La tierra que nos quitaron

Erika Marlenne Velasco Godínez

Trazzo
Revista Trazzo
6 min readAug 7, 2023

--

Canva

El día que llegaron los otros, nosotras vivíamos en comunidad. El día que aparecieron los otros, llegaron de improviso desde temprano, la iglesia de la plaza retumbó su campanar avisando que no era la misa matutina, sino que se trataba de una apropiación. Llegaron con palas, herramientas, llegaron uniformados a hablarnos en un lenguaje que no entendíamos y comenzaron a sacarnos de nuestras casas:

-Venimos por parte del Gobierno- decían en un español burdo, mientras nos mostraban un papel con muchos sellos y palabras escritas en otra lengua- necesitamos que tomen lo indispensable y salgan del domicilio.

Nosotras, asustadas y atolondradas, tomamos nuestras pocas cosas y salimos a la calle, la escena era un caos: habían llegado los militares a apoyar a los funcionarios gubernamentales y nos separaban por edades: las niñas, las mujeres jóvenes y adultas y las de la tercera edad.

En la plaza del pueblo, con sus pequeñas palmeras, su iglesia histórica que databa del siglo XVIII, con sus piedras roídas y erosionadas por el paso del tiempo, imponente con su alto campanario y sus techos barrocos, con sus paredes pintadas de amarillo color huevo, carcomido por el sol, con sus pesadas puertas de madera, sus flores marchitas en el marco de la entrada y los ángeles descarapelados por el tiempo, era testigo de la escena que se desarrollaba ahí.

Era un contraste pronunciado, la brisa proveniente el puerto de Veracruz inundaba el aire de un olor a agua salada, el sol se alzaba impasible en el cielo y había pocas nubes, las palmeras con sus cocos se movían ante el aire suave. La plaza sin las personas parecía apacible, con su quiosco, sus bancas de hierro pintadas de blanco; parecía una pintura provincial de esas que ves en los calendarios que regalan en las carnicerías o las tiendas de abarrotes.

Habían sacado al pueblo hasta que un tumulto de personas inundó la plaza y nos habían separado por grupos, yo tomé de la mano a mi madre que sabía que se estaba muriendo de miedo, pero mostraba dureza en su mirada para no preocuparme más. Miraba a las mujeres de nuestro grupo y todas nos volteábamos a ver y nos hablábamos sin palabras mientras nos arrinconaban hacia la fachada de la iglesia, nos decían y nos indicaban que nos replegáramos sin que entendiéramos qué exactamente nos decían. Las que peor la pasaban eran las niñas, que no paraban de llorar y las mujeres mayores, en las que el cansancio de una vida se volvía evidente cuando nos tenían por horas paradas, mientras los funcionarios se reunían entre ellos y murmuraban cosas inentendibles y señalaban nuestras casas y las edificaciones aledañas al centro del pueblo.

Después de mantenernos ahí y organizarnos, se hizo un silencio entre nosotras y los otros que nos habían invadido; solo se escuchaba el aire atravesando las palmeras y los llantos de las niñas más pequeñas.

Los funcionarios empezaron a pedirnos nuestros datos para clasificarnos: nombre, edad, ocupación y domicilio. A través de uno de ellos que hablaba un poco más de español, fueron tomando nuestros datos mientras las demás se sentían cohibidas a proporcionar esos datos tan sensibles. Yo, al igual que ellas me cuestionaba si debía darlos, más sentía que no podía negarme por mi mamá, con el miedo de que puedieran hacerle algo si no se los doy.

El sol comenzaba a bajar cuando terminaron de interrogarnos y de tenernos en la plaza, casi a todas se nos salía en cansancio por los ojos. El atardecer recortaba la figura de la iglesia y se veía su sombra en los adoquines hexagonales. Después de un rato, los militares nos dicen:

-A partir de este momento, sus tierras pasan a ser propiedad del gobierno como parte de la nueva obra que pasará por este pueblo, así que, de efecto inmediato, se les restringe el acceso a sus domicilios y las trasladaremos a un albergue temporal.

Todas nos quedamos impávidas, muchas de nuestras casas pertenecían a nuestras abuelas y habían sido parte de nuestra historia, otras habían luchado por construir un hogar con mucho esfuerzo y trabajo. Todo se venía abajo.

