El esqueleto tras la cámara
Mi tío siempre fue un tipo peculiar, de esos que lo hacen a uno creer en fantasmas, monstruos, o al menos en que hay ciertas cosas en el mundo, que la ciencia aún pudo explicar. No solo porque cuando éramos niños, nos aterraba con sus historias de terror, sino porque él era un tipo raro, rodeado de un aura sobrenatural. Lo recuerdo alto, altísimo, aunque eso puede ser simplemente mi cerebro jugándome una mala pasada. ¿Vieron cómo a veces uno recuerda su infancia con las dimensiones alteradas? Uno recuerda un coloso, cuando verdaderamente se trataba de un tipo de lo más normal, un poquito excéntrico quizás ¿pero qué viejo no lo es? Para el poco tiempo que lo pude disfrutar —cosa de unos 12 años—, él siempre me pareció un personaje sacado de algún cuento de Poe. Para mí que era un hombre nacido en un tiempo equivocado; su lugar estaba frente a una chimenea sumido en profundas cavilaciones entre torres de libros mientras el viento del Esta raspaba contra su ventana; y no en aquel pueblito de mala muerte donde mis padres me dejaban con mi hermana cada vez que el colegio nos daba más de un mes de vacaciones.
Ella odiaba ir a aquel pueblito —Arrollo Chico se llamaba— pero a mí nunca me molestó (tampoco voy a decir que me encantaba). Era un pueblo como todos, chico, polvoriento, y a menos que uno viva allí, extremadamente solitario. A mí eso no me molestaba porque siempre me gustó la soledad, pero, en fin, con mi hermana era otra la historia. Además, era la única oportunidad en la que podíamos pasar tiempo con el tío, que nos dejaba comer papas fritas todos los días y quedarnos hasta que la programación de la tele se agotase. Por las tardes, mientras el sol bajaba y la noche ascendía, siempre nos contaba alguna historia. Mis favoritas eran las de terror que casualmente eran las que a él más le gustaba contar. Recuerdo una donde el cazó un puma que se estaba comiendo a los perros del vecindario. Otra donde nos aseguró que el campo vio como una luz en el cielo levantaba un granero entero con las 34 ovejas incluidas. Así habrá sido como una tarde nos habló del Esqueleto.
—Este pueblo no siempre tuvo gente buena como ahora. Ustedes son afortunados —nos decía una vez que se sentaba en su sillón favorito y se ponía a cebar unos mates—, porque no lo conocieron al Esqueleto, un tipo malo, malísimo. Tan malo y viejo como el diablo solíamos decir con mis amigos en aquel entonces.
Y con eso bastaba. No tenía que decir ni hacer mucho más para cautivar nuestras cabecitas. Por horas nos sentábamos escuchando sus historias. Todas delirantes en retrospectiva, pero por alguna razón, la historia del viejo Esqueleto se me quedó atornillada en la cabeza. Resulta que cuando él era chico, y tenía más o menos mi edad, se mudó al pueblo un viejo raro, rarísimo. Herminio Ceballos se llamaba, pero todos los chicos le decían el Esqueleto, porque era alto, flaquísimo, y tenía pinta de muerto.
—Sus dientes eran negros y podridos, así que nunca sonreía, sus ojos demacrados no reflejaban ninguna luz, y la piel… La piel era como una cera que recubría su calavera. Usaba un bombín ridículo, sin dudas para parecer inofensivo, y siempre estaba de traje, como recién salido del cajón.
Parece que el viejo este era fotógrafo de profesión. Vieron que antes, una cámara de fotos no era algo que uno puede tener en el bolsillo como ahora. Era tremendo aparato de madera y cuero uno lo tenía que sostener sobre un trípode, mientras agarraba el flash con la mano otra y rezar para que la foto no salga movida o velada, porque la película costaba una fortuna. O bueno, al menos así me imagino que era, la verdad es que no soy muy versado en el tema. En fin, el Esqueleto como buen criollo, se la rebuscaba. Tenía la cámarita y salía todos los fines de semana al arrollo para ganarse unos pesos fotografiando a las parejas que paseaban por ahí. Sin embargo, vaya uno a saber cuando, se corrió la bola de que la cámara estaba maldita.
