable de esta música en todas sus manifestaciones, desde las seculares ceremonias religiosas afrocubanas, hasta la salsa contemporánea que tocan los grupos musicales nuyoricans.[6] Hace tiempo que los etnólogos señalaron que el baile es un intento por ser alguien que no se es; en otras palabras, el baile es una actuación.[7] La música también apareció en las «orillas» del teatro. El autor teatral y poeta español Federico García Lorca, consideró «aterrador» el impacto que le causó un plante abakuá — una compleja ceremonia con cantos, toque de tambores y bailes — que vio en La Habana.[8] Tanto los aspectos textuales como los musicales de las sonoridades populares afrocubanas inspiraron a otros prosistas de lengua española, como los cubanos José Lezama Lima y Severo Sarduy, los colombianos Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Huazo y Humberto Valverde, así como al artista mexicano Guillermo Gómez Peña.

Orígenes

El término colectivo salsa, que abarca muchas formas musicales afrolatinas — aunque no todas — , es un neologismo. Sustituyó al antiguo término «música latina», y es aceptado solo a regañadientes por los músicos tradicionalistas. Para algunos, la salsa no es más que música bailable cubana. Otros ponen énfasis en la influencia puertorriqueña en el desarrollo de este estilo.[9] Musicalmente hablando, el núcleo de la salsa se encuentra en un tipo de música campesina cubana de finales del siglo XIX — surgido del maridaje entre formas del sur de España y del oeste africano — , llamado son. Pero junto con el son cubano, otros estilos similares — como el seis, el porro y el tamborito — se habían desarrollado simultáneamente en Puerto Rico, Colombia y Panamá.[10]

Fue un hecho fortuito que haya sido el son cubano la forma que primero se comercializó, debido a la rápida urbanización de La Habana (la mayor ciudad caribeña de habla hispana durante casi todo el siglo XX), y al desarrollo del negocio de la música en vivo, orientada hacia el turismo, en los cabarets habaneros desde los años 20. El son y sus descendientes fueron rápidamente aceptados en las áreas vecinas, porque no les parecían «extranjeros» a los músicos locales. La música cubana — resultado, por definición, de la transculturación — se combinó sin dificultades con otros géneros musicales afrocaribeños. Los músicos mezclaban libremente formas musicales de diversas procedencias nacionales.[11] A los bailadores les resultaba prácticamente imposible distinguirlas de sus propias tradiciones musicales. Como explicaron más tarde músicos radicados principalmente en Nueva York, la salsa adquirió elementos de Puerto Rico, Colombia, Venezuela, Santo Domingo, Panamá y otras regiones de la cuenca del Caribe. El sonido de la salsa, llamada por Celia Cruz la «música de los trabajadores» surge de la continua interacción entre la música vernácula de ascendencia africana occidental y española del sur, la música de «arte» europea, los temas folklóricos y otras influencias. La africana fue, por sí sola, muy diversa. Como demuestran Jorge e Isabel Castellanos, la presencia africana en Cuba resultó más variada que en el resto de las Américas, por las condiciones específicas del tráfico de esclavos.[12]

De hecho, debido al impacto de la música grabada en toda el área del Caribe, quienes intentan precisar sus orígenes, los caminos de su evolución y las fronteras musicales, se encuentran «en un largo pasillo con espejos distorsionantes y cámaras de resonancia llenas de incertidumbre».[13] Por ello, empleo como sinónimos los términos «derivado de lo afrocubano», «de origen cubano», «afrolatino», «afrohispano» y otros. Se produce una confusión aún mayor por el hecho de que las formas expresivas de origen africano y negro a menudo se metamorfosean en indio. En Cuba, el musicólogo Eduardo Sánchez de Fuentes intentó encontrar, a principios del siglo XX, un origen taíno (o arauaco) a la música cubana. En Santo Domingo, y también en Venezuela, los estilos de origen africano a menudo eran llamados «música de indios». Los «indios» del Mardi Gras en Nueva Orleans — considerada una «ciudad caribeña» — son afronorteamericanos que desfilan durante esas fiestas y el 19 de marzo (día de San José). Otros «indios» bailan en el carnaval de Trinidad.[14]

En los casos de Cuba, Santo Domingo, Venezuela, Nueva Orleans y Trinidad, los indios son un desvío simbólico metaétnico, utilizado para trasmitir, transmutar, elevar o denigrar el pasado étnico africano. Los amerindios de carne y hueso son parte del complejo musical afrocaribeño en Colombia y Belice. Los garífunas de Belice y Honduras cantan en arauaco acompañados de tambores de origen africano. La música de carnaval de Barranquilla mezcla la percusión africana con letras en castellano y flautas arauacas para adquirir su carácter distintivo. Un indio totalmente diferente (¿vestigios del realismo mágico?) interviene en la religión urbana brasileña Umbanda, en la cual los creyentes son poseídos no solo por deidades africanas o afrobrasileñas, sino también por deidades indias.[15] No es sorprendente la oscuridad que se cierne sobre el origen de la música moderna afrolatina, dada la larga trama histórica de mezcla y el enmascaramiento que resulta en dioses africanos que a menudo llevan nombres católicos españoles, y reciben ofrendas de maíz indio en ceremonias rituales. Así, el «origen» indio pareció proporcionar una metáfora unificadora para una génesis imaginaria, cargada con la autenticidad de algo verdaderamente puro, natural y autóctono.

Formas bailables cubanas en los Estados Unidos

Los estilos musicales cubanos han sido parte de la escena musical norteamericana durante décadas. Para dar un ejemplo, Tito Puente, nacido en Nueva York, ha grabado más de cien discos de larga duración desde los años 50. El auge de la salsa a finales de los 70 y en los 80, tuvo sus centros en Nueva York y en el Caribe. Al menos un escritor ha proclamado que el origen del mambo no es ni cubano ni mexicano, sino un producto norteamericano.[16] Pero cualesquiera que fueran sus orígenes, esta música comenzó a entrar en la escena musical popular norteamericana de manera sustancial en los años 70 y los 80. Bajo el apelativo de salsa, los géneros conocidos como bomba y merengue, guaracha y plena, cumbia y seis, rumba, mambo y son montuno — para mencionar solo algunos — experimentaron un boom.