-¿Qué pasará con nosotras?- decía doña Lupe, que llevaba más de 50 años viviendo en su casa.

-¿Qué pasará con nuestras cosas?- decía Mary, la señora que mantenía a sus dos hijas y apenas había pintado su fachada.

Comenzamos a alzar la voz y los funcionarios no nos entendían, pero los militares sí entendían que nuestra molestia se asomaba en nuestras voces, el tumulto de mujeres que trataron de intimidar se había alzado, y los grupos que separaron terminaron volviéndose una masa conjunta.
-No pueden venir a hacernos eso, — se escuchó una voz por encima de nuestros reclamos-, no pueden quitarnos nuestras casas.

Todas nos petrificamos, nos volteamos a ver unas a otras tratando de identificar quién había hablado. A ninguna de nosotras se le habría ocurrido expresar en voz alta lo que pensábamos. Al final quien había pronunciado esas palabras era una niña llamada Amelia, hija de la tendera que solo tenía 8 años. El funcionario que se comunicaba con nosotras le dijo a los demás lo que se comentó y comenzaron a tratarnos de abrir paso para reprender a la niña, todas nos pusimos frente a ella tratando de impedirles el paso y, entre jalones y un caos que se había producido, los militares lanzaron unos tiros al aire para dispersarnos. Con la poca energía que nos quedó nos tiramos al suelo asustadas y tomaron a la niña, la regañaron en su lengua mientras detenían a su madre para que no pudiera acercársele. La niña solo lloró y cuando pudo reunirse con su mamá, su cara estaba roja por todo lo que había llorado, su mamá solo pudo enjugarle las lágrimas.

-Escuchen bien- dijo el funcionario que traducía- tomen esto con calma porque puede ser peor. Como mandato gubernamental, no pueden hacer nada ya que viene de arriba.

Nos trasladaron en trocas militares hasta el deportivo comunitario, en donde solo habían colocado unas colchonetas en el cemento, unas cobijas y unos rellenos a modo de almohada.

Nos quitaron nuestras tierras y estábamos maniatadas, no podíamos hacer mucho ya fuera por el miedo, la injusticia que imperaba en nuestras leyes o porque ya no queríamos batallar de nuevo. Nos tocaba reconstruirnos con lo que nos quedaba. Tanto de nosotras mismas como de lo poco que nos permitieron sacar.

Después de deshacer el pueblo y crear su obra, con lo que pudimos rescatar intentamos recrear nuestro pueblo, ahora todo era un sueño distante colectivo: vislumbrábamos la plaza, el aire salado que se impregnaba en las paredes de la iglesia, en el cafecito que siempre estaba lleno con la gente de la tarde disfrutando de un café veracruzano con las mujeres ataviadas en sus vestidos blancos y sus abanicos, las niñas jugando a la pelota en las calles, las señoras mayores con sus reuniones al lado de la plaza para jugar lotería, con la señora que ponía su puesto de nieves por el quiosco.

Ahí, recordaba, ahí en mi pueblo fui feliz, antes de que nos quitaran las tierras.

Erika Marlenne Velasco Godínez (Ciudad de México, 1998). Ha desarrollado su formación en Literatura y Letras hispánicas de la UNAM. Desde febrero del 2023 colabora en la publicación de La boletina (publicación quincenal) por parte de la Coordinación de Igualdad de Género de la UNAM como integrante del equipo de servicio social. Es adepta por la literatura escrita por mujeres, la pintura y el cine.

¡Si te ha gustado, no olvides dejar tu “me gusta”! 👍 Tu apoyo es muy importante para nosotros. Te recordamos que la revista Trazzo es una iniciativa bilingüe 🌍, por lo que también puedes leer nuestros contenidos en portugués, gracias a la traducción realizada por nuestro equipo editorial. Si tienes alguna duda o consulta, no dudes en enviar un correo a soporte@trazzo.art 💌. Te invitamos a seguirnos en Instagram en @study.con.ciencia para obtener más contenido interesante 📸. No olvides visitar nuestro sitio web, trazzo.art, donde encontrarás más contenido sobre escritura 🖋️. ¡Esperamos verte de nuevo! 🎉

--

--