El desierto

Bardicr
RevistaPLASMA
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6 min readAug 3, 2017

No sabía en dónde estaba. Miraba a todas partes y solamente veía rocas. Estaba perdido en el desierto. No sabía cómo ni por qué había llegado allí, pero de alguna u otra forma tenía que sobrevivir. Me levanté del árido suelo y deambulé por el desierto sin saber a dónde ir, pero sabiendo que lo tenía que hacer. Era plena canícula y el sol abrasador comenzaba a atenuar mis fuerzas. No tenía agua y temía que en algún momento pudiera insolarme.

Sonora

Caminé por horas sin encontrar nada. Mis piernas estaban trémulas y, había sido tanta la deshidratación, que ya ni siquiera sudaba; era inútil, no iba a encontrar a nadie. Cuando sentí que moría, me tumbé al suelo y preferí desistir de la idea que iba a encontrar a alguien en ese inmenso y desolado desierto. Tenía la boca seca, las piernas débiles, un dolor de cabeza insoportable y mi mejilla rozaba el suelo caliente y agrietado. Mi vista empezaba a deteriorarse, pensaba que ya había llegado mi hora.

Logré divisar a lo lejos una silueta que parecía ser de un hombre en un caballo. Traté de hablarle, pero no fui capaz de abrir mis labios. Lentamente fui cerrando mis párpados y, cuando menos me lo esperaba, ya me había desvanecido por completo. ¿Será que había muerto?

Amanecí tumbado en un colchón delgado, sucio y descuidado. El techo y las paredes estaban hechas de una madera vieja y resquebrajada; la puerta estaba cuarteada y el suelo era de tierra. Como la casa no tenía ventanas, la única luz que penetraba era la de las grietas de la pared. Me levanté un poco adolorido y desconcertado, alcé la mirada y noté que la casa tenía solamente un ropero, un buró y el colchón en el que estaba acostado.

Vi que la puerta se abría lentamente mientras producía un rechinado agudo. Un hombre de baja estatura, rechoncho y con una barba larga, canosa y descuidada entró .

— ¿Qué tal amaneció? — Me dijo el extraño anciano.

— Um… Bien, gracias por preguntar — respondí todavía un poco confundido.

— ¡Menos mal que le dejé dormir en mi cama! Tenga — me dijo mientras me acercaba un tazón con agua y un pedazo de pan — . Ha de estar usted muy hambriento.

Salimos de la humilde casa y caminamos por el pueblo. Me sorprendió ver que no era un pueblo como los que ya había visitado; éste era como los del viejo oeste. La gente vestía con camisa de algodón, pantalones de lana, sombrero y botas espoleadas. Era como estar en una película.

— Todavía no le he dicho mi nombre — dijo el hombre un poco apenado — . Me llamo Don Egidio y soy herrero. Verá, aquel recinto de ahí es mi herrería. No es muy grande, pero tengo el suficiente espacio para trabajar. Y usted, ¿cómo se llama?

— Me llamo Raúl y soy de Guadalajara.

— Nunca había escuchado hablar de ese pueblo.

— No es un pueblo, es una ciudad. Y qué extraño, es una de las más grandes de la región.

Un hombre andrajoso y chamagoso se tumbó en el suelo al lado de nosotros y prorrumpió en gritos y sollozos. Sus alaridos se oyeron en todo el pueblo y los habitantes se asomaron aterrados por aquellos estruendosos gritos.

— ¿Qué ocurre, Augusto, por qué gritas? — le dijo el comisario al pobre hombre .

— Los malandros de Cuemanpa me han asaltado y apaleado — contestó el hombre muy alterado — .

— ¡Cielo santo! — exclamó alguien en la multitud— .

El hombre lloraba desenfrenadamente. El comisario dio un profundo suspiro y le pidió a dos de sus ayudantes que llevaran al hombre a su casa para que descansara. Las personas se metieron a sus hogares y recintos de trabajo; noté en sus miradas una aguda tristeza y un profundo desasosiego.