Estos géneros, a menudo clasificados como afrocubanos, se han desarrollado junto con la música norteamericana, incluyendo el jazz, a lo largo del siglo XX. Se ha producido una cierta heteroculturalidad en la caracterización de este desarrollo paralelo: la música norteamericana ha tomado prestado constantemente de las tradiciones afrocubanas, y viceversa.[17] Pero en muchos sentidos, su crecimiento y desarrollo han sido separados e independientes. Los elementos que mantienen esta separación incluyen convenciones de la historiografía musical, las diferencias lingüísticas y la inteligibilidad musical.

La exclusión de esta música del canon de la producción norteamericana — de la imaginada tribu musical norteamericana — , refleja una tradición en las historias nacionales de la música según la cual la música creada por un pueblo primigenio es de carácter rural o al menos proveniente de esas raíces, lo que incluye todas las formas de la música afroamericana moderna, así como formas nativas norteamericanas y norteñas.[18] Por otra parte, los estilos afrohispanos se consideran como músicas urbanas trasplantadas, que caen fuera de los límites de la comunidad musical imaginada.

Aparte de la exclusión formal, otros elementos están involucrados en la distancia que separa este género musical de la música «norteamericana». La diferencia en el lenguaje es un impedimento importante. A lo largo de la historia de la música «con matices latinos» en los Estados Unidos, se ha mantenido una dualidad respecto a intérpretes y públicos.

Otros obstáculos son de índole musical. Los músicos norteamericanos y latinoamericanos, así como los públicos no caribeños, han tenido dificultades para asumir tres rasgos en la forma de tocar la música afrocubana. Primero, los arreglos y la improvisación se construyen alrededor de un bloque rítmico de dos compases llamado clave. Tocar en clave es esencial para que la música suene bien y para que los bailadores lleven el paso. Segundo, los instrumentos que tocan la melodía (los metales, las cuerdas, el piano y el bajo) se emplean de manera que su potencial rítmico resulte maximizado. Tercero, los instrumentos que llevan el ritmo (las tumbadoras y toda la percusión) se tocan para aprovechar toda su capacidad melódica.[19] Cuando se combinan, estos factores crean un problema de inteligibilidad en muchos oyentes occidentales.

Para apreciar la música afrolatina en los Estados Unidos se necesita mucho más que incluir una cultura excluida; debemos repensar las categorías musicales, así como la cultura de escuchar. Igual que el alfabeto latino no puede trasmitir los sonidos que se requieren para hablar japonés, chino, yoruba y otras lenguas no occidentales, los conceptos ritmo y melodía construidos dentro de la tradición del arte musical occidental, no pueden representar adecuadamente lo que los músicos afrolatinos tocan o lo que pueden escuchar sus públicos.[20] Cuando críticos de música como Tony Sabournín sugieren que la salsa necesita desarrollar «una mayor sofisticación en su armonía y sus letras» para ser reconocida en los Estados Unidos, lo que realmente están diciendo es que la música debe conformarse a los patrones y gustos musicales occidentales para que tenga éxito desde el punto de vista comercial.[21]

Salsa e identidad: América Latina y los Estados Unidos

Los estudios sobre la salsa en los Estados Unidos frecuentemente se centran en la música como un «marcador de la identidad» para los latinos en la sociedad norteamericana. Si no es un sonido que forma parte de la corriente musical dominante, ¿es acaso la música de la minoría latina?

Algunos estudios sobre la salsa han presentado no solo el problema de los orígenes, sino también los de la autenticidad y la ideología. La lucha respecto a la autenticidad gira en torno a si es una desvalorización artística atribuible a los músicos que no buscan las raíces en estilos tradicionales de interpretación. Siguiendo esta línea de pensamiento, cualquier innovación debe estar firmemente enraizada en alguna tradición musical para ser auténtica. Gran parte de los músicos y las bandas que tocaban salsa en los Estados Unidos en el período 1970–1990, lo hacían de acuerdo con el modelo tradicional o típico cubano: se esforzaban por basar sus arreglos en el estudio de melodías y ritmos «originales» que databan de los años 20 hasta los 50. El énfasis en el origen y las raíces al hablar de la dialéctica entre la tradición y la creación estaba, indudablemente, influido por la nostalgia, por el hambre de música «original» de gran parte de los recién llegados del Caribe de habla hispana.

Los estudios de caso de la salsa neoyorquina han dejado claro que los músicos latinos usan las tradiciones cubanas como punto de partida, más que como un referente fijo, en sus propios procesos de innovación y creación.[22] En esos ensayos está implícito el deseo de emplear la salsa como vehículo para la identidad étnica de los latinos en los Estados Unidos. Frances Aparicio y Félix Padilla explican este razonamiento. Padilla no trata la salsa como un género musical, sino como una más amplia práctica cultural,[23] y afirma que funge como una forma de poder cultural. Aparicio la considera una manifestación de una conciencia política de reafirmación de la «identidad étnica latina y de las raíces africanas» de los latinos.[24] La construcción de una identidad pan-latinoamericana como reacción ante formas de hegemonía norteamericana no es un fenómeno reciente en la propia América Latina. El carácter de la influencia imperial norteamericana ha afectado, ciertamente, la historia oficial y no oficial de América Latina.[25]

La profunda conciencia pública respecto a los Estados Unidos, que permea las vidas, historias, políticas y economías de los países latinoamericanos, no encuentra correspondencia en un conocimiento paralelo acerca de sus vecinos del sur por parte de los Estados Unidos. Los latinoamericanos se definen a sí mismos en relación con la presencia y vecindad del «coloso del Norte». Oficialmente, no ocurre lo mismo a la inversa. Es difícil no interpretar la posición asumida por los Estados Unidos en el siglo XX como heredera de la ideología del «destino manifiesto». Esta última mentalidad, a su vez, fue asentada durante la expansión en el siglo XIX a expensas de los vecinos sureños de los Estados Unidos. Así, los norteamericanos han construido la imagen de sí mismos considerando a los latinoamericanos como inferiores, infantiles, humildes e ineptos: como simples caricaturas de seres humanos. No es de sorprender que a menudo en los Estados Unidos se describa a América Latina como la «hembra indefensa». El significado de ser poderoso o impotente surgió de la posición de cada una de esas naciones en relación con la otra.[26]

Resulta interesante que la ausencia de lo latino en la música norteamericana se pueda parangonar con la ausencia de América Latina en la construcción del «carácter nacional» de los Estados Unidos. Pero las analogías siempre están plagadas de peligros. Las razones para la «invisibilidad» de la música de origen hispano caribeño en los Estados Unidos se encuentran, posiblemente, en el reciente carácter urbano de esa música, en sus letras en español y en su sonido musicalmente ininteligible, más que en un designio imperial.

