Soñar en cubano, escribir en inglés: una reflexión sobre la tríada lengua-nación-literatura

Ambrosio Fornet

Temas Cuba
Catalejo el blog de Temas
34 min readOct 26, 2023

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       *Artículo publicado en el número 10 de la revista, La Habana, abril-junio de 1997, p.4. 

Un conocido crítico y ensayista cubano residente en los Estados Unidos cuenta que, al llegar una noche a Venezuela, el chofer del microbús que lo conducía del aeropuerto a Caracas le preguntó: «¿De dónde viene usted?». Y que él, aturdido por el viaje y acostumbrado a satisfacer esa curiosidad en los Estados Unidos, entendió la pregunta en inglés («Where do you come from?», lo que puede entenderse como «¿De dónde es usted?») y en lugar de responder: «De los Estados Unidos», como correspondía, respondió: «De Cuba».[1] El equívoco pudiera servirnos como punto de partida para una reflexión sobre los problemas que el biculturalismo introduce en el terreno movedizo de las identidades nacionales y culturales, o, de modo más específico, sobre las tensiones que generan los inestables vínculos entre la lengua, la nación y la literatura.

Algunas aclaraciones, antes de entrar en materia. La primera es que abordo el tema sin el menor afán polémico, por una simple cuestión de principios. No puedo fingir que soy ajeno al debate suscitado por mis opiniones sobre la literatura cubano-americana, expuestas en el curso de una entrevista.[2] La segunda es que vuelvo al asunto respondiendo a una situación coyuntural: el director de Temas me recuerda a menudo el compromiso que, en este sentido, contraje hace meses con la revista. La tercera y última es que soy consciente de que no parto de cero: nuestros lectores ya han tenido ocasión de reflexionar sobre algunos de los puntos directa o indirectamente relacionados con esta problemática, tal como han sido expuestos por autores como Gustavo Pérez-Firmat, Eliana Rivero, Antonio Vera-León y Víctor Fowler, así como por otros incluidos en el dossier sobre la identidad publicado en La Gaceta de Cuba, en las Memorias del Encuentro sobre Cultura e Identidad Nacional celebrado en la Universidad de La Habana, y en las revistas Casa de las Américas y Temas.[3] Al nivel en que está colocado el debate parece innecesario o absurdo, por tanto, insistir en que la identidad no es una categoría metafísica, que pueda definirse de una vez y por todas, o pretender que la cuestión de la lengua podría zanjarse apelando a rancios argumentos de autoridad o, a la inversa, a tácticas de francotirador. Estas últimas consistirían en ocultar el problema de las fronteras nacionales detrás de las murallas de los ghettos o en el horizonte ilimitado del ciberespacio, o bien en citar a un puñado de autores que, por elección u obligación, decidieron no escribir en sus lenguas maternas o hacerlo en idiomas distintos al hablado por la mayoría en sus países de origen. Que un clásico de la literatura inglesa como Conrad naciera en Polonia, o que Kafka, judío oriundo de Praga, haya escrito toda su obra en alemán, o que el otro Heredia — el célebre autor de Les Trophées — haya nacido también en Santiago de Cuba, no bastan para refutar — ni para contradecir, siquiera — la arraigada e incitante noción de que la patria mayor del escritor es su lengua, el idioma en que escribe. No es casual que al llegar como exiliado a América Latina, Juan Ramón Jiménez sintiera la necesidad de acuñar un neologismo capaz de subrayar la unidad del terruño y la lengua: «No soy ahora un deslenguado ni un desterrado — dijo — , sino un conterrado».[4] Desconocer ese fenómeno, alegando que la pertenencia a una literatura nacional está dada exclusivamente por el lugar de origen del autor — como han hecho, para impugnar mi posición, varios escritores cubanos de adentro y de afuera — , nos llevaría, si hemos de ser coherentes, a negar de antemano que la obra de Cortázar (nacido en Bélgica) y la de Fuentes (nacido en Panamá) pertenezcan a las literaturas argentina y mexicana, respectivamente. La noción de una literatura cubana ab ovo, que para legitimar su cubanía solo necesitara presentar el certificado de nacimiento del autor, nos privaría automáticamente — por contraste — de un corpus que, partiendo de Espejo de paciencia, abarcaría desde los ensayos de Domingo del Monte hasta los de Cintio Vitier, desde los poemas de Eugenio Florit hasta los de Fayad Jamís y desde las obras de Novás Calvo y Montenegro hasta las de Calvert Casey, pasando por las de Pablo de la Torriente Brau y Alejo Carpentier. Una propuesta que conduzca a semejante resultado es un disparate, no una propuesta. Y sin embargo, resulta imposible descartarla a priori, como veremos más adelante.

Una autocrítica razonada

Desde el punto de vista conceptual, la tríada que forma parte del título de este ensayo dista mucho de ser transparente. Ninguno de sus elementos aislados serviría para estudiar un fenómeno tan complejo. Este debe analizarse en la dinámica de sus relaciones recíprocas, es decir, sin caer en la tentación de un ontologismo que negaría el papel desempeñado por los contextos, tanto históricos como socioculturales. En este sentido, admito que quizás fui demasiado categórico y esquemático cuando, al referirme a la literatura cubano-americana en la mencionada entrevista, puse todo el énfasis de mi argumentación en el factor idioma. A la pregunta del entrevistador, relacionada con la posible identidad cultural de Oscar Hijuelos, respondí que a mi juicio era un autor norteamericano que aportaba elementos cubanos a su literatura.

Algo semejante — añadí — podría decirse de Cristina García, con su novela Dreaming in Cuban, y de Roberto G. Fernández, con Raining Backwards, aunque en este caso con una salvedad, y es que Fernández escribió sus libros anteriores en español. Pero desde el momento en que, como escritores, escogen el inglés para comunicarse — una decisión, por otra parte, muy natural — pasan a insertarse en esa rama de la narrativa estadounidense que ya se conoce como Cuban-american. Eso no quiere decir que dejen de interesarnos.[5]