Le pregunté al comisario sobre aquellos hombres de Cuemanpa, y me respondió: «Son unos maleantes perversos y bribones que viven de atracos. ¡Ya nos tienen hartos! Se preguntará usted que por qué no nos defendemos, pero es que no tenemos con qué». El comisario se sentó desconsolado en un banco de madera, con las manos llevadas al rostro y la mirada baja. No supe qué decirle; ni yo sabía qué hacer.

Don Egidio me llevó a lo alto de una gran roca y nos sentamos a beber de una botella que tenía guardada en su herrería. Era de noche y la luna iluminaba con una tenue luz las enormes rocas del desierto. Don Egidio me contaba sobre la vida en el pueblo. Me decía que antes se hacían alegres fiestas en el pueblo, donde la gente se emborrachaba y bailaba. Pero desde que los de Cuenampa empezaron a atosigarlos, el pueblo no ha sido el mismo.

— Antes, todo el pueblo iba a la taberna a cantar, beber y bailar; a disfrutar la vida, ¡vaya! — decía don Egidio con melancolía — . Pero fíjese que ahora nadie sale de su casa. Tienen miedo, y los entiendo. No le voy a mentir, don Raúl, yo también tengo; pero llega un momento que uno se cuestiona si es mejor vivir toda una vida miserable o vivir una vida corta, con la esperanza de que vuelva la alegría a este desgraciado pueblo.

Don Egidio cogió la botella para darle un largo trago y me la pasó para que yo hiciera lo mismo.

— Y allá en su pueblo, ¿sí alberga la alegría? — me dijo mientras me observaba con curiosidad.

— No lo sé. Antes creía que sí… pero pensándolo bien, siento que he vivido en un lugar lleno de amargura y pesadumbre.

— Así es, don Raúl. Así es la vida de injusta. Premia a los canallas y castiga a los que somos honrados.

De repente, se empezó a escuchar una bulla en el pueblo. Nos levantamos y rápidamente corrimos para ver qué ocurría. Cuando llegamos, vimos que los de Cuemanpa estaban quemando las casas y robándole a la desdichada gente. Volteé con don Egidio y le dije: «¡Vamos, don Egidio! Hay que escondernos antes de que nos vayan a hacer algo estos sinvergüenzas». Pareciera que no me escuchaba; simplemente se quedaba estático. «¡Don Egidio!» le grite una vez más. Luego supe la razón de su desgana. Su herrería estaba derruida, ya no quedaba nada de ella.

Una lagrima recorrió su mejilla y, después de quitársela con el dedo, alzó la mirada y dijo: «¡Ya basta de tanto dolor en este pueblo! ¡Ya no más!» Cogió una pala que estaba tirada al lado de una valla de madera y empezó a menearla de arriba hacia abajo. Los demás habitantes lo miraron y, también cansados de los abusos, decidieron acompañarlo.

Mujeres, hombres y hasta muchachos de no más de catorce años se unieron. Observé cómo el comisario fue el primero en enfrentárseles a los bandidos, seguido de don Egidio y el resto del pueblo. De pronto, en medio del borlote, sentí un fuerte golpe en la cabeza y caí inconsciente.

Abrí los ojos y observé que me encontraba adentro de una casa de campaña. Me asomé para buscar el pueblo, pero solamente vi las casas de campaña donde dormían mis amigos de la universidad. María era la única despierta. Estaba recostada sobre una roca mirando las estrellas.

— ¿A ti también te dio insomnio? — me dijo con una sonrisa.

Dio unas palmadas al lado suyo en señal de que me sentara junto a ella. me acerqué y le pregunté sobre el pueblo. Ella soltó una leve risa y me dijo: «Todavía sigues adormilado, ¿verdad?». No entendía nada. ¿Cómo había yo terminado allí y por qué María no sabía nada del pueblo?

Me tumbé junto a ella para admirar el nocturno cielo estrellado. Mi mente no dejaba de pensar en el pueblo. Solamente deseaba que mi amigo se encontrara bien.

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