—Desde su llegada, cosas raras pasaban en el pueblo. Los 27 de cada mes, por las noches una neblina espesa salía de la tierra y decían que si te agarraba en campo te caías seco en el lugar, bandadas de pájaros enteras se estrellaban contra las ventanas de los ranchos, también recuerdo que nacieron en un mes tres becerros con cola de serpiente, cosas raras. Pero la cámara era lo más extraño de todo. Los chicos decíamos que estaba maldita, porque cada tragedia que sucedía en el pueblo —y les aseguro qué eran varias— algo tenía que ver con los retratos del Esqueleto.
Parece que una pareja le pidió un retrato, y a la semana murieron los dos en la ruta. Un par de semanas después, uno de los granjeros se fotografió con sus animales y al mes estaban todos muertos de fiebre bobina y al pobre hombre la mujer lo abandonó. Coincidencias, sin duda, pero para los chicos en ese entonces era toda la prueba que necesitaban para concluir que el Diablo vivía en Arrollo Chico.
—Nadie nos creía, porque como me imagino que ustedes saben… nadie nunca les cree a los chicos. Menos aún a los chicos que están tratando de alertar a sus padres del peligro en que están, porque el vecino nuevo es el Diablo.
Cuestión que, a los chicos del barrio, nadie les creía. Pero la verdad es que no había ninguna prueba porque este señor Ceballos, no jodía a nadie realmente, ni siquiera a los chicos (bueno, no directamente al menos). Todo eso cambió cuando una mañana uno de los amiguitos de mi tío, un pibe medio gordito hijo de uno de los gendarmes de la localidad, se encontraba aprovechando el sol y paseando con sus padres por el río. Parece que a esa familia —Giménez creo que se llamaba el nene— no le estaba yendo muy bien. Bah, como es con la gente del campo, cuando les va bien a unos, les va mal a otros, pero se ayudan entre ellos. El viejo Esqueleto entonces habrá querido alivianarles un poco el mal rato y se ofreció a tomarles una fotografía gratis.
—Giménez vino corriendo sin aliento, pálido como el algodón. «¡Me sacó la foto! Ese viejo choto me saco la foto». El pobre nene estaba con un ataque de nervios llorando y diciendo que se iba a morir y que ni siquiera había podido tocar una tet… En fin, tal era la desesperación del chico que los chicos de barrio tomamos juntos una decisión. Convocamos una reunión con las pandillas de los 4 barrios y decidimos que la situación no daba para más.
El plan que armaron, fue bastante ridículo, pero tenía lógica dentro de la fantasía supongo. Optaron por robar el rollo, antes que sea revelado. Y para lograrlo a tiempo, debían hacerlo esa misma noche. Un grupo de 10 o 15 pibes se colaron a la casa del Esqueleto. «Esa misma casa cruzando la calle». Mi tío nos contaba, moviendo ligeramente la cortina dejando una ranura finita para que mi hermana y yo asomásemos nuestras caras aterrorizadas. Era una casona de madera, abandonada. Vieja como mi tío, quizás más.
—Ahí vivía el esqueleto. Ahí me metí cuando tenía su edad. Yo y 10 chicos más. La casa estaba igual que ahora, toda destartalada y llena de polvo. Pero dentro era una pesadilla terrible. Oscura y repleta de telarañas. La pintura estaba descascarada y enmohecida y en todos los cuartos se respiraba una atmósfera de encierro y opresión. En las paredes había numerosos cuadros, todos tapados con cortinas o trapos harapientos. Ninguno de los chicos tuvo el coraje para destaparlos, yo lo estaba por hacer —ustedes saben que su tío siempre fue de ir al frente— pero en ese momento escuchamos una voz preguntando quien estaba ahí.
Los chicos aterrorizados, se metieron en el primer cuarto que encontraron, una pequeña habitación bajo las escaleras, que justo daba la casualidad, era el cuarto oscuro donde el Esqueleto revelaba sus fotografías. Hasta ese momento, la historia era dentro de todo normal y lo mismo se podía decir de la narración de mi tío. Pero al llegar a esta parte, siempre su voz cambiaba. Mi hermana siempre dijo que me lo imaginé todo, pero yo estaba seguro que su voz se volvía más grave, más agresiva. Como si el recuerdo de la escena aún lo perturbase en el fondo de su alma. Resulta que mientras escuchaban al viejo recorrer la casa convencido que había un intruso, mi tío no resistió la tentación y se puso a ver las fotos que acababa de revelar.