Huelga añadir que yo no pretendía usurpar las funciones de los titulares de Inmigración autorizados a conceder pasaportes y a otorgar cartas de ciudadanía, ni remedar a Carlos III, que en algún momento tuvo la peregrina idea de imponer en América el uso obligatorio del castellano, en detrimento de las lenguas autóctonas. La modestia de mis intenciones, sin embargo, no me exime de cierta dosis de culpa, basada sobre todo en la ausencia de matices que se advierte en la declaración. Es de suponer que en determinadas circunstancias, el hecho de que una obra literaria esté escrita en un idioma extranjero[6] no nos impediría insertarla en el corpus de una literatura nacional específica. En asuntos tan delicados como este, los que aconsejan cautela («nunca digas nunca») demuestran ser siempre los más lúcidos. Ahora bien, aceptar que el idioma no es el único factor determinante de la nacionalidad literaria, no significa desconocer el papel que desempeña en la formación de las identidades culturales y nacionales, dos fases inseparables, en el mundo moderno, del proceso de humanización y socialización del individuo. Sabemos que el despertar de la conciencia en el niño coincide con el aprendizaje de la lengua: es en ella y gracias a ella — como bien observa Benveniste — que el individuo y la sociedad establecen sus canales de influencias recíprocas. De ahí que los hombres hayan percibido desde siempre «el poder fundador» de ese prodigioso mecanismo capaz de instaurar realidades imaginarias, animar las cosas inertes, hacer visible lo que no existe aún, devolvernos lo que ha desaparecido… Pero, además — subraya Benveniste — cuando decimos que el lenguaje «re-produce» la realidad, es eso exactamente lo que estamos diciendo: que el intérprete del lenguaje produce de nuevo la realidad a que alude, «hace renacer por sus palabras el acontecimiento y su experiencia del acontecimiento»,[7] de modo que todo lo que no sea vivencia mística o personal — digámoslo así — es pura realidad lingüística. Ni el individuo ni la sociedad llegan a ser conscientes de lo que no hayan sido capaces de articular a través del lenguaje: lo inefable es lo contrario de lo humano. Si esto es cierto en sentido general, cuánto más no lo será en el caso del escritor, para quien el lenguaje se relaciona con su propia identidad de un modo absorbente y entrañable. Por algo afirmaba Milosz que no se podía cambiar de idioma sin cambiar de personalidad.[8]

Pudiera aducirse que en el caso de los escritores bilingües — que es, en definitiva, el que ahora nos ocupa — el problema no tiene por qué ser tan dramático. Se supone que ellos tengan la posibilidad de escoger, entre ambos idiomas, aquel que mejor se adapte a sus necesidades expresivas o simplemente a las circunstancias. Pero la realidad es que, en la práctica, no siempre se pueden aprovechar las ventajas de un idioma sin sacrificar las del otro: el bilingüismo, como apunta Cornejo Polar, casi nunca es simétrico».[9] José María Arguedas, por ejemplo, se quejaba de que «le era casi imposible expresar en español lo que [de niño] había experimentado en quechua, desde sus relaciones con el paisaje andino hasta sus modos de sentir las pulsiones primarias, como las del amor o del odio…».[10] Ya se sabe que cortó por lo sano apelando a la división de géneros, es decir, escribiendo su prosa en español y sus versos en quechua. Fabio Morábito — italiano nacido en Egipto, que adoptó el español como lengua literaria — ha descrito el drama del bilingüismo en términos semejantes: es cierto que cuando el autor decide comunicarse en una lengua distinta a la materna se enriquece, dijo, renace «en el seno de una nueva expresividad», pero no lo es menos que al hacerlo se ve obligado a «enterrar definitivamente otras palabras y otras cadencias».

[E]l escritor bilingüe, en el momento de escribir en un idioma determinado — precisó — , es bilingüe solo por accidente, no por inspiración, porque dentro de esta solo se puede ser dueño de un idioma. Yo diría incluso que la inspiración es precisamente esto: el estado más profundo de monolingüismo, ese momento en que la lengua, envuelta y protegida por una especie de sordera frente a todas las otras, habla — sin recatos y sin escrúpulos, como si fuera la única existente — el único idioma concebible.[11]

Todo escritor sabe, además, que él no es solo creador sino también criatura del lenguaje, puesto que hereda y habita un espacio lingüístico modelado por la dinámica del habla popular y por siglos de tradición literaria. Es lógico suponer que cuando esos factores cambian, se modifica también el arsenal retórico y, hasta cierto punto, la cosmovisión que subyace en toda práctica lingüística. Tal vez sea desde este ángulo que pueda entenderse el célebre aforismo de Wittgenstein: «Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida». Pero si no queremos caer en el fetichismo del idioma es preciso restablecer sus nexos con los demás componentes de la tríada, es decir, ubicarlo en su contexto histórico y, por consiguiente, en una situación comunicacional que obligue a tomar en cuenta tanto el lugar de la enunciación como al receptor de la misma.

Tan pronto como se da este paso surgen, en la polémica, algunos equívocos. El primero, como hemos visto, es el que identifica la nacionalidad literaria con el lugar de nacimiento del autor. El segundo es el que confunde nacionalidad con ciudadanía. El tercero es el que se esfuerza por demostrar lo que no necesita demostración fuera del ámbito estrictamente político: que los escritores cubanos exiliados, por ejemplo, no son solo cubanos por su lugar de origen sino por su pertenencia a una tradición, puesto que una parte de nuestra literatura — desde Heredia hasta Martí — fue escrita en el exilio y otra — desde Novás Calvo a Carpentier — es «de génesis extraterritorial»,[12] o sea, se escribió fuera de Cuba. Este argumento, por cierto — permítaseme la digresión — podría servirnos para ilustrar las discrepancias que se suscitan al analizar el mismo fenómeno desde situaciones personales o contextos históricos distintos. En el discurso cultural interno, el hecho de que una parte de nuestra literatura sea, en efecto, de origen «extraterritorial» sirve para defender, por contraste, la tesis del arraigo, puesto que la expatriación de nuestros intelectuales respondió siempre a coyunturas políticas o económicas impuestas por las clases y los sectores dominantes, tanto de la colonia como de la república burguesa. Cuando este enfoque — históricamente inobjetable — asumió un rígido carácter ideológico y político, excluimos de él, sin distinción, a quienes se exiliaron o emigraron después de 1959, vistos durante mucho tiempo como cómplices, no como víctimas de los sectores reaccionarios desplazados del poder. Pero lo que ahora quiero subrayar es que experiencias históricas distintas generan motivaciones, afinidades y prioridades distintas, surgidas a su vez de premisas ideológicas dispares. En lenguaje llano diríamos que cada una de las partes tiene una manera diferente de arrimar la brasa a su sardina. En Cuba suele ponerse el énfasis en el aspecto cívico de las tradiciones intelectuales ligadas al desarrollo de la conciencia nacional; fuera de Cuba, por el contrario, se insiste en la nocividad de la actitud comprometida y en el hecho — ya señalado por Vitier — de que los temas de la ausencia y el destierro también forman parte de nuestra identidad cultural, incluso como legado de poetas (Casal, Luisa Pérez, Lezama…) que nunca padecieron el exilio.[13] En Cuba los fenómenos de transculturación, el carácter sincrético o mestizo de una gran parte de nuestras manifestaciones literarias y artísticas, se ven como expresión de la pujanza y la vocación ecuménica de nuestra cultura. La capacidad de asimilar y remodelar se consideran signos de creatividad y autoctonía. Fuera de Cuba los mismos fenómenos han dado origen a la tesis de que nuestra cultura no es «fundacional», sino «traduccional»: se caracteriza por su capacidad para reelaborar materiales heterogéneos no autóctonos, por lo que — como ocurre con las Ideas platónicas — siempre hay un arquetipo al que debe remitirse.[14] Asumiendo sin reservas que el lugar de la enunciación determina en gran medida la naturaleza del enunciado — que el Yo, aunque se oculte, «siempre está subsumido en el discurso» — González Echevarría ha llamado la atención sobre lo que hay de autobiográfico en todo proyecto crítico.