Ha habido varios intentos de producir una música latina pan-étnica a través de la salsa en los Estados Unidos. En algunos sitios, por ejemplo, los intérpretes y los oyentes se comunican cuando estos últimos marcan espontáneamente el compás con las manos siguiendo a la orquesta. Aparte de algunas de las ventajas de esta participación, desde un punto de vista puramente musical — escuchar la clave o marcar su compás con las manos permite al público experimentar la música por una «tercera vía» — [27] no se debe esperar mucho de este ejercicio. Actos colectivos de esta naturaleza no suelen ser espontáneos, sino simplemente participativos, lo que no los hace menos artificiales. En segundo lugar, estos esfuerzos no tienen éxito cuando el público — incluyendo el de origen latinoamericano — , puede estar casi tan poco familiarizado con la música hispano-caribeña como el propio público anglo- norteamericano. El toque en clave, el empleo rítmico de instrumentos «de melodía» y el abordaje melódico de la percusión, producen sonidos que les resultan exóticos incluso a muchos latinoamericanos. Por supuesto, hubo corajudos intentos de crear sonidos pan-latinos cuando los músicos de salsa — encabezados por Willie Colón y Eddie Palmieri, por ejemplo — comenzaron a utilizar una variedad de ritmos, tales como el mambo cubano y la rumba brasileña, en arreglos de canciones.

El esfuerzo práctico por desarrollar una identidad pan-étnica a través de la salsa ha demostrado ser más difícil que las especulaciones abstractas de José Vasconcelos y otros sobre el advenimiento de una nueva raza universal o «cósmica».[28] Ante la crecida interdependencia hemisférica (y global) en las esferas económica, política y del medio ambiente, las gentes en todas partes se refugian a menudo en su comunidad cultural ancestral, en un acto de autodefensa y solidaridad, y para tolerar la subordinación.[29] La evolución de la «raza cósmica» de latinos en Norteamérica todavía está por ocurrir. Pero con esto no quiero negar que la salsa está desempeñando un papel en un proceso de formación de la identidad entre los latinos en los Estados Unidos. En la ciudad de Nueva York, la salsa y el merengue son populares entre los públicos puertorriqueño, dominicano y colombiano. En lugares como San Francisco, Chicago y Miami, la salsa provee a algunos latinos de un sentido compartido de identidad.

Pero las vicisitudes de la salsa como un vehículo para la pan-latinidad se evidencian en el caso de Los Ángeles. El músico de salsa en esa ciudad es de primera o de segunda generación. Los músicos de primera generación suelen provenir del Caribe de habla hispana. Normalmente estaban familiarizados con ritmos y estilos cuando comenzaron a estudiar música y antes de emigrar. Los músicos de segunda generación, por lo general, han nacido en los Estados Unidos y crecido al ritmo del rock, el rhythm and blues y tal vez los estilos mexicanos. Casi siempre conocieron las formas afrocubanas más tarde, a menudo después de haber recibido un adiestramiento musical. Aunque Los Ángeles tiene un gran público hispano, solo una pequeña proporción está interesada en las formas afrocubanas. La mayor parte de los hispanohablantes de esa ciudad son de ascendencia mexicana,[30] y aunque el sonido caribeño — conocido como «música tropical» — y especialmente las formas danzón y mambo, tienen una larga tradición en Ciudad México, Veracruz y los estados de Yucatán, Tabasco y Campeche, este no es el caso en la mayor parte de México.[31]

La música puede haber actuado como un antídoto contra formas percibidas como «imperialismo cultural» en el Caribe de habla española. Díaz Ayala señala que en los años 70 y 80, la popularidad de la música típica de salsa contribuyó a frenar la ola de rock norteamericano y fungió como un símbolo nacionalista en el Caribe hispanohablante.[32]

Por otra parte, en Cuba la posición respecto a la salsa es más ambivalente. Algunos la han considerado un recurso para beneficiarse de fuentes musicales cubanas con propósitos puramente comerciales.[33] Ciertamente, muchos de los hits salseros de los 70 fueron «tomados en préstamo» gratis; es decir, sin pagar derechos de autor a los compositores cubanos, una explotación posibilitada por el estado de las relaciones cubano-norteamericanas.[34] Así, este popular género musical sirvió tanto para la apropiación comercial como de antídoto anti-foráneo.

Sin embargo, la existencia de un idioma común en la América hispanohablante no basta para que la salsa resulte atractiva a todos, más allá del Caribe hispano. La música afrocubana tiene que traducirse — dentro de la propia lengua — para hacerse comprensible.