—Nuestro miedo se volvió rápidamente horror, cuando vimos las fotos que el esqueleto estaba revelando. Allí estaban todos, todas las personas del pueblo que el viejo había fotografiado y a la que le habían pasado cosas horribles. Todas las fotos mostraban a sus modelos desfigurados, o como cadáveres aborrecibles. Estaba la pareja que murió ahogada en el arroyo, con la piel húmeda, el pelo goteando y la lengua azul y pastosa. la familia cuyo padre enloqueció de un día para el otro, con la mirada desquiciada en los ojos del hombre y el rostro tajeado de la mujer producto de la locura de su marido. El pulpero que murió aplastado por sus barriles de vino tenía las piernas retorcidas y el cerebro chorreando por el cuello. Estaba el gordo Giménez también, aterrorizado mirando a la cámara, mientras sus padres junto a él mostraban sus huesos chamuscados, como si la piel simplemente se hubiese derretido de sus rostros.
Parece que el pánico fue demasiado para los chicos, que salieron corriendo sin que les importase que el Esqueleto estaba afuera. Todos menos mi tío, y eso fue lo que según él lo salvo. Porque aquel viejo demonio estaba esperándolos al lado de la ventana rota con la cámara lista y el diablo en los ojos. Fotografió a los chicos aterrorizados y eso fue lo último que mi tío escuchó de los chicos. Se escabulló al sótano, donde se escondió en la oscuridad.
—Mientras me escondía detrás de un espejo, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y no necesitaron más luz. Hubiese preferido no ver, pero por alguna razón mis ojos veían como los de un gato, parecía como si el mismo cuarto quería que no me perdiera ningún detalle de aquella pesadilla. El sótano era una habitación lúgubre repleta de baúles de madera y cañerías oxidadas. Al igual que en el resto de la casa, las paredes estaban decoradas con marcos como los de arriba aunque esta vez, no había ninguna tela que ocultase su contenido. Aprisionados por los marcos de madera se encontraban las almas de las víctimas del Esqueleto. Se movían en silencio, pidiéndome ayuda con gestos desesperados, aprisionados dentro de las fotografías. Algunos gritaban, otros lloraban, otros más vivaces se estrellaban contra los marcos de madera, pero daba igual. Estaban todos atrapados y ninguno podía salir. En ese momento de horror, se encendieron las luces del sótano y el Esqueleto bajo lentamente. Yo me volví a esconder tras otro espejo.
Según mi tío, el esqueleto se puso a burlarse de las pobres almas atrapadas mientras colgaba la de sus amigos, recién reveladas. Después, parece que ese viejo horroroso se puso a jugar al ta-te-ti para ver a cuál elegía.
—Las almas suplicaban en silencio, llorando, gritando haciendo gestos con las manos. Finalmente, su dedo arrugado y flacuchento se posó sobre la imagen de una pareja joven, los dos vestidos para el casorio. La chica lloraba y se escondía detrás del marido, mientras este intentaba escapar de los marcos de la fotografía. Fue en vano, el viejo lanzó una carcajada saturada de maldad y masticó la imagen. Se la comió, así nomás, tomándose su tiempo, saboreando los gritos silenciados mientras bajaban por su garganta hasta sabe Dios qué pozo infernal dentro de su estómago. Eran una pareja simpática que seguramente nunca hicieron mal a nadie, y aquel viejo esqueleto les devoró las almas sin pensarlo dos veces.
¿Y cómo escapó mi tío entonces? Siempre que nos contaba la historia la alteraba un poco. A veces se escabullía —anticlimáticamente— mientras el viejo tragaba, otras veces lo golpeaba con un fierro oportuno que encontraba por ahí, a veces simplemente se quedaba toda la noche en el sótano, bajo los ojos suplicantes de las almas, hasta que el esqueleto salía a cazar a la mañana siguiente. Sin embargo, la versión de la historia que siempre se quedó conmigo fue en la que mi tío vencía al Esqueleto, quizás porque tenía mi misma edad en aquel entonces —o eso él me decía— y me reconfortaba saber que un chico de 12 años podía vencer a un demonio del infierno si era cuidadoso, y sobre todo astuto.