[N]o dudo de que mi condición de desplazado y mi propia experiencia profesional tengan mucho que ver con la atracción que siento hacia el Inca Garcilaso de la Vega y hacia Los pasos perdidos, de Carpentier — dice — . Estoy seguro de que aun mi decisión de escribir en inglés — dictada por una necesidad de coherencia metodológica — me acerca a la problemática de esa novela […] Mi condición de expatriado ¿supondrá una ventaja desde el punto de vista etnográfico? Pero, ¿acaso no es la expatriación — real, metafórica o estratégica — algo inherente a todos los miembros de la intelectualidad, tal como la definió Toynbee en su prólogo a los Comentarios reales? [15]

Cuando decimos que la cultura cubana es una sola, sea cual sea el lugar en que se produzca — afirmación que en los últimos tiempos se ha convertido en lema de los encuentros entre intelectuales cubanos de dentro y de fuera de la Isla — , estamos invocando una unidad espiritual que solo puede entenderse como contradictoria, pues remite al trauma de una cultura bifurcada que durante las últimas décadas se ha desarrollado en condiciones radicalmente distintas. No se trata ahora de colocarnos au- dessus de la mêlée, más allá del bien y del mal, fingiendo que entre unos y otros no existen serias discrepancias; al contrario, se trata de mirarnos a la cara para precisar nuestros rasgos y tratar de averiguar, a través de ellos, en qué consisten nuestras diferencias y similitudes. Una de las formas de lograrlo es admitiendo que, en lo tocante a Cuba, la política, aunque se oculte, «siempre está subsumida en el discurso». Entre cubanos, el debate más o menos explícito que gira en torno a las oposiciones del tipo centro/periferia, nacionalismo/cosmopolitismo, identidad nacional/identidad étnica, monolingüismo/bilingüismo es uno de los espacios simbólicos donde se dirimen cuestiones de poder inseparables de los respectivos proyectos políticos. Del lado de allá, un tema como el de la nostalgia, por ejemplo — consustancial a la experiencia de la diáspora — remite más a la utopía que a la topografía, porque el topos anhelado no es un espacio real sino, como el «Oriente» descrito por Edward Said, «un lugar de promesa y poder» donde se espera que todo — empezando por uno mismo — vuelva a estar en su sitio. En cambio, del lado de acá la proyección utópica funciona con un signo ideológico inverso: nuestra comunidad imaginada no se sitúa en el pasado, sino en el futuro. El hecho de que ambas partes se empeñen en reinventar la fisonomía de la nación — los rasgos de una Cuba que para unos ya existió y para otros no existe todavía — nos plantea, a quienes apoyamos el proyecto nacional y social representado por la Revolución, la necesidad de definir nuestra propuesta en términos históricos concretos, es decir, de introducir en la ecuación, por una parte, el factor clase social, y por la otra, el factor imperialismo. Eso abriría nuevas y más precisas interrogantes: ¿La nación de quién y para quién? ¿Puede afianzarse Cuba como nación independiente y soberana, capaz de formular y perseguir sus propios objetivos políticos y sociales, enfrentando permanentemente la hostilidad de Washington? Aunque hace más de tres décadas la Revolución respondió categóricamente esa pregunta, esta ha vuelto a plantearse a partir del desplome de la Unión Soviética y de sus devastadores efectos en la economía de la Isla. De modo que podríamos retomar la pregunta desde otro ángulo, tal como fue formulada, a propósito de la Enmienda Platt, hace casi un siglo: ¿Puede afianzarse Cuba como nación independiente y soberana bajo la tutela de los Estados Unidos? Aquí se han escrito volúmenes llenos de argumentos y tablas estadísticas para demostrar que no: los «desajustes estructurales» que el capitalismo dependiente introdujo en nuestra economía desde 1898 convirtieron la Isla en una típica sociedad neocolonial,[16] cuya tarea cultural más perentoria llegó a ser la descolonización del imaginario colectivo. Hay innumerables testimonios personales que dan fe de esa situación. Me arriesgaré a citar in extenso y fuera de contexto uno que me parece especialmente revelador porque procede de Gustavo Pérez- Firmat, el más notable estudioso de la experiencia cubano-americana en el terreno de la cultura. A través de un simple recuerdo personal, el autor pone de manifiesto las contradicciones del binomio lengua/nación tal como se expresaban en amplios sectores de la burguesía cubana antes y después de la experiencia del exilio.

Para mis hermanos y para mí, así como para otros exiliados cubanos — escribe Pérez-Firmat — , el inglés podrá haber sido un idioma extranjero, pero no un idioma extraño. Como segunda lengua extraoficial de La Habana, el inglés permeó toda mi infancia. Veíamos películas americanas, manejábamos carros americanos, consumíamos productos americanos y escuchábamos música de rock-and-roll. Habíamos estudiado inglés en la escuela desde el primer grado; en la casa, mi tía Mary nos daba, a [mi hermano] Pepe y a mí, clases semanales que yo detestaba, pero que me ayudaron a hablar con más fluidez. Como mi abuelo Firmat había sido cónsul en los Estados Unidos, mi madre se jactaba de hablar el inglés sin acento. No era verdad, pero lo cierto es que tenía un gran dominio de la lengua y no perdía ocasión de mejorarlo: hablaba inglés en el auto, en la playa, a la hora de la comida… Cuando quería decirle algo a mi padre sin que los criados se enteraran, recurría al inglés (él siempre contestaba en español). A mis hermanos y a mí — ya antes de salir de Cuba — nos entrenaron para convertirnos en [norte]americanos; nuestros padres, sin darse cuenta, nos estaban preparando para el exilio.[17]