El impacto del mercado

Los problemas de la traducción musical son un punto clave para el debate sobre las recientes tendencias de carácter mercantil en la música popular de origen cubano. En años recientes, la salsa en los Estados Unidos y América Latina mostró un nuevo giro en su desarrollo: la aparición de la salsa sensual, consistente en baladas románticas con un acompañamiento rítmico de salsa. La salsa sensual comenzó en 1986 y se estabilizó en 1992. Esta nueva modalidad representó un alejamiento de las tradiciones musicales cubanas — y frecuentemente, también latinoamericanas — , caracterizadas hasta entonces por una diferenciación bastante estricta entre la «música bailable» y la «música romántica para ser escuchada».[35] Esto parece indicar la entrada plena de la salsa, junto con otros innumerables artículos, en los ciclos de auge y decadencia típicos de las economías de mercado.[36] En cierta medida, este nuevo fenómeno y algunos de los actuales cambios fueron resultado de la manipulación de los medios masivos. La naturaleza oligopólica de la industria de la música — como lo muestra el hecho de que la producción y la comercialización están controladas por unas pocas firmas gigantes — privilegia la difusión de ciertos estilos, como las baladas de la salsa sensual. Esas transformaciones han ocurrido en el contexto del crecimiento de un mercado hispano multinacional en los Estados Unidos. El reciente énfasis en la salsa sensual ha provocado controversias entre los intérpretes y los críticos, algunos de los cuales la ven como un lamentable interludio escapista en el desarrollo de la música.[37]

El empleo del formato letras románticas-balada fue una maniobra comercial destinada, según palabras de Andy Montañez, a «atraer a la juventud». Con vistas a explotar un mercado más amplio, principalmente en la América Latina de tradición no caribeña, todos los grupos importantes de salsa incluyeron la línea romántica en su repertorio después de 1986. Las letras de gran parte de este nuevo estilo incluían descripciones explícitas de temas sexuales, y por ello, muchos comenzaron a llamarla «pornosalsa».

Lo que caracterizaba a las letras de este género y las de otras canciones, era un enfoque centrado en la obtención del placer sexual masculino, aunque persiste la interrogante sobre si las letras de estas canciones difieren sustancialmente de la de muchos antiguos boleros cubanos, puertorriqueños y mexicanos. Por ejemplo, el clásico Sabor a (1959) aludía inequívocamente al intercambio de fluidos corporales. Algunos músicos, como el cantante Alex Castro, sospechan que de alguna manera, lo que se considera «aceptable» en un estilo de bolero más pausado, es considerado «vulgar» cuando se presenta en un formato bailable afrocubano más movido. Otros inquieren si hay una diferencia significativa entre las inofensivamente gráficas metáforas sexuales de la salsa sensual y la romántica promesa masculina de amor eterno — al estilo clásico de muchos viejos boleros — que las mujeres acababan por descubrir que duraba solo una noche.

Tal vez involuntariamente, la discusión respecto a la salsa sensual trae a un primer plano las cuestiones relacionadas con la representación, que pueden perderse o confundirse en la traducción. Muchos estilos musicales afrocubanos combinan estilos de música bailable cuyo origen se encuentra en las tradiciones europeas y africanas, y que se desarrollaron hasta convertirse en bailes de salón modernos — como la rumba cubana, basada en una danza de fertilidad de los congos, con elementos coreográficos españoles. Los movimientos corporales de este y otros bailes han sido representados, especialmente en el cine, como imaginería visual que sugiere la satisfacción sexual de manera «primitiva», «exótica» y «obscena». Estereotipos como el del «baile obsceno» son otra fuerza más que define el lugar de la música afrolatina en el espacio cultural norteamericano. Refuerza la asociación que establece la mayoría del público entre esa música y los extranjeros mayoritariamente pobres y de piel oscura.

En general, la música afrocubana ha sido un género dominado por los hombres. Pero las investigaciones realizadas hasta ahora han restado importancia o pasado por alto el hecho de que los conceptos de género presentes en esta música frecuentemente otorgan a la mujer papeles importantes y aceptados por la imaginería masculina no machista. El son cubano — que para la mayoría de los musicólogos, es la base de la estructura de la salsa — , se desarrolló, en parte, en comunidades afrocubanas (los cabildos franceses de Santiago de Cuba y Guantánamo), en las cuales las mujeres desempeñaban papeles principales en la danza y la percusión. La primera orquesta femenina en Cuba no fue un conjunto de música de cámara, sino la Orquesta Anacaona, integrada por once mujeres que tocaban rumbas y sones en las décadas del 30 y el 40. (La punta, actualmente muy popular y comercialmente exitosa, se deriva de las danzas de los garífunas de Honduras y Belice, algunas de las cuales son del dominio exclusivo de las mujeres.) De hecho, mucha de la música comercial más popular ofrece convincentes ejemplos contrarios al discurso hegemónico masculino. Ejemplos que abarcan desde la década del 50 hasta el presente, han combinado letras sexualmente explícitas con el otorgamiento de roles de autoridad a las esposas, lo que ha legitimado la destrucción de la dominación masculina.

Volviendo a las cuestiones de la comercialización y a las letras de la música popular, es preciso recordar que esta influye y recibe la influencia de muchas fuerzas. Aunque, como señala John Storm Roberts, esto puede resultar inadmisible para una mentalidad estrecha, es a menudo positivo para la música popular. Es peligroso considerar el «comercialismo» o la «industria de la música» como males absolutos que dañan la autenticidad de un género musical. Mucho de lo que hoy se considera material afrocubano «clásico», «verdaderamente auténtico», se desarrolló en el ambiente de los cabarets y los casinos habaneros, frecuentados por turistas norteamericanos, y son un testimonio de la capacidad de los músicos populares para encontrar sentido a situaciones a veces socialmente denigrantes.[38]

Desde el punto de vista musical, el cambio fundamental en cuanto a cómo abordar la salsa tuvo lugar hace más de diez años, cuando Rubén Blades y otros introdujeron la salsa consciente. Esta música con «mensaje» privilegiaba el texto sobre el sonido, se centraba en la historia que se narraba y tendía a oscurecer los aspectos más característicos de la melodía y el ritmo.

En la historia reciente del género, la popularidad de la salsa consciente de Rubén Blades y otros, debe mucho a los productores musicales que percibieron el potencial comercial de las canciones con mensaje en América Latina, durante el período de efervescencia política de los 70 y principios de los 80. La salsa consciente sobrevivió en los Estados Unidos por la agresiva comercialización de que fue objeto en América Latina. Si se debe culpar a la comercialización por la difusión de la salsa erótica, también debe ser elogiada por la de la salsa consciente.

