Fragmentos intraducibles

Ana Laura Bravo Pérez

Trazzo
Revista Trazzo
11 min readAug 3, 2023

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Le decían el gringo. Nunca supe cómo se llamaba. La maestra no se atrevía a pronunciarlo. Podría haber sido James, Robert o John, quizá algo más exótico (o extraño), pero no se lo pregunté porque yo no hablaba inglés y él tampoco hablaba español. Así que cuando los demás niños se burlaban de su idioma o le tocaban ese pelo tercamente rubio, el gringo los empujaba y ellos se lo devolvían hasta llegar a los golpes. Debía de tener unos once o doce años. Ni siquiera la maestra sabía qué hacer con él. Recuerdo verlo en mitad del patio, con la cara enrojecida, llorando de rabia, lágrimas percudidas porque tenía el rostro sucio por no querer bañarse junto con los otros niños en las duchas del dormitorio. Y si alguien intentaba tocarlo o lo llamaba para que volviera al salón, el gringo simplemente gritaba, Nou, nou, nou! Era lo único que entendíamos.

Yo me preguntaba por qué no era como los gringos de las películas. Tenía los mismos ojos, azules, como metálicos, con el ceño fruncido, quizá, por el sol. La piel clara, una mezcla de blanco, dorado y rosa, aunque llevaba las rodillas raspadas y los nudillos sangrantes de golpear paredes, árboles y otros niños. Las mejillas pecosas y rosadas, a punto de encenderse rojizas en cuanto alguien lo llamaba gringo. Y ese pelo lacio y rubio que el prefecto había podado como pasto seco, casi a rape. Se parecía más a los niños de las ilustraciones de nuestros libros que nosotros mismos, con nuestros ojos oscuros y pelo negro, casi siempre encrespado, y esa piel morena incoloreable. Al tratar de dibujarnos, algunos de mis amigos utilizaban el color café en lugar del color carne, o los combinaban para simular el tono de nuestros rostros marrones, moteados de lunares negros, como restos de noche.

El gringo era hermoso, pero incomprensible. Las niñas preferían verlo de lejos porque sus golpes no discriminaban. Así que cuando la novedad se pasó, el gringo se paseaba solo por los pasillos, como una sombra pálida y silenciosa; se escondía detrás de los dormitorios en lugar de entrar a clase porque, de todas maneras, no podía entender nada de lo que la maestra explicara. En sus libretas se acumulaban dibujos, rayones, hojas rotas, palabras sueltas en un idioma que nadie en la escuela podía leer pero cuyo mensaje sólo podía ser uno: estaba solo. De sus padres no teníamos idea: un día lo habían dejado en el internado y se habían ido. Tampoco sabíamos si lo que hablaba era inglés o un idioma más complicado. Tal vez ni siquiera venía de Estados Unidos. Por eso cuando desapareció nos pareció lo más lógico y nadie hizo preguntas: desde el principio, lo único indudable era que tenía que irse.

Éramos niños y nuestra escuela era una primaria pública de tiempo completo, con internado para los hijos de militares, quienes venían de comunidades remotas o incluso de otros estados de la república. Se llamaba Hijos del Ejercito, y también nos hacían marchar y hacer sentadillas o lagartijas si nos portábamos mal. Alguien tendría que habernos regañado por cómo tratábamos al gringo, pero nadie lo intentó. Tal vez no les importó o no se dieron cuenta de que vivíamos al borde de una época en que la migración dejaría de ser una excepción y se convertiría en la gran crisis del siglo. Especialmente para un país como México que, ante el resto de Latinoamérica, es la puerta grande hacia los Estados Unidos. Todavía es poco común toparse con el caso contrario: un gringo o una familia estadounidense intentando hacerse una vida de este lado de la frontera, pero si algo nos ha enseñado la guerra de Ucrania es que ser güero tampoco te salva.

No volví a pensar en el pequeño gringo, pero después de la primaria, después de conocerlo, Estados Unidos dejo de ser el mito del que las noticias hablaban hasta el cansancio. Cuando las políticas de migración se endurecieron a causa del atentado del 11 de septiembre, fue el pretexto perfecto para perseguir y expulsar de su país a muchos mexicanos que volvían hablando español sin pronunciar bien la erre. Las muestras de racismo y xenofobia que presentaban en la tele, sumadas a las clases de inglés obligatorias de la secundaria, no hicieron más que alimentar mi resentimiento hacia ese país de gente blanca que odiaba a las personas como yo por el simple hecho de haber nacido del otro lado de una línea imaginaria llamada frontera. Me molestaban tanto que me rehusaba a hablar su idioma y cambiaba la radio cada vez que tocaban una canción en inglés; no obstante, gracias que llegaban en español, seguía siendo fiel a sus libros, películas y series.