Esta última reflexión le otorga al relato su dramática textura, convirtiéndolo en testimonio de una dolorosa experiencia personal y familiar. Pero como radiografía de una clase y una época, el texto tiene un valor sociológico incalculable. No es lo mismo ser cubano que ser un cubano americanizado; nuestra experiencia histórica demuestra que a la hora de las definiciones el adjetivo siempre ha pesado más que el sustantivo. Lo más grave, sin embargo, es que el cubano americanizado — categoría aplicable a casi todos los miembros de las clases dominantes que optaron por el exilio en los primeros años de la Revolución — había adoptado un modo de vida y un modelo de sociedad totalmente incompatibles con los intereses de la nación en su conjunto. Deslumbrada desde siempre por la riqueza y el glamour de aquel emporio que reverberaba a solo noventa millas de distancia, la burguesía republicana optó alegremente por seguir un camino que solo conducía a perpetuar la dependencia con respecto a la nueva metrópolis. Como en todo proceso de colonización, esa dependencia se expresaba tanto en el consumo de bienes materiales y espirituales como en la reproducción de pautas ideológicas y normas de conducta. Un historiador nos había advertido a principios de siglo que dentro del latifundio no había esperanza. Tampoco la había, por lo visto, en las condiciones propias del capitalismo dependiente, el único viable en Cuba. Era imposible desarrollar y consolidar la conciencia nacional partiendo de un proyecto de nación que solo beneficiaba a una ínfima minoría. La nación moderna — lo advirtió Renan en su célebre ensayo — [18] no se define tanto por la raza o el idioma como por la voluntad de ser, es decir, por su capacidad de generar comunidades de intereses puestas en función de un ideal de convivencia. De ahí el sentimiento de pertenencia y propiedad que embargó al pueblo llano cuando en 1959 comenzó a realizarse el proyecto martiano de la nación «con todos y para el bien de todos», que en la práctica, sin embargo — dada la situación de plaza sitiada en que se desarrolló y aún se desarrolla el proceso — tuvo que excluir a quienes se oponían a este. Lástima que, a falta de una palabra mejor, tengamos que llamar nacionalismo — «orgullo de ser cubano», como reza la consigna — a aquel sentido de posesión y pertenencia. Pero fue eso justamente lo que me llevó — en la entrevista de La Gaceta… mencionada al principio — a hacer ciertas afirmaciones que dentro y fuera de Cuba han sido vistas con suspicacia e incluso tachadas de excluidoras y autoritarias. Vale la pena que nos detengamos en ellas.

Del idioma

Ya cité la relacionada con el idioma. En los términos en que la expuse resultó ser la menos irritante, bien porque se consideró un falso problema — Hijuelos se ve a sí mismo como un escritor neoyorkino, Cristina García no tiene reparos en autodefinirse como cuban-american — , bien porque el propio debate, fuera de Cuba, ha envejecido: los expatriados llevan años discutiendo el asunto y aún no han logrado ponerse de acuerdo. Una ensayista ha descrito así a los dos principales contendientes: los defensores del inglés desdeñan la posición marginal que ocupa el español en la sociedad y tratan, por consiguiente, de insertarse en el mainstream por la vía del idioma, como han hecho o tratado de hacer numerosos escritores chicanos, puertorriqueños y, en general, «latinos».[19] Los defensores del español, en cambio, han «sacralizado su idioma» y califican «de herejía cualquier transgresión lingüística».[20] Esta lucha por la lengua es también una lucha por el poder cultural, que en el seno de la comunidad «latina» — como era previsible — favorece a los hispanoparlantes. En efecto, los que escriben en inglés «son automáticamente descartados y excluidos de las antologías y los estudios sobre la cultura cubana del exilio».[21] Una singular posición intermedia ocuparían los autores que alguna vez cruzaron la frontera del idioma pero no repitieron la experiencia. Es el caso de Guillermo Cabrera Infante con Holy Smoke, curiosa divagación sobre el tabaco escrita «en un inglés que — según uno de sus críticos — es de hecho una sutil variante del ingleñol». Prieto Taboada opina que al incurrir en ese pecado de bigamia lingüística, la obra asume una condición doblemente marginal, porque se sitúa entre dos literaturas «sin ubicarse del todo en ninguna de ellas».[22] Junto al drama de quien cambia de lengua está el de quien se empeña en mantener la suya. Sirva de ejemplo José Kozer, el más notable poeta cubano de la diáspora, que pese a haber comenzado su carrera literaria en los Estados Unidos, ha expresado más de una vez su «voluntad de vivir en español». Pérez-Firmat le reprocha que haya dado la espalda a su entorno rechazando «el inglés en particular y lo norteamericano en general» e instalándose en un universo imaginario donde el lugar de residencia no desempeña ningún papel ni ofrece ningún estímulo creador. De ahí que formule su reproche parafraseando burlonamente el código existencialista: hay momentos, dice, en que la residencia debe preceder a la esencia. En la decisión del poeta — como en el supremo error del héroe trágico — se incuba un destino previsible: alejado, por propia voluntad, tanto de su patria como de su entorno inmediato, privado de los estímulos del habla popular y las experiencias de la vida cotidiana, Kozer ha acabado escribiendo — según el crítico — en un idioma congelado, «un hispano-esperanto, una lengua de nadie…»[23] Este drama ontológico tiene también, como vimos, una vertiente sociológica. Ya Renan insinuó que la excesiva preocupación por el idioma no era solo empobrecedora desde el punto vista cultural, sino también mezquina desde el punto de vista humano.

«¿No puede uno — se preguntaba — tener los mismos sentimientos y los mismos pensamientos, y amar las mismas cosas en distintos idiomas?»[24] En un contexto obsedido por la procedencia racial y cultural de la persona, donde se habla con toda naturalidad de idiomas étnicos y literaturas étnicas, tal vez haya que responder la pregunta negativamente. El personaje del padre, en la novela cubano-americana de Alex Abella The Killing of the Saints, sabe por experiencia propia lo que significa hablar español «en una tierra donde ser un spic, por muy blanca que uno tenga la piel o muy azules los ojos, es apenas un poquito mejor que ser un negro».[25] En un medio así, los rasgos distintivos pueden llegar a percibirse como una mutación, la Otredad como un malestar incontrolable. «Me ha tomado nueve o diez años entrar en una habitación de personas angloparlantes, de marcado aspecto anglo — confiesa una profesora universitaria — sin sentirme como una marciana».[26] Incluso al sujeto divertido — simulacro de identidad al que volveré más adelante — le puede resultar incómoda semejante situación, que por lo demás ya va adquiriendo visos de catástrofe: se calcula que los veinte millones de «latinos» que hoy viven en los Estados Unidos serán cuarenta en los próximos doce años. Dentro del campo intelectual la situación se agrava por la necesidad compulsiva de insertarse en un mercado editorial — el universitario — , donde la autoridad y el prestigio parten de la premisa del idioma: allí «escribir en español y publicar en América Latina» son actos que carecen de «suficiente legitimidad».[27] Y no obstante, en una sociedad tan heterogénea como la norteamericana — donde las minorías, por discriminadas que sean, forman parte inseparable del mosaico cultural de la nación — cabría responder afirmativamente la pregunta: «¿Puede considerarse norteamericana una obra escrita en español?» El asunto no parece tan sencillo en una sociedad más homogénea, como la nuestra.