Es un error considerar la actual ola de salsa sensual como un simple resultado de la manipulación del mercado. Ello puede convertirse en una forma reduccionista de explicar la música por medio de la sociología. El esfuerzo debe estar encaminado en dos direcciones, para permitirnos decir algo sobre la sociedad basándonos en la experiencia musical. Igual que la de los Beatles, la música de Blades gustaba a los académicos por sus textos.[39] Sin embargo, a uno no le tiene que gustar la letra de la salsa sensual. La cuestión no debe ser, simplemente, criticar el contenido, sino preguntarnos qué lugar activo tienen las canciones en la vida de la gente.[40]

Es insuficiente caracterizar la pugna entre música «capitalista» por un lado, y «popular» o «auténtica» por otro. Ambos temas, los relativos a la satisfacción sexual y a la injusticia social — el núcleo de los textos de la salsa sensual y la salsa consciente, respectivamente — , sugieren un giro hacia los llamados elementos españoles o europeos característicos de otras tradiciones musicales latinoamericanas, alejados de la compleja mezcla española-africana típica del sonido afrocubano. Así, la salsa sensual es un puente de interculturalismo musical que permite enlazar las tradiciones musicales cubanas con otros estilos latinoamericanos.[41] Además de romper la dicotomía de «música para bailar» versus «música para oír», puede resultar una forma exitosa de llegar a un latinismo pan-étnico. Y está representada la incorporación de la juventud como una categoría de consumidores, casi igual que lo fuera el rock and roll para la juventud norteamericana.[42]

La aparición de la salsa sensual implica que los músicos han descubierto una vía para expandir su mercado, al presentar la música de manera que sea fácilmente comprensible para los latinos no familiarizados con los sonidos afrocubanos. La agitación que ha suscitado destaca el problema de la representación. Es otra dimensión que añadir al lenguaje y a las diferencias musicales, al examinar los perímetros de la música cubana en los Estados Unidos y en América Latina.

La música cubana y, por extensión, la música del Caribe de habla hispana, como consecuencia de la conmoción de los encuentros culturales — sometida a muchas influencias, entrecruzamientos constantes, avances y retiradas — no puede ser comprendida mediante una sola metodología. Las sugerencias de que las letras no importan, o de que son lo que más importa, son posiciones en extremo limitantes. Un acercamiento unidimensional no puede revelar lo que Alejo Carpentier llamó «el constante clamor de las confrontaciones» que caracteriza la historia toda de la música afrohispana.

Los percusionistas de los grupos de música bailable afrocubana «tocan al paso que les bailan», pero no pueden tocar a menos que la gente baile. A veces, para ampliar un público, para resultarle atractivo a un público mayor, se requiere saber retirarse y avanzar. Las interpretaciones siempre exigen estilización, que es como andar sobre una cuerda floja: siempre deben «distorsionar», pero solo si la distorsión no se convierte en una caricatura. El reto que enfrentan los oficiantes de la salsa sensual es hacer que las distorsiones de hoy sean las auténticas tradiciones del mañana. El primer paso ha tenido éxito. En los clubes de Los Angeles, Miami, Nueva York y otras ciudades, latinos jóvenes no caribeños bailan al ritmo de la salsa sensual. Es muy pronto para decir cuál será el impacto musical, a largo plazo, de este género.

El imperativo del gusto

Para algunos escritores, la música cubana del siglo XX (y, por extensión, la música del Caribe hispanohablante) es el único género musical contemporáneo en el mundo comparable con el jazz norteamericano. Tal vez el músico más estrechamente identificado con el auténtico boom de la música cubana en la década del 50 fuera «El Bárbaro del Ritmo», Benny Moré, un innovador cuyo sonido e interpretación distintivos de la música cubana, con su orquesta gigante, le debía mucho al estilo de las grandes bandas de jazz norteamericanas de la era del swing, que él popularizó en Cuba. Incluso puede decirse que el mambo es, en muchos sentidos, música norteamericana. Fue grabado principalmente en México por la RCA, y Dámaso Pérez Prado siempre tuvo su mayor público entre los residentes hispanos y no hispanos en los Estados Unidos.[43] Este ejemplo nos alerta en cuanto a los poderes recombinantes de los intérpretes culturales, que pueden convertir la adulteración de ayer en la nostalgia de mañana. El desarrollo de la música norteamericana y afrocubana ha sido paralelo y entrecruzado. He sugerido cómo cuestiones atinentes a la historiografía musical convencional, las diferencias lingüísticas, la inteligibilidad musical y los estereotipos pueden ayudarnos a comprender estas vidas paralelas.

Es necesario contextualizar el debate sobre los aspectos contrahegemónicos del complejo afrolatino en los Estados Unidos. Está claro que este país es vital para cualquier debate sobre la evolución de varias formas afrolatinas. Rafael Hernández, uno de los líderes en el desarrollo de la música latina en este siglo, se radicó durante algún tiempo en los Estados Unidos, donde escribió la canción El jibarito, que es prácticamente el himno nacional de Puerto Rico. Daniel Santos (1916–1992), prominente cantante de La Sonora Matancera, una de las bandas identificadas con el boom de la música bailable cubana en los 50, era — como todos los puertorriqueños — , un ciudadano norteamericano cuya voz y canciones son idolatradas e identificadas en toda América Latina con el sonido tropical del Caribe. En los Estados Unidos, alguna de esta música salsa ha sido vista como la resistencia de la cultura popular de una minoría, como una forma de autoidentificación colectiva, e incluso como autodefensa contra la hegemonía de las formas culturales dominantes.[44] Pero la música afrolatina, que puede ser marginal en los Estados Unidos, ha sido centro en varias naciones latinoamericanas y compite, en pie de igualdad, en otros países. Tiene una bien marcada configuración que la separa del actual producto musical conocido como pop mundial.[45]

En el mundo de la música afrocubana hay muchos participantes con diversas intenciones e intereses, procedencias y mensajes. Los debates académicos más recientes se han centrado en los textos de la salsa, más que en sus características musicales. Esto puede ser limitante en un género en el que, a veces, las letras consisten en una sola palabra, como Blen Blen Blen, la inmortal guaracha de Chano Pozo. La estrategia de leer solamente los textos puede resultar una debilidad, cuando el objeto de análisis no es propiamente (o exclusivamente) textual. La «profundidad» de esta aproximación es también su «ceguera».