Muchos años después me daría cuenta de la importancia del doblaje y las traducciones para entender historias en otros idiomas y poder sentirlas. Al estudiar lingüística como parte de mi carrera, me sorprendió el hecho de que en nuestro interior, las palabras no sólo están vinculadas a significados que dan forma a nuestros pensamientos, sino que cada una conlleva una carga emocional, a veces subjetiva, pero otras compartida por los hablantes de una misma lengua. Por eso somos capaces de reconocer palabras cariñosas y palabras ofensivas, entre muchos otros tipos y matices. Por eso para realmente aprender un idioma no basta con entenderlo: hay que sentirlo.

Aprendí inglés en la preparatoria. Como era una escuela bilingüe, no había cómo escapar. Incluso varios de mis profesores eran extranjeros; la mayoría estadounidenses, pero también recuerdo a un canadiense y a una china. En realidad, no me resultó tan difícil porque mi mundo entero estaba permeado de esa lengua: aparecía en los manuales de electrodomésticos, inscrito en la ropa, en la señalética de algunos edificios y en cada rincón del incipiente internet. En casa nunca tuvimos tele de paga mientras crecía, pero una de mis tías me enseñó a ajustar algo para escuchar las caricaturas y películas en inglés, aunque los anuncios y el resto de la programación estuvieran en español. Y aunque cada día aprendía nuevas palabras y podía reírme de chistes no muy elaborados, el inglés sólo era útil para hacer tareas, preguntas y exposiciones. En muchas partes se referían a él como el idioma de los negocios. No pensaba que sirviera para mucho más que ir de turista a Disneyland. Antes de entrar a la universidad, me fui a trabajar a Chile un tiempo y fue allí, en el hemisferio opuesto del planeta que, paradójicamente, estuve más cerca de Estados Unidos que nunca.

Primero fue Faith. Llegó a vivir conmigo al final del invierno. Se bajó del autobús con cara de asco y ni siquiera me estrechó la mano para saludar: mi primera roomie gringa. Se puso a desempacar en cuanto llegamos a la casa y al mismo tiempo me explicó sus normas de convivencia: acortar las charlas innecesarias, nada de música mientras estudiaba y, sobre todo, evitar las muestras físicas de cariño. A su parecer, los latinos solíamos ser algo invasivos con eso y probablemente tenía razón, pero su forma llana de decirlo con ese tono neutral, sin los típicos rodeos y disculpas de los mexicanos, era apenas el primero de muchos choques culturales. A la mañana siguiente de su llegada, apenas desperté la encontré haciendo estiramientos en la sala-estudio que compartíamos y ella, que todavía estaba medio dormida, se puso a decirme cosas que no entendí y no sabía por qué hasta que las dos reaccionamos que me estaba hablando en inglés.

Nos tomó tiempo acostumbrarnos. Al principio, cuando la escuchaba hablar con otras personas en inglés, me desesperaba darme cuenta de que le entendía casi nada o que, al hablar en español no parecía entender por completo y utilizaba jerga chilena en conversaciones formales; sentía celos cuando los chicos se acercaban a saludarnos sólo para hablar con ella y a veces simplemente no entendía por qué se reía tanto, hasta que en una ocasión alguien me dijo que tenía una de esas risas que hacía que los demás se alegraran a su alrededor. Poco a poco descubrí otras cosas que me gustaban de ella, como esa costumbre de detenerse a cada rato para saludar a los perritos de la calle, su gusto por leer escritores latinoamericanos (aunque fuera en traducciones) y la manera en que se quejaba de que los latinos creíamos que los gringos eran ricos por culpa de las películas. Allá yo soy una gringa pobre, decía, y las hamburguesas no son la comida típica de los Estados Unidos porque no tenemos.

Su sentido del humor fue lo siguiente que me atrapó, incluyendo esa forma única que tenía de decir ciertas cosas a causa de los errores de traducción. Por ejemplo, el adjetivo nauseosa para describirse a sí misma la vez que se puso tan enferma que al regresar del supermercado vomitó en el jardín, o que le hablara a los perros de usted porque no estaba acostumbrada a hablar de tú. También me divertían sus pequeñas confusiones, como cuando me pedía que barriera y yo le respondía ahorita y ella se quedaba esperando, hasta que una mañana al fin explotó y dijo: ahorita significa now y now es ahora, en este momento, pero cuando usted dice ahorita, no sé cuándo va a pasar. A través de esas lecciones improvisadas me enteré de que, en los Estados Unidos, Faith estudiaba lingüística; entonces yo no sabía que así se llamaba esa obsesión mía con las palabras y la manera en que las usábamos. Por eso me divertía, por ejemplo, comparar con ella los sonidos de los animales en ambos idiomas (onomatopeyas), aunque en alguna ocasión terminamos en una granja de gallinas para comprobar si los pollitos hablaban en inglés (cheep) o en español (pío). Mientras compartía mis palabras con ella, también me abría a comprender las suyas.