Eslabones y mediaciones

Sería ingenuo pensar que un fenómeno como este pueda ventilarse únicamente en el terreno de la lingüística o la literatura. Más allá de los desafíos que la naturaleza misma del lenguaje le plantea al escritor bilingüe, existen otros que remiten a una compleja trama de relaciones personales y sociales en las que intervienen elementos tales como el mercado, las políticas culturales, las características propias de cada género… A este orden de problemas pertenece, por ejemplo, la traducción, que de inmediato coloca en otro nivel la pregunta sobre el idioma como factor determinante de la nacionalidad literaria. Las dudas que suscitan las copias con respecto a los originales no son las mismas, digamos, cuando se trata de poesía, teatro o narrativa, que cuando se trata de crítica o ensayo. Una traducción convincente, que hiciera pasar a primer plano la «naturalización» de la obra en el nuevo ámbito lingüístico, haría irrelevante la pregunta sobre la nacionalidad. El ensayo monográfico Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, de Roberto González Echevarría — versión del texto original: Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home — , se inscribe de modo natural y orgánico en el cuerpo de la ensayística cubana. Difícilmente podría decirse lo mismo, con respecto a la narrativa, de Soñar en cubano, la versión madrileña de Dreaming in Cuban, de Cristina García. El tema merece una reflexión más detenida. Por ahora baste saber que hemos llamado siempre «literatura cubana» a un conjunto de textos escritos en español por autores nacidos en Cuba o que iniciaron aquí su carrera literaria. Los historiadores solían privilegiar en ese corpus aquellas obras que a su juicio habían contribuido a la formación de la conciencia nacional, ya fuera de modo directo — afirmando nuestra voluntad de establecernos como nación independiente — o de modo indirecto, inscribiendo en el propio cuerpo de la obra — mediante marcas lingüísticas o temáticas — nuestras señas de identidad tradicionales. Esta era la «literatura nacional» por antonomasia, la que permitía tomar posesión simbólica de la Isla y hacer copartícipes a los lectores de ese derecho inalienable. A los adolescentes que de niños, en la escuela, habían aprendido a reverenciar los

«símbolos patrios», se les enseña todavía que ciertos textos — empezando por los artículos de Varela y los poemas de Heredia — pertenecen al patrimonio cultural de la nación porque contribuyeron a formar el arsenal de ideas y las «estructuras emocionales» en las que se sostiene nuestro sentido de la nacionalidad. Una gran parte del sujeto nacional cubano se ha construido a lo largo de dos siglos con el incesante acarreo de esos testimonios y metáforas.

Todo sería sencillo si terminara ahí, en las aulas de Secundaria y Preuniversitario, dentro del marco de la más sólida tradición histórica y cultural. Pero al proceso no se le pueden fijar límites, porque los discursos literarios no solo reflejan una identidad, sino que contribuyen a crearla y, más aún, son fuente de nuevas e imprevistas identidades. Como esos personajes fantasmagóricos que buscan un autor para corporizarse, diversas formas de autoconciencia se disputan en cada momento al individuo antes de manifestarse en la práctica. Nunca sabremos de antemano cuáles son, porque dentro del espacio discursivo las señas de identidad pueden estar inscritas en el texto, pero también en cada una de las posibles lecturas del mismo.

La nacionalidad como categoría literaria

A falta de una definición mejor me arriesgaría a decir que, hoy, el carácter «nacional» de una literatura apenas está condicionado por las relaciones que la misma establece con determinada tradición y con el horizonte de expectativas de sus lectores reales y potenciales. Este último factor — el de la recepción — nos remite una vez más a las instancias de poder: para acceder al llamado gran público — o dejar abierta esa posibilidad a largo plazo — , es necesario apoyarse en el sistema institucional de la cultura, representado por los centros docentes y de investigación, las bibliotecas, las editoriales, las revistas literarias… Puesto que la literatura se inserta en el patrimonio cultural de la nación, el sistema está obligado — por lo menos en teoría — a proteger a los autores nacionales. Dentro de ese contexto podría decirse que, en principio, autor nacional es, simplemente, el natural o el que se naturalizó y por tanto tiene derecho a ser reconocido y promovido por el sistema. La reedición en Cuba de obras clásicas de escritores exiliados y la publicación de varias muestras de autores de la diáspora virtualmente desconocidos aquí — una tarea que vienen realizando desde hace años la Editorial Letras Cubanas y las publicaciones periódicas de la UNEAC — , son pasos que se inscriben en ese marco de poder institucional. Después de más de tres décadas de rechazos o desconocimientos recíprocos, una de las partes — la interna — admite que en principio los escritores de la diáspora nacidos o naturalizados en Cuba tienen derecho, por su estricta condición de cubanos, a ser conocidos en la Isla. Tanto para ellos como para nosotros el reconocimiento tiene una enorme importancia. Para nosotros, porque recuperamos íntegra la memoria cultural de la nación; para ellos — incluyendo a quienes han insinuado que tal vez se trate de una simple operación propagandística — , porque les permite acceder como autores a su medio natural. Mientras no es leído, un libro — un texto — es apenas un objeto que se exhibe o almacena en las librerías y las bibliotecas. Es la lectura la que lo actualiza y lo convierte en discurso literario. De manera que, publicados aquí, los autores de la diáspora se revitalizan; es como si sus obras, al salir de los ghettos literarios y académicos y entrar en contacto con sus lectores naturales, pasaran del monólogo al diálogo y renacieran en el ámbito «de una nueva expresividad». Lourdes Gil ha observado sagazmente que este «proyecto de reintegración al patrimonio insular» le otorga a la literatura cubana de los Estados Unidos «una dimensión distinta».[28]