La inconveniencia de mirar solamente el texto es que la música popular no es necesariamente música populista, aunque en ocasiones puede ser ambas cosas. La salsa afrocubana y los géneros relacionados con ella son elementos dinámicos y complejos en la cultura popular contemporánea de los Estados Unidos y en América Latina. Aunque ha sido comercializada por la industria de la música, el poder de los medios masivos para moldear las preferencias de los consumidores no ha sido totalmente unilateral. Por ejemplo, la repetición de letras aparentemente simples puede enmascarar una serie de características. Cuando en las repeticiones, hasta en las canciones más carentes de sentido, se emplean palabras tomadas del lucumí, o sus equivalentes en español — como en muchas de las canciones de Celia Cruz — , estas significan [46]mucho más de lo que parecen. Hace tiempo que Morton Marks demostró cómo algunas de las más comerciales composiciones afrocubanas tocadas en la radio tenían significados diferentes, en dependencia del conocimiento acumulado o del compromiso del público. Para algunos oyentes, la canción menos imaginativa, la más repetitiva («¿dónde está la letra?») puede ser la declaración de un cantante acerca de su compromiso activo con una teología no oficial, como la santería.[47]

La música afrocubana necesita «traducción» al inglés y al español. Lo que para unos es ruido y repetición, para otros es una poderosa, compleja y «sabrosa» música. Pero ¿será considerada, en algún momento, propia de un gusto refinado? La música es sensual, de los sentidos, de gustar y tocar físicamente. Los nombres de las canciones — Manteca, Sabor a mí, Cocinando, Sazonando — y de los álbumes — Spanish Grease, Juicy — , las interjecciones empleadas por los músicos — como el clásico grito de «¡Azúcar!» de Celia Cruz — , establecen un vínculo entre el sonido y el sentido del gusto. Las musicales no son tonalidades de color, sino bocados apetitosos, jugos, especias que deben ser sentidas en la boca misma. Pero, ¿no es todo esto un poco demasiado «obsceno»? ¿Puede esta música «vulgar», cuyas cualidades musicales son todavía un misterio, llegar a incorporarse a la corriente musical principal en los Estados Unidos? ¿Será acaso devorada? ¿Cómo sortearemos la línea entre sensualidad y estereotipo? ¿Podrán los sonidos «sabrosos» convertirse en una señal de buen gusto en algún momento futuro?

Traducción: Carmen González

Notas

[1] Tres ejemplos recientes son Luis Rafael Sánchez, La importancia de llamarse Daniel Santos, Editorial Diana, México D.F., 1989; Oscar Hijuelos, The Mambo Kings Play Songs of Love, Farrar, Strauss, Giroux, Nueva York, 1989; Víctor Hernández Cruz, especialmente By Lingual Wholes, Momo’s Press, San Francisco, 1982 y Red Beans, Coffee House Press, Minneapolis, 1991.

[2] Véase John Storm Roberts, The Latin Tinge (Oxford University Press, Nueva York, 1979), para la historia más completa de las etapas por las que ha atravesado la música bailable latina en los Estados Unidos.

[3] Nótese que la obra de Gilbert Chase, America’s Music: From the Pilgrim to the Present (University of Illinois Press, Urbana, 1987), no contiene referencias a la música afrocubana, a la música latina, a la salsa o a otros estilos similares. Chase, justamente famoso por trabajos enciclopédicos sobre la música latinoamericana y española, aborda la música «norteña», el jazz, el pop, el soul y la música de los indios norteamericanos. Esta omisión de música «latina» de origen cubano es especialmente curiosa si se tiene en cuenta, incidentalmente, que Chase nació en La Habana.

[4] Empleo el término «transculturación» como lo definiera Fernando Ortiz. Véase, especialmente, su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963). En cuanto a la aplicación específica del término al estudio de la música, véase su obra en varios volúmenes Los instrumentos de la música afrocubana (Publicaciones de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, La Habana, 1952–55). El concepto de Ortiz no es equivalente — pero tampoco contradice — su empleo por Roger Wallis y Kristen Malm en «Patterns of Change», en On Record (Simon Frith y Andrew Goodwin, eds., Pantheon Books, Nueva York, 1990, pp. 160–80).

[5] «Al estudiar la historia de la versificación española, Pedro Henríquez Ureña halló la necesidad de tener una designación específica para esos versos tan acentuadamente rítmicos y pensó en decirles golpeados o danzantes». Citado en Fernando Ortiz, Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba, Letras Cubanas, La Habana, 1981, pp. 204–5.

[6] Puertorriqueños nacidos y criados en Nueva York. [N. del E.]

[7] Los folkloristas latinoamericanos conocen desde hace tiempo los aspectos dramáticos del baile afrolatino. Véase Paulo de Carvalho Neto, «The Candomblé, a Dramatic Dance from Afro-Uruguayan Folklore», Ethnomusicology, n. 3, 1962.

[8] Citado en Lydia Cabrera, «La ceiba y la sociedad secreta abakuá», Orígenes, n. 25, La Habana, 1950, pp. 24–59.

[9] Véase, entre otros, John Storm Roberts, The Latin Tinge, ob. cit., cap. 8; Charley Gerard y Marty Sheller, Salsa!, White Cliffs Media Company, Crown Point, Indiana, 1989; Jorge Duany, «Popular Music in Puerto Rico: Towards an Anthropology of Salsa», Latin American Music Review, n. 2, otoño- invierno de 1984; César Miguel Rondón, El libro de la salsa, Editorial Arte, Caracas, 1980; Cristóbal Díaz Ayala, Música cubana: del areíto a la Nueva Trova, Cubanacán, San Juan, 1981. Véase también Marisol Berrios-Miranda, «Salsa, Whose Music Is It?», ponencia presentada en la reunión anual de Society for Ethnomusicology, Oakland, California, noviembre de 1990.

[10] Argeliers León, Del canto y el tiempo, Letras Cubanas, La Habana, 1984.

[11] Así, a principios de la década del 50, el colombiano Lucho Bermúdez creó el merecumbé, una mezcla del merengue dominicano y la cumbia colombiana.