Dicen que en cada idioma que hablamos tenemos una personalidad distinta. Ahora que soy maestra de inglés pienso que esa personalidad tiene mucho que ver con quién nos enseña y las experiencias que tenemos al aprenderlo. Han pasado más de diez años desde que conocí a Faith y hay muchas partes de esa época que, sin querer, he olvidado, pero sé que mucho de ella vive en mi inglés: ese que ella me enseñó entre bromas, historias y muchos helados que comimos juntas hasta que nuestra ropa dejó de quedarnos y una mañana, mientras luchaba por subir el cierre de uno de mis vestidos, Faith dijo que teníamos que cambiar nuestra alimentación y empezar a hacer ejercicio (aunque eso último nunca pasó). Recuerdo que me contaba que en casa siempre andaba en piyama para que la ropa no se le llenara de pelos de perro (tenía más de cinco), que acostumbraba a comer los plátanos verdes porque uno de sus padrastros siempre se los acababa en cuanto se ponían amarillos y sobre su mamá, que había ido a la guerra de Afganistán. Pero lo que más recuerdo fue el día en que, después de contarle que me sentía un bicho raro porque no era bonita, popular, ni muy lista, ni buena en deportes, ella dijo: sentirse así es lo normal, eres tan normal como yo, todas las personas se sienten raras de alguna forma y es eso lo que los hace normales. No fue el gran discurso que resuelve todo como en las películas de Hollywood, pero a mí todavía me reconforta.

Hay definiciones imposibles. Por ejemplo, ¿qué es el amor? Jamás podría decirlo exactamente, pero tiene mucho en común con la manera en que funcionan los distintos idiomas en nuestro mundo, pero un poco más complicado porque cada individuo tiene su propio idioma para amar, intraducible incluso entre personas que comparten la misma lengua materna. Quizá porque, como dice esa canción de Depeche Mode, a veces los sentimientos son tan intensos que las palabras se quedan cortas. Faith y yo nunca fuimos del tipo de amigas que se dejan notitas cariñosas o que andan por allí diciéndose te quiero (o I love you, para el caso); sin embargo, la noche previa a que me marchara, me sentía tan triste, que al irme a la cama (dormíamos en literas, ella abajo), tomé su mano y ella tomó la mía en el apretón de manos más largo de mi vida. No sé cuánto duró, pero no quería que acabara. No dijimos nada, ni siquiera lloramos, sólo no quería soltarla y ella me sujetaba con la misma intensidad. Pudo significar muchas cosas, pero es una de esas partes de la vida que no necesito traducir.

Amar a alguien es inventar un idioma nuevo, un territorio neutral, en el que ninguno sea extranjero. Faith y yo hablamos algunas veces más luego de que volví a México. Me contó de su trabajo en la universidad de California, de sus perros, de sus citas que no siempre terminaban en romance (alguna vez se disculpó por no poder ser como Jesucristo y amarlos a todos). Luego de un tiempo se casó, se mudó varias veces, incluso fue a Brasil y España, con apoyo de su universidad; tuvo una bebé hermosa y nuestras conversaciones se fueron haciendo más distantes y esporádicas. Durante la pandemia se conectó a una de mis clases virtuales para motivar a mis alumnos a hacerle preguntas en inglés a una gringa de verdad y al final la hicieron prometer que vendría a visitarme a México algún día. No sé si algún día venga y a veces extraño conversar como lo hacía con ella (en esa mezcla de inglés y español en que nos dábamos a entender), la ironía es que, aunque ambas somos lingüistas ahora, realmente no necesito que hablemos para mantenerme conectada a ella.

Durante la carrera descubrí que mi idioma favorito es el alemán (del que apenas estoy aprendiendo), pero el inglés me ha enseñado que no necesitas comprender a alguien por completo para poder amarlo. He hecho muchos amigos hablando inglés después de Faith. Algunos de lugares más lejanos que Estados Unidos (como África y Japón). Pero hay un gringo a quien no quiero olvidar: si ese niño que conocí de niña leyera esto le diría: Sorry for not trying to understand you, perdón por no tartar de entenderte, I hope your time in Mexico was not entirely a hell, espero que tu tiempo en México no haya sido un completo infierno, even if we don’t see each other ever again, incluso si nunca volvemos a vernos nunca más, your story taught me that the real frontier is when we are not friends, tu historia me enseñó que la verdadera frontera es no ser amigos, and don’t forget that you were always normal, just like me, y no olvides que siempre fuiste normal, justo como yo.

Profesora de medio tiempo y lectora de tiempo completo. Nací en el desaparecido Distrito Federal en febrero de 1994, pero crecí en otros estados, siempre buscando algún camino de regreso a la Ciudad. Estudié literatura en la Universidad Autónoma de Querétaro y en la Universidad de Tarapacá en Chile. Actualmente estudio la maestría en docencia y estoy desarrollando una tesis sobre la enseñanza de la literatura en los bachilleratos técnicos. He publicado en algunas revistas y escribí mi primera novela, Volver al fin del mundo, con apoyo del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) de Querétaro, la cual se encuentra en proceso de reescritura. La literatura es mi laboratorio de libertad y me gustaría que mis textos pudieran hacer que quien quiera que los lea se sienta escuchado.

IG: analaura_bravop
FB: AnaLaura Bravo Pérez

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