—Podría haberme quedado escondido y quizás no me hubiese pasado nada, pero mis amigos iban a ser devorados por un horror de otra dimensión, y los amigos están para ayudarlos, Benjamín —siempre sus historias tenían algún tipo de moraleja retorcida—. Así que revisé mi entorno buscando algo con que atacar al esqueleto que estaba muy ocupado engulléndose otro par de almas como para notarme. Noté que, en el sótano, además de almas en pena, por alguna razón había varios espejos. Así que se me ocurrió un plan desesperado. Luego de posicionarme en el lugar adecuado, juntar coraje, rezar un par de padres nuestros y tres aves marías, salí de mi escondite y le dije: «Basta viejo, choto y diablo. Esos son mis amigos» —mi tío además de contarnos historias nos enseñó a insultar—. El Esqueleto se dio vuelta. En su boca cavernosa pude ver los ojos desesperados de una niña que lloraba en silencio. Tragó el bocado y sonrió. Sus dientes negros ahora se habían vuelto colmillos de tiburón que relamía con una lengua bífida, como serpiente. «¿Y quién sos vos?», me preguntó riéndose, «¿El postre?» Y con un movimiento veloz, imposiblemente veloz para un viejo como él, hizo aparecer su cámara no se bien de donde, me apunto y disparó.
Sin embargo, como seguro ya se imaginaron, mi tío se había reflejado entre dos espejos, formando un periscopio. Así que cuando el esqueleto tomó la fotografía, creyendo capturar al chico, realmente se fotografió a sí mismo.
—El viejo gritó y mientras la piel se le desprendía como harapos viejos. Mostrando lo que vendría a ser el verdadero esqueleto del Esqueleto. Al final, de él solo quedó la cámara y un montón de huesos llenos de gusanos. Salí como pude de la casa y nunca volví a hablar del tema. Me llevé eso sí, todas las fotografías del sótano. No las pude salvar, pero al menos las guardé en un álbum lindo, donde las visitaba y les contaba historias, y nunca, pero nunca las comía. No es la mejor vida que podrían haber deseado, pero bueno, mucho más no pude hacer. Pero nunca me voy a olvidar la cara del viejo mientras desaparecía. Una cara terrible, maldita, cargada de la furia infernal de mil demonios. Una cara… ASÍ.
Esta era la parte que nunca podíamos escapar. Mi tío se quitaba la dentadura y gritaba repentinamente, sacándonos un alarido a mi hermana y a mí, que corríamos por los pasillos de la casa alejándonos de sus risas. Como le digo, mi tío siempre fue un tipo peculiar.
Un par de años después, mi tío murió. Tengo entendió que a mi mamá le dejó la casa de Arrollo Chico, pero nunca volvimos y ella la vendió un par de años después. Al hacerlo, me preguntó antes si quería sacar algo del sótano. Viaje un día sin saber muy bien por qué, a buscar un par de enciclopedias que mi tío tenía y aparentemente había embalado especialmente para mí. Meses después, cuando recién me digné a revisarlas las encontré enmohecidas y anticuadas. Una linda decoración, sin embargo, para la biblioteca del estudio. Aunque algo llamó mi atención. Allí, ensaguchada entre el tomo seis y siete encontré un libro ajeno. Un cuaderno de cuero con una inscripción dorada que leía EL MENÚ. Dentro solamente encontré fotografías veladas, enteramente blancas con nombres y fechas debajo. Salvo por una, la última. Allí, pegada en la última página había una fotografía blanco y negro de cuerpo completo de mi tío, bajo el titulo autoretrato en espejo. Enteramente de negro, con un sombrero bombin, y una cámara fotográfica en la mano. Una cámara antigua, de esas de madera y cuero, sus dientes negros, sonreían y se escondían tras la curva macabra de una sonrisa cruel.
Publicado originalmente en la Revista PLASMA