[12] Véase Jorge Castellanos e Isabel Castellanos, Cultura afrocubana, 3 v., Ediciones Universal, Miami, 1992.

[13] Véase Charles Keil, «People’s Music Comparatively-Style and Stereotype, Class and Hegemony», Dialectical Anthropology, n. 1–2, julio de 1985, p. 24.

[14] En la zona del Caribe a menudo se sincretiza a San José con el orisha yoruba Elegguá o Legba, y las actividades «indias» son similares a las ceremonias de la rara haitiana, de origen africano occidental. Otros «indios» similares desfilan en el carnaval de Trinidad. Las especulaciones de Sánchez de Fuentes fueron completamente desacreditadas por Fernando Ortiz en La africanía de la música folklórica en Cuba, (Dirección de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1950). Respecto a la República Dominicana, véase Jorge Duany, «Ethnicity, Identity and Music: An Anthropological Analysis of the Dominican Merengue», ponencia presentada en la International Conference on Music and Black Ethnicity in the Caribbean and South America, North-South Center, Universidad de Miami, 16–19 de enero de 1992. Respecto a Venezuela, mi afirmación se basa en una conversación personal con el doctor Max Brandt. Respecto a Nueva Orleans, véase Rosita M. Sands, «Carnival Celebrations in Africa and the New World: Junkanoo and the Black Indians of Mardi Gras», Black Music Research Journal, n. 1, 1991, pp. 75–91. Caribbean Festival Arts (University of Washington Press, Seattle, 1988), de John Nunley y Judith Bettelheim, resulta útil respecto a la cuestión del disfraz «indio». El capítulo 1 se refiere al simbolismo de las plumas como un tema recurrente en las máscaras afrocaribeñas que aparecen en los festivales, y la posible conexión con temas yoruba y congo. El capítulo 3 ilustra el uso de disfraces aztecas y amerindios en el carnaval de Trinidad. Véase Jack D. Forbes, «The Manipulation of Race, Caste and Identity», Journal of Ethnic Studies, n. 4, 1990, pp. 1–48. Se trata de un excelente tratado sobre transmutaciones étnicas.

[15] Umbanda es una religión que evolucionó a partir del candomblé. Véase Seth Leacock y Ruth Leacock, Spirits of the Deep: A Study of an Afro-Brazilian Cult, Anchor Books, Garden City, 1975.

[16] Gustavo Pérez Firmat alega esto en «Qué rico el mambo», Más, n. 3, noviembre-diciembre de 1991, pp. 77–81. Véase Olavo Alén Rodríguez, De lo afro-cubano a la salsa (Editorial Cubanacán, Puerto Rico, 1992) para una somera explicación acerca de los géneros que se pueden considerar de origen cubano.

[17] Leonardo Acosta presenta una historia detallada del desarrollo del jazz en Cuba en su «Cubano Be, Cubano Bop», manuscrito inédito, La Habana, 1992.

[18] En español en el original. Se refiere a la música campesina del norte de México, popular en Texas, Nuevo México y California. [N. del E.]

[19] El uso de múltiples timbres como un aspecto clave de la música africana (o influida por esta) está explicado por Olly Wilson en «The Significance of the Relationship Between Afro-American Music and West African Music», Black Perspective in Music, n. 1, 1974, pp. 3–23; véase también «The Heterogeneous Sound Ideal in African-American Music», del mismo autor, en Josephina Wright y Samuel A. Floyd, Jr., eds., New Perspectives in Music: Essays in Honor of Eileen Southern, Harmonie Park Press, Warren, Michigan, 1992. El tema de la relación de los patrones de tamborileo con las cualidades tonales de las lenguas africanas ha sido desarrollado por J. H. Kwabena Nketia, Drumming in Akan Communities in Ghana, T. Nelson, Edinburgh, 1963. La melodía del ritmo afrocubano es objeto de numerosos pasajes en Los instrumentos de la música afrocubana, de Fernando Ortiz, ob. cit.

[20] El concepto occidental de ritmo, por ejemplo, conduce a la tendencia de no escuchar música de otros tambores que no sean los de la batería. Véase K. P. Wachsman, «Music», Journal of the Folklore Institute, n. 1–3, 1970, pp. 164–91.

[21] Véase Tony Sabournin, «Latin International», en Billy Bergman, ed., Hot Sauces: Latin and Caribbean Pop, Quill, Nueva York, 1984, p. 117.

[22] Véase Roberta L. Singer, «Tradition and Innovation in Contemporary Latin Popular Music in New York City», Latin American Music Review, n. 2, 1983, pp. 183–202.

[23] Félix M. Padilla, «Salsa Music as a Cultural Expression of Latino Consciousness and Unity», Hispanic Journal of Behavioral Sciences, n. 1, 1989.

[24] Frances R. Aparicio, «Salsa, Maracas, and Baile: Latin Popular Music in the Poetry of Víctor Hernández Cruz», MELUS, n. 1, 1989–1990. David R. Shumway aborda de igual manera el estudio del rock and roll en «Rock & Roll as a Cultural Practice», South Atlantic Quarterly, n. 4, 1991, pp. 753–71. Véase también Roberta L. Singer, «Tradition and Innovation…», ob. cit. Para otros puntos de vista, véase Leonardo Acosta, «From the Drum to the Synthesizer», Latin American Perspectives, n. 2, 1989,

pp. 29–46.

[25] La presencia norteamericana aparece en el pensamiento de José Martí, José Enrique Rodó, José Vasconcelos, Octavio Paz, Pedro Henríquez Ureña, Eugenio María de Hostos y Germán Arciniegas. Nada de esto es inesperado. Pero es sorprendente que, a pesar de la proximidad de los respectivos países de estos intelectuales a los Estados Unidos, tales países casi no han afectado, al menos explícitamente, la definición del carácter nacional norteamericano. Véase José Enrique Rodó, Ariel, University of Texas Press, Austin, 1988. El eminente filósofo mexicano José Vasconcelos, en La raza cósmica, trata de identificar la singularidad y la especificidad del nuevo hombre de México y de las Américas. Creció en un pueblo de la frontera y fue a la escuela primaria en los Estados Unidos, una experiencia que influyó sobre sus sentimientos acerca de México. Cuando su familia se mudó a una nueva casa en Toluca, cerca de la capital mexicana, el joven Vasconcelos se matriculó en una escuela secundaria. Escribe: «Mi patriotismo fue humillado al tener que reconocer la superioridad de la pequeña escuela de Eagle Pass. ¿Podía una escuela de aldea norteamericana ser mejor que una anexa a un Instituto que se jactaba de haber producido a Ignacio Ramírez y a Ignacio Altamirano?». José Vasconcelos. A Mexican Ulysses: An Autobiography, traducción de W. Rex Crawford, Indiana University Press, Bloomington, 1963, p. 29.

