Uein
RevistaPLASMA
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5 min readJan 17, 2017

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No era una gran isla, pero era más que suficiente para el rey. Sus cimientos eran de roca sólida y se aferraban directamente a la base del mundo. Sus cielos estaban resguardados por el aletear de los pelícanos, los centinelas del reino. Su tierra era árida a pesar del guano, pero el rey sabía que el océano era más que generoso a la hora de saciar su apetito. Por supuesto que aquel hombre no era un monarca, los reyes eran hombre de alta alcurnia, modales, y linajes nobles. La idea de que aquel viejo, un simple hijo de herrero, se haga llamar rey era una ofensa al sistema monárquico en su totalidad. ¿Pero quién me va a decir algo? ¡Qué me vengan a buscar si acaso les molesta!

Faro- Rodrigo Becerra

Curiosamente, el rey isleño estaba allí por encargo de otro hombre que también se hacía llamar rey. Un principito de tierra firme, de mirada orgullosa y pelo seco, había encargado a nuestro rey resguardar aquella isla de las armadas enemigas de algún otro reino rival.

—Pero lo más importante —dijo con su boquita de marfil— es que las naves lleguen a buen puerto.

Le encomendó, entonces, el cuidado del faro y con ello la responsabilidad indirecta de alimentar reino. Aquella guerra, aquel juego, se ganaba en mar. Quien controlase las rutas mercantes, controlaba el dinero y quien controlase la plata gobernaba sobre la gente. Si el viejo era el responsable, eso lo convertía en el señor de su gente, en un rey.

No recordaba realmente cuanto tiempo había pasado en su puesto. Años probablemente, aunque bien pueden ser meses, y que el sol y la soledad hayan nublado mi tiempo. En ocasiones, algún barco anclaba cerca de la isla y ofrecía a modo de ofrenda un poco de pan, carne deshidratada o mejor aún, vino. Las palabras que estos visitantes traían eran cada vez más negras. Hablaban de hambrunas, de traiciones, y de revolución. Hablaban de fuego y cuervos negros dándose un banquete sobre campos arrasados y cadáveres calcinados. De todas formas, los mensajeros cada vez visitaban menos, hasta llegado el punto en que lisa y llanamente dejaron de llegar. Sin embargo, el rey mantenía su responsabilidad con su gente, trabajando todas las noches en su torre de cal y canto.

Aquella noche, como todas las noches, el viejo escrutó con su ojo eléctrico cada rincón de su isla llevando luz y espantando a las tinieblas. Desemejante a las demás noches, el mar le otorgó un nuevo presente: Una silueta, una sombra emergiendo entre la espuma. Al principio el viejo la confundió con un montón de trapos, un naufragio, o quizás un ovillo de algas. Rápidamente la vio moverse y supo que era una mujer.

Sus botas resbalaron contra las piedras humeadas, y más de una vez estuvo a punto de desnucarse contra las rocas. Pero iluminado por la luz de su faro, el viejo logró llegar al puerto, y tomar a la chica en sus brazos. Era una joven, casi una niña. Quizás era la noche, las estrellas o la soledad, pero el viejo vio en sus pómulos marcados y sus labios finitos los de Magritte. Su Magritte. Inmediatamente fue asaltado por una ola de recuerdos que creía haber olvidado. Los años felices en la ciudad, cuando los días eran cálidos y la luz que iluminaba su nuca solamente era la del sol. Un tiempo perdido sin guerras ni enfermedades que se interpusiesen entre ellos. La chica era la viva imagen de su esposa, todavía impresa en su memoria. Con sus ojos cansados el viejo exploró el cuerpo de la chica, casi avergonzándose de su meticulosidad. Observó el cuello estilizado, los brazos pálidos y los senos firmes, investigó hasta toparse con la aberración. La piel de las piernas se fusionaba hasta formar, en donde debieron de haber estado sus piecitos, la triangularidad monstruosa de una cola escamosa. El viejo miró asqueado a la chica, quien comenzaba a despertar, mientras su nariz percibía el inconfundible olor a pescado muerto.

El viejo sintió la ira surgir en su cuerpo y quemar sus entrañas. Sus músculos se tensaron y venas gordas emergieron en su rostro. ¿Qué se supone que es esto? ¿No hay acaso suficiente sufrimiento en mi vida, como para que la fortuna decida tirarme más mierda encima? El viejo temió matarla en aquella playa perdida. Tomar con sus manos curtidas aquel cuello frágil y retorcerle la vida a la niña. Temió perder el control, pero sus miedos fueron infundados. Pues en su momento de mayor debilidad, la chica extendió sus brazos y lo besó. Un beso largo y profundo como el océano del que provenía. El viejo volvió a los brazos de su Magritte mientras se enterraba en las aguas con la chica quien le arrancaba la ropa con manos húmedas.

Ambos se dejaron zarandear por las olas y la corriente. Los pulmones del viejo se llenaron de agua, y su corazón de vida. Recordó las caricias de su Magritte y se sintió capaz de todo. Joven de nuevo, hambriento de vida. Las antiguas advertencias sobre aquellas criaturas parecían ahora ridículas e infundadas, incluso en aquella noche, mientras la oscuridad lo rodeaba y la frialdad del mar iba agarrotando sus músculos.

Y qué importancia tiene si muero, pues esta noche he vuelto a la vida.

Aquella mañana, distinta a todas las mañanas, el viejo despertó en la playa. El sol roía sus cachetes quemados y la sal había maltrecho su barba. Las olas acariciaban su rostro como recordando la intimidad de la noche anterior . Las gaviotas y albatros lo rodeaban planeando los cielos y esperando su último aliento. El viejo se incorporó desafiante, para mostrarles que aún corría sangre por sus venas. Al hacerlo, notó el cuerpo de algas a su costado, y cómo este parecía cruzar cariñosamente un brazo viscoso por su pecho.

Una vez de vuelta en el faro, este le pareció más deprimente y opresivo que nunca. Una simple prisión de cal y canto. Una jaula desde donde veía la vida pasarle por delante. Desde las paredes gastadas, los recortes de mujeres desnudas -sus malcriadas él las llamaba- lo observaban con ojos vacíos y sonrisas insinceras. Eran tan reales como su Magritte, tan ausentes como su sirena.

En un absceso de ira arrancó los recortes con ambas manos, arañando las paredes de su prisión. El mar se le mostraba infinitamente vasto y lleno de aventuras, y por primera vez consideró la posibilidad de huir. Alejarse de sus responsabilidades, de su reino y sus súbditos. De aquellos pájaros carroñeros que solo estaban esperando su muerte.

Poseído por un frenesí infernal, el viejo destruyo su camastro, descuajó su puerta, asaltó las barricas. Escrutó todos sus dominios en búsqueda de madera y clavos y tras un día repleto de trabajo duro e incesante bajo el sol, zarpó con su balsa por la noche.

El mar, que siempre se mostraba agresivo con su isla, calmó sus olas y envió vientos favorables que inflaron la vela improvisada con sábanas y ropa. Navegó toda la noche hasta ver salir el sol por el horizonte. Con su luz la locura pareció disiparse. El viejo se encontró solo en medio del mar, subido encima a un montón de madera. Se supo jodido.

-¿Qué estaba pensado, para irme solo a morir en altamar?

Y como una respuesta contraria del mar o el destino, el viejo oyó un chapoteo a sus espaldas, volteo el rostro y sonrió.

Publicado originalmente en www.revistaplasma.com.

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Terrícola que edita una publicación Sci-fi con otros tres terrícolas.