Me atrevería a decir que dicha dimensión incluye su propia sobrevivencia como hecho cultural y social.[29] La existencia de veinte millones de «hispanos» en los Estados Unidos puede crear la falsa impresión de que nos hallamos ante una de las mayores comunidades hispanoparlantes del mundo. Si fuera así, cabría suponer que la literatura escrita en español cuenta con suficientes lectores potenciales como para garantizar la permanencia y renovación de autores y corrientes literarias. Pero lo cierto es que una gran parte de los hispanos no domina el español coloquial o no posee la competencia lingüística que se espera de lectores medianamente cultos. Una novelista española bilingüe, que se ha dado a conocer con sus obras en inglés, se lamenta de que haya millones de hispanos «que no saben hablar español y que no tienen idea de quién es Cervantes». A su juicio, «por muy de moda que esté la etnicidad, los Estados Unidos continúan siendo un país monolingüe».[30] Se argüirá que en el caso que nos ocupa, la existencia del enclave de Miami podría asegurar un mercado estable a mediano o largo plazo. No es ese el pronóstico de los especialistas. Por lo pronto, en el área metropolitana — donde se concentra el mayor núcleo poblacional cubano del país — viene observándose desde hace años «un desplazamiento idiomático a favor del inglés», y aunque un altísimo porcentaje de la población sigue considerando el español como su lengua materna, en las familias cubano-americanas ya solo se utiliza para hablar con los niños y los ancianos.[31] He ahí una de las paradojas del enclave: está condenado a perecer por exceso de vitalidad. Las condiciones excepcionalmente favorables en que se desarrolló le permitieron al exiliado preservar su lengua y sus costumbres, pero a la vez contribuyeron a acelerar un proceso de asimilación que en pocos años cambiará la propia fisonomía del enclave y su capacidad de reproducción cultural. En una situación como esa, soñar en cubano podrá rendir dividendos, pero escribir en español, no.

La paloma kantiana

Con mi definición estrictamente funcional de la nacionalidad literaria he querido despejar las sospechas de autoritarismo que suscitaron algunas de mis observaciones en la entrevista de La Gaceta… Mis destinatarios implícitos son Antonio Vera-León, en Miami, y Víctor Fowler, en La Habana.[32] Debo aclarar que aunque mi hipótesis no niega la «territorialidad» de la cultura, tampoco la constriñe a determinadas tradiciones o fronteras nacionales. A mi juicio, la terca aspiración de la vanguardia — tratar de llegar al universo a través del terruño — aún no ha perdido su vigencia, pero no puede decirse que la nacionalidad literaria esté dada por la simple adhesión a una ideología o un corpus tradicional. Así como cada uno es libre de elegir los componentes de su propia identidad, todo escritor dispone, en el mundo moderno, del inagotable acervo de la literatura universal. Eso significa que se mueve en un ámbito de intertextualidades ilimitadas, donde puede «navegar» por la literatura de todos los países y épocas como hoy se «navega» electrónicamente por el ciberespacio. Y así como ayer nos parecía lógico y saludable que Joyce, Hemingway o Rulfo se injertaran en nuestra tradición a través de los jóvenes narradores, hoy nadie se sorprende de que Borges, Carpentier y García Márquez hayan determinado la orientación de autores y movimientos literarios en Italia, Kirguisia o Pakistán. ¿Cómo, entonces, no estar de acuerdo con Vera-León cuando habla de la necesidad de una cultura abierta y múltiple, en cuyo seno puedan proliferar las que él llama «escrituras del cruce?». En esos intercambios lo importante no es la procedencia, sino un sentido de la interdependencia que sirva de antídoto contra el colonialismo cultural.

Ahora bien, queda claro — una vez más — que tratándose de Cuba todo argumento remite a la política. En este caso, el detonador ha sido el concepto de Nación y el vínculo que, como intelectuales, establecemos con el mismo.[33] En la entrevista de La Gaceta… insinué que al publicar a los escritores de la diáspora no hacíamos más que cumplir un deber, porque — cito y subrayo — «nosotros, como nación, somos responsables del conjunto de nuestra cultura». Fue un modo tajante — lo admito — de expresar el sentido de posesión y pertenencia al que ya me referí. Y eso a Vera-León le ha parecido inaceptable. Dice que introduzco en el debate la dicotomía centro/periferia — o su variante isleña: interior/exterior — , solo para poder afirmar, acto seguido, que es en el «interior» donde adquiere «legitimidad» nuestra cultura — la de ambas orillas. Yo no tendría nada que objetar si en lugar de «legitimidad» dijéramos «una nueva dimensión», tomando prestado el término de Gil. Pero mi antagonista da un paso más — tal vez sin advertir el nivel de hostilidad que alcanza su discurso — al adscribirme a la cofradía intelectual de los halcones, cuya estrategia se viene desarrollando aquí desde el 59 — según él — , cuando la cultura cubana, sometida a los dictámenes de la «razón política», tuvo que asumir como propia la visión indiferenciada que el Estado tiene del «sujeto», del individuo.

El pensamiento posmoderno ha exacerbado la vieja y a veces justificada tendencia a ver en el Estado-nación un Leviatán, el monstruo capaz de sofocar con sus implacables tentáculos todo conato de espontaneidad y diversidad. Vera-León parece ignorar que desde que surgen los Estados nacionales el discurso político siempre ha pretendido tener carácter ecuménico, aunque haya excluido de hecho a la mayoría de sus destinatarios. El sujeto implícito del discurso iluminista, por ejemplo, es el burgués masculino y blanco que habita en las zonas urbanas. A todos los efectos prácticos, los obreros, las mujeres, los negros y los campesinos no están incluidos en ese mensaje supuestamente universal. Cuando los discursos oficiales — sea cual fuere su signo ideológico — privilegian la categoría de Nación, el «sujeto nacional» pasa a ser Ciudadano y sus demás atributos — o, si se prefiere, los otros perfiles de su identidad — quedan relegados o sofocados. Porque la persona de carne y hueso se define, en efecto, por su ciudadanía, pero también por su sexo, su raza, su clase o profesión, su procedencia regional… Al tomar la categoría de Ciudadano como denominador común, el discurso oficial tiende a uniformar ese mosaico de identidades y empobrece, por tanto, nuestra visión de la realidad. Se dirá que tienen razón entonces mis interlocutores cuando se pronuncian contra los discursos de «línea dura» (Vera-León) y contra «la dureza de los discursos nacionalistas» (Fowler), aunque sospecho que lo que ambos rechazan no son los rigores del discurso en sí, sino su supuesta tendencia a monopolizar inclusive los espacios culturales. A mi juicio, no tienen razón. Y no tanto por lo que dicen como por lo que callan.