[26] Véase John J. Johnson, Latin America in Caricature, University of Texas Press, Austin, 1986.

[27] Roland Barthes sugiere que hay dos maneras de apreciar la música: escuchándola o interpretándola. Véase Image-Music-Text, traducción al inglés de Richard Howard, Noonday, Nueva York, 1977.

[28] Laurie Kay Sommers, «Inventing Latinismo: The Creation of “Hispanic” Panethnicity in the United States», Journal of American Folklore, invierno de 1991, pp. 32–53.

[29] Véase Bonnie Marranca, «Thinking About Interculturalism» en Bonnie Marranca y Gantam Dasgupta, eds., Interculturalism and Performance, PAJ Publications, Nueva York, 1991; John Clarke, «Pessimisms versus Populism: The Problematic Politics of Popular Cultures», en Richard Butsch, ed., For Fun and Profit, Temple University Press, Filadelfia, 1990. Por el momento, hago notar que las afirmaciones sobre la identidad están presentes en el trabajo de otros artistas latinos contemporáneos, pero que la identificación es más estrecha. El rapero cubano-americano Mellow Man Ace, por ejemplo, proclama en su Rap guancó no ser «negro, ni blanco ni puertorriqueño, sino un estúpido cubano más, que vuelve locas a las muchachitas». Rap guancó es una de las canciones más populares del disco compacto grabado por Mellow Man Ace, titulado Escape from Havana (Capitol Records, CDP 7912952, 1989). Agradezco a Andrea Smith por haberme llamado la atención acerca de esta canción.

[30] Sin embargo, es importante hacer notar la presencia del sonido cubano en la música de la comunidad mexicana de Los Ángeles. Poncho Sánchez, nacido en Texas y criado en Los Ángeles, ha preservado los estilos de los percusionistas cubanos en los clubes de jazz de Los Ángeles. Y muchos músicos chicanos han combinado con éxito las formas cubanas con los estilos del rock. Véase Steven Loza, Barrio Rhythm: Mexican-American Music in Los Ángeles, University of Illinois Press, Urbana y Chicago, 1993.

[31] Richard J. Cadena, «México: los años cuarenta y cincuenta», Latin Beat, n. 9, noviembre de 1992, p. 15.

[32] Cristóbal Díaz Ayala, ob. cit.

[33] 33. Algunos músicos cubanos consideran que la popularidad de la salsa es positiva porque favorece a la música cubana. Véase Peter Manuel, «Marxism, Nationalism and Popular Music in Revolutionary Cuba», Popular Music, n. 2, 1987, pp. 161–78.

[34] El musicólogo Leonardo Acosta considera la salsa como una manifestación tanto de apropiación comercial ilegítima, como una búsqueda positiva de innovaciones. Véase Leonardo Acosta, «From the Drum to the Synthesizer», ob. cit.

[35] Deborah Pacini escribe: «Es importante poner énfasis en que estas categorías — música romántica y música bailable — son más importantes en América Latina que en el contexto anglo. La música rock, por ejemplo, no está claramente definida como música bailable, ni se la compara con una categoría separada de música romántica. Sin embargo, en América Latina estas dos categorías diferenciadas son una pareja que se complementa, porque cada una de sus partes satisface un requerimiento distinto en un hecho musical, ya sea público o privado» («Social Identity and Class in Bachata, An Emergent Dominican Popular Music», manuscrito inédito, Cornell University, 1988, p. 3).

[36] La salsa está bien acompañada, como revela la siguiente cita: «Ahora más que nunca antes, la crítica cultural está sujeta a los ciclos de auge y decadencia que siempre han atormentado al capitalismo. Esto tiene efectos reales: en un momento dado, todo el mundo parece estar escribiendo sobre lo mismo — y después, nadie lo menciona. Meaghan Morris cita la frialdad de un analista japonés de los medios masivos hacia una colección que contenía diversos ensayos sobre Foucault: «Ah, Foucault… lo siento, pero no tiene público» («Banality in Cultural Studies», Discourse, primavera- verano de 1988, p. 5).

[37] Véase, por ejemplo, José Arteaga, La salsa, Intermedio Editores, Bogotá, 1990, pp. 14–5.

[38] Citado por Cristóbal Díaz Ayala, ob. cit., pp. 205–6.

[39] Simon Frith y Andrew Goodwin, eds., On Record, n. 3.

[40] Hace tiempo David Riesman señaló que las letras no lo explican todo acerca de las canciones. Véase «Listening to Popular Music», American Quarterly, n. 2, verano de 1950.

[41] Véase Mead Hunter, «Interculturalism and American Music», en Bonnie Marranca y Gantam Dasgupta, eds., Interculturalism and Performance, ob. cit.

[42] William Javier Nelson, «Built-In Generation Gaps in Music», manuscrito inédito, sin fecha.

[43] Gustavo Pérez Firmat, ob. cit.

[44] Frances R. Aparicio, ob. cit.

[45] Deborah Pacini Hernández analiza la relación entre el beat afrocubano y el mundial en «Spanish Caribbean Perspective on World Beat», ponencia presentada en la reunión anual de Society for Ethnomusicology, 1992.

[46] Este es el tema de un interesante subtexto en Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1965.

[47] Véase Morton Marks, «Uncovering Ritual Structures in Afro-American Music, en Irving Zaretsky y Mark Leone, eds., Religious Movements in Contemporary America, Princeton University Press, 1974, pp. 60–134.

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