Creo que los teóricos posmodernos de América Latina, a fuerza de lidiar con entelequias, vienen sufriendo desde hace años una profunda crisis de identidad. Puesto que la realidad no acaba de comportarse como lo prevé la teoría, han decidido, simple y sencillamente, prescindir de la realidad. Y así, aleteando inútilmente en el vacío, como la paloma kantiana, se ven obligados a girar una y otra vez sobre sus propios paradigmas conceptuales. En mi época se llamaba solipsismo a ese modo de ensimismarse. Hoy podríamos llamarlo anarco-subjetivismo, pero no es poniendo etiquetas burlonas, sino remitiéndonos a los hechos — al veredicto de la práctica — como podremos lograr alguna claridad sobre las ideas en debate. En cuestiones que remiten a procesos históricos, es preferible lo que Marx llamaba la terrenalidad del pensamiento a las sutilezas de la especulación abstracta.

Y lo primero que me dicen los hechos es que el discurso de la Nación se corresponde estrictamente con la situación nacional. No estamos hablando de Suiza, ni de China, ni de Honduras, ni de Inglaterra, sino de una nación amenazada. Me gustaría saber cuál sería el discurso oficial uruguayo si los gobernantes de Brasil hubieran jurado destruir el sistema social y político de Uruguay. Claro que una cosa es el discurso oficial como espacio público en que se proyecta la ideología del poder, y otra, muy distinta, esa variante didáctica y reiterativa del discurso político que existe en todas partes del mundo y que a nosotros — que la llamamos teque — nos parece más ubicua y tediosa porque aquí no coexiste con el teque publicitario. La legitimidad del discurso de la Nación tiene también un fundamento social. El poder persuasivo de este factor se observa en aquellos discursos — incluyendo los propagandísticos — que tienen cierto nivel de complejidad y sutileza y remiten a una verdad comprobable. Abro una revista de gran circulación y me encuentro con el «anuncio» siguiente: «25 mil niños en el mundo mueren cada día de enfermedades curables. Ninguno es cubano». Este dramático juego de contrastes y semejanzas (justicia/injusticia, nación/humanidad) le da al argumento la fuerza persuasiva de mil imágenes. Dicen también los hechos que los sectores tradicionalmente discriminados de la nación — aquellos que se omitían en el discurso político burgués — no han sido comprimidos sino acrecentados por su nueva condición de «ciudadanos» (lo que les permite, por cierto, expresar por primera vez sin cortapisas otros aspectos de su identidad). Dicen asimismo que, pese a las difíciles condiciones en que ha debido desarrollarse el proceso revolucionario — y a los conflictos que surgen periódicamente en el campo de la cultura — , no es posible desconocer que nuestro movimiento literario y artístico ha mantenido hasta hoy su frescura y diversidad gracias al amparo del mecenazgo estatal, que durante décadas lo eximió de las servidumbres de la moda y de lo que pudiéramos llamar el estalinismo del mercado. Y por último — aunque no en orden de importancia — está el sentido de pertenencia al que me he referido más de una vez. Vera-León pregunta quién es ese nosotros a que aludo en la entrevista (los que tenemos el deber, «como nación», de publicar también a los autores de la diáspora) y yo le respondo, simplemente: Nosotros somos nosotros, los intelectuales que, por nuestra inserción en el sistema institucional de la cultura, tenemos la posibilidad, en un momento dado, de tomar decisiones de ese tipo.

Coda

Como no pretendo tener el monopolio de la razón y mis interlocutores hacen una propuesta, trato de analizarla serenamente para modificar o matizar mis opiniones, si viene al caso. Pero no tardo en advertir que lo que ellos niegan es más sugerente que lo que afirman. Frente a la «lógica de la razón dura», que intenta delinear un sujeto monolítico, Vera-León propone algo más jacarandoso: el «sujeto divertido». ¿Quién es dicho sujeto? El que, en las condiciones del biculturalismo y gracias a su capacidad de cambiar de identidades como quien cambia de máscaras, tiene la posibilidad de solazarse en una verdadera «danza cultural».[34] Fowler opina que esta propuesta, que implica «una concepción dialógica de la cultura», permitiría superar «la angustia del origen» en un contexto donde «la idea de lo nacional en literatura ha entrado en crisis». Lo cubano, aquí, se expresa como contradicción, en la dialéctica del deseo y el rechazo.[35] Aun admitiendo que fuera así, cabría preguntarse: ¿eso es todo? La noción de una danza tan exclusiva, reservada a los miembros biculturales de la comunidad, ¿nos serviría para asomarnos siquiera a los problemas de la cultura cubana contemporánea?

Notas

[1] Roberto González Echevarría, «Prólogo», Relecturas. Estudios de literatura cubana, Monte Avila, Caracas, 1976, pp. 11–2.

[2] Véase Leonardo Padura Fuentes, «Tiene la carabina el camarada Ambrosio», (entrevista con Ambrosio Fornet), La Gaceta de Cuba, septiembre-octubre de 1992.

[3] Véase en La Gaceta de Cuba, Gustavo Pérez-Firmat, «Trascender el exilio: la literatura cubano- americana, hoy» (septiembre-octubre de 1993) y «Vivir en la cerca: la generación del 1,5» (n. 5, septiembre-octubre de 1996); Eliana Rivero, «Cubanos y cubanoamericanos: perfil y presencia en los Estados Unidos» (septiembre-octubre de 1993) y «Lourdes Casal o la experiencia del biculturalismo» (n. 4, 1995). Véanse también los testimonios incluidos en el dossier «El (otro) discurso de la identidad» (n. 5, septiembre-octubre de 1996) y, en especial, el artículo de Antonio Vera-León «El uno y su doble». (Este y algunos de los textos citados son fragmentos de ensayos más extensos, con títulos del Editor). En Temas (n. 6, abril-junio de 1996), véase Víctor Fowler: «Miradas a la identidad en la literatura de la diáspora». En el volumen Cuba: Cultura e identidad nacional (La Habana, UNEAC/Universidad de La Habana, 1995), véanse especialmente la intervención de Rogelio Rodríguez Coronel (pp. 177–82) y la propuesta de Virgilio López Lemus titulada «Para el estudio de la literatura cubana en el exterior, 1960–1995. Una introducción posible al planteamiento del problema de investigación» (pp. 229–33) En Casa de las Américas, consúltese Julio Rodríguez-Luis, «Sobre la literatura hispánica en los Estados Unidos» (n. 193, octubre-diciembre de 1993). Un novedoso enfoque sobre el clásico binomio exilio/nostalgia fue desarrollado por Emilio Bejel en su conferencia «El sueño americano y la imagen del hogar perdido en la narrativa cubano-americana», leída en la Casa de las Américas el 22 de enero de 1997. En la medida de lo posible, trataré de no volver sobre estos textos.

[4] Juan Ramón Jiménez, cit. en el volumen Poesía y exilio. Los poetas del exilio español en México. Edición a cargo de Rose Corral, Arturo Souto Alabarce y James Valender, El Colegio de México, México, 1995.

[5] Véase Leonardo Padura Fuentes, ob. cit., pp. 5–6.

[6] Entiéndase desconocido por los sectores populares en cualquier parte de la nación, siempre que esta sea homogénea desde el punto de vista lingüístico. El problema que plantean los Estados multinacionales o simplemente multilingües — casos como el de España, México o Perú, por ejemplo — es de índole más compleja.

[7] Emile Benveniste, Problemas de lingüística general, cit. por Francisca Perujo en su «La lengua, lugar de identidad», Poesía y exilio, ob. cit., pp. 400 y 405.

[8] Véase René Vázquez Díaz, «Del lenguaje, el exilio y la historia. Conversación con Czeslaw Milosz», Apuntes Postmodernos/Postmodern Notes, Miami, otoño de 1994.

[9] Antonio Cornejo Polar, «Condición migrante e intertextualidad multicultural: el caso de Arguedas», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, n. 42, 2º semestre de 1995. El número incluye una sección monográfica dedicada al multiculturalismo y otros temas afines.

[10] Cit. por Antonio Cornejo Polar, ob. cit.

[11] Fabio Morábito, «El escritor en busca de una lengua», Vuelta, n. 195, febrero de 1993. Habría que ver qué matices introduce en esa situación la estrategia de los escritores chicanos y puertorriqueños (incluidos, entre estos últimos, los neorricanos o nuyoricans) que en los Estados Unidos y Puerto Rico afrontaron el dilema creando un tercer idioma, el híbrido conocido como spanglish o ingleñol.

[12] Lourdes Gil, «La pregunta del forastero», en Pedro R. Monge Rafuls, eds., Lo que no se ha dicho, Ollantay Press, Nueva York, 1994, p. 290.

[13] Ibídem, p. 291.

[14] Véase Gustavo Pérez-Firmat, «Vivir en la cerca…», ob. cit., y The Cuban condition. Translation and Identity in Modern Cuban Literature, Cambridge University Press, Cambridge/Nueva York, 1989.

[15] Roberto González Echevarría, Myth and Archive. A Theory of Latin American Narrative, Cambridge University Press, Cambridge/Nueva York, 1990, p. xi y 41. [Esta y las demás traducciones del inglés son mías, A. F.].

[16] Véase Jorge Ibarra, Cuba: 1898–1921. Partidos políticos y clases sociales y Cuba: 1898–1958. Estructura y procesos sociales. Ambos en La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1992 y 1995, respectivamente.

[17] Gustavo Pérez-Firmat, Next Year in Cuba. A Cubano’s Coming-of-Age in America, Anchor Book/Doubleday, Nueva York, 1995, pp. 51–2.

[18] Ernest Renan, «Qu’est-ce qu’une nation?» [1882]. Reproducido (trad.) en Homi K. Bhabha, ed., Nation and Narration, Routledge, Londres/Nueva York, 1990.

[19] Designación que alude a los descendientes de hispanohablantes, también llamados despectivamente spics. Muchos «latinos» — los cubanos entre ellos — prefieren la denominación de «hispanos».

[20] 20. Lourdes Gil, «La literatura cubana en los Estados Unidos: gestualidades de un discurso», Brújula/Compass, n. 19, primavera de 1994. Existen matices — determinados por las preferencias lingüísticas y temáticas — que pueden conducir a clasificaciones interminables. Un crítico ha agrupado a los escritores colombianos residentes en los Estados Unidos en cinco categorías: los biculturales, los nostálgicos, los asimilados, los localistas y los híbridos. Véase Eduardo Márceles Daconte, «Letras de exilio», Lecturas Dominicales, Bogotá, 23 de mayo de 1993

[21] Carolina Hospital, «Introduction», Cuban-American Writers: Los Atrevidos, Ediciones Ellas/Linden Lane Press, Princeton, 1988, pp. 16–7.

[22] Antonio Prieto Taboada, «Idioma y ciudadanía literaria en Holy Smoke, de Guillermo Cabrera Infante», Revista Iberoamericana, n. 154, enero-marzo de 1991. En lo tocante a la literatura cubana, se trata — hasta donde alcanzo a saber — del primer trabajo que trata con rigor los temas abordados en este ensayo.

[23] Gustavo Pérez-Firmat, «No-Man’s-Language», Life on the Hyphen. The Cuban-American Way, University of Texas Press, Austin, pp. 159 y 162.

[24] Ernest Renan, ob. cit., p. 16.

[25] Cit. por Víctor Fowler, «Miradas a la identidad…», ob. cit.

[26] Eliana S. Rivero, «“Fronterisleña”, Border Islander», en Ruth Behar y Juan León, eds., «Bridges to Cuba/Puentes a Cuba», Michigan Quarterly Review, otoño de 1994, t. 2, p. 672. [Véase el volumen Bridges to Cuba/Puentes a Cuba, Ann Arbor, 1995].

[27] Hugo Achugar, «La biblioteca en ruinas», Estudios, n. 2, Caracas, julio-diciembre de 1993.

[28] Lourdes Gil, «La literatura cubana en los Estados Unidos…», ob. cit.

[29] Me refiero al fenómeno en su conjunto, no a las obras individuales, que pueden hallar un público en el resto del mundo hispanoparlante.

[30] Elena Castedo, «Ser hispano y escribir en inglés», La Jornada Semanal, n. 26, México, 1º de agosto de 1993.

[31] Véase, en este mismo número, Isabel Castellanos, «El uso del inglés y el español entre cubanos en Miami».

[32] Véase Antonio Vera-León, «El uno y su doble», ob. cit.; Víctor Fowler, «La tercera orilla», Unión, n. 18, enero-marzo de 1995 y «Miradas a la identidad…», ob. cit.

[33] Véase también la ponencia de Abel Prieto, «Cultura, cubanidad, cubanía», presentada en el simposio «La Nación y la Emigración», La Habana, 1994.

[34] Antonio Vera-León, «Escrituras bilingües y sujetos biculturales: Samuel Beckett en La Habana», en La isla posible…, Ediciones Destino, Barcelona, 1995, p. 77. A propósito de su festiva propuesta, Vera-León habla de una alternativa «cubista» — es decir, multifacética — para la cultura cubana y describe el espacio ideal de ese proyecto con una desafortunada metáfora textil: la «isla deshilachada».

[35] Gloso y cito textualmente en este resumen algunas de las opiniones expuestas por Fowler en los dos trabajos citados.

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