El malón sin color

Uein
RevistaPLASMA
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7 min readMay 29, 2017

Malón

Voz mapuche.

1. m. Arg., Chile, Par. y Ur. Irrupción o ataque inesperado de indígenas.

El polvo que levantaban rompía con la llanura seca del paisaje. Los vió venir a lo lejos y pensó en el malón. Con la bombilla aún pegada a la boca, musitó unas palabras a su compañero.

-Vienen todos caminando… ¿Usted qué opina capitán?

El Capitán levantó la orejas desde su falda, soltó un bostezo al aire antes de lanzar un gruñido por lo bajo. Todavía estaban bastante lejos, pero sus siluetas grises los delataban. Todo el pueblo de La Escondida estaba marchando hacía allí.

La estela — Rodrigo Becerra

Filomeno tenía tiempo para tomarse otra siesta, pero prefirió no hacerlo. Últimamente sus sueños eran grises, y cada mañana se despertaba más cansado que la noche anterior. Nunca parecía poder recordar exactamente sus sueños, tan solo que estaban desprovistos de color. Tiró la yerba usada a la tierra y puso a calentar la pava para una nueva ronda. Mientras esperaba que el agua hirviese se distrajo observando las hormigas. Salían de sus túneles escondidos atraídas por el olor dulce de la yerba. Apuraban sus patitas por su montaña verde, escarbando en búsqueda de la azúcar que los dioses parecían haberles regalado. Filomeno alzó los ojos al cielo. Dirigió su mirada pasando el cartel oxidado de la gasolinera, el tajo seguía allí, todo rojo y estampado contra el azul del cielo patagónico. Había aparecido allí hace dos noches. La radio no dijo nada sobre el asunto, así que Filomeno había intentado ignorarlo. Cada vez que el tajo cruzaba sus ojos, el hombre se encogía de hombros y se ponía a revisar los surtidores o a limpiar los vidrios de la caseta. Sin embargo, por dentro sabía que los sueños sin color, la inquietud del Capitán y el malón acercándose en el horizonte algo tendrían que ver con el fenómeno. El tajo cortaba el cielo, dejando atrás una fina estela roja que no parecía desaparecer, sino volverse cada día más roja.

— Ya sé que lo va a calmar a usted amigo… — le dijo al Capitán, al tiempo que entraba en su cuartito.

Filomeno tomó el plato al lado de su cama, y revolvió las sobras del asado de anteayer hasta encontrar un buen hueso. Antes de irse se miró en el espejito que usaba para afeitarse. Filomeno siempre intentaba no mirar su reflejo más de lo necesario.Ver como su propio rostro se volvía paulatinamente el de su padre lo incomodaba. El espejo le devolvió la imagen de un hombre marchito. Su pelo rubio, uno de los pocos regalos que aún conservaba de su madre, se veía apagado y repleto de canas. Sus ojos también habían perdido cierta luminosidad, algo que Filomeno atribuyó a la rutina laboral, y la famosa soledad patagónica. Antes de salir, tomó la estampita del Gauchito Gil y la guardó doblada en el bolsillo de su camisa. El revólver lo colocó en el del pantalón, se calzó la gorra y salió nuevamente.

Filomeno ya los veía más claramente. Marchaban levantando columnas de polvo al cielo. Todavía estaban a unos o cinco o seis kilómetros de distancia, pero sus pasos eran acelerados. No sabía hacía donde estaban yendo, pero su ruta actual los dirigía hacia la gasolinera, y un poco más allá, hacia el tajo. La estela roja había alterado su apariencia y parecía ahora caer lentamente hacia el horizonte. Al principio Filomeno la había creído estática, pero luego de comparar su posición en relación a la antena parabólica de la caseta y el cartel de la gasolinera, concluyó que la estela estaba indudablemente moviéndose. El corte parecía ascender, formar una parábola burlona y volver al suelo. Sin lugar a dudas, algo estaba desprendiéndose del cielo, y todo un pueblo parecía estar marchando a encontrarlo.

Filomeno comprobó por tercera vez la presión en los surtidores, bajo la mirada atenta del Capitán.

— ¿Quizás alguno venga en coche?

El capitán dedicó una mirada al hueso que Filomeno le alcanzó, y volvió a dirigir su mirada a la multitud. Le acarició la cabeza y este le devolvió la caricia con un gruñido. El bicho estaba asustado.

— Pero che! ¿Qué le pasa capitán? ¿Estamos nerviosos? — Filomeno dijo acompañándolo en el sentimiento.

El hombre se sentó en la sillita de mimbre a pensar, cebar y esperar. Era imposible que lo evitasen. La estación de servicio era un punto brillante que partía la uniformidad de la nada patagónica..

— Ya se porque está incómodo Capitán.- farfulló mientras cebaba- ¿Son los ojos no? Desde acá los siento. Cientos de ojos, y toditos clavados en nosotros dos.

El calor era agobiante y el sonido de las cigarras por momentos ensordecía. En su bolsillo pesaba el revólver, mandatorio en estos pagos, pero ¿qué uso podría tener contra las doscientas o trescientas personas que marchaban?. La multitud se movía a una velocidad difícil de determinar. Por momentos parecían estáticos, cubiertos por la nube de polvo. Pero ni bien Filomeno apartaba la mirada cuando volvía a verlos parecían haber avanzado varias cuadras.

— Vienen de la Escondida. Es el único pueblo en esa dirección.

Ya los podía distinguir mejor. Caminaban en tres columnas, sus ropas sucias y empolvadas parecían no tener color alguno.

— Todo el pueblo se vino, Capitán.

Pensar en La Escondida lo ponía nervioso. 3 años habían pasado desde que tomó aquel trabajo en la estación de servicio. Y en esos tres años, sólo un puñado de viajeros habían preguntado por el pueblo. De vez en cuando algún censista o alguna profesora paraba en la estación a estirar las piernas y pedirle direcciones. Filomeno siempre les indicaba el camino, pues realmente no había nada que temer, pero nunca podía evitar el nudo en la garganta. Un sociólogo que estaba escribiendo un libro del tema le conversó el primer año, mientras Filomeno le cambiaba el aceite.

— Uno de los pueblos más antiguos de la provincia. Fue fundado enteramente por inmigrantes Serbios en algún momento del siglo diecinueve. Ellos solos llegaron, anclaron los barcos en la costa, y antes de internarse en la patagonia, los prendieron fuego.

Cuando Filomeno le preguntó cuánta gente vivía y que era lo que hacían para vivir, el sociólogo se encogió de hombros.

— Por algo le dicen La Escondida. — Dijo exhalando el pucho por la nariz.

También un misionero un día pasó por la estación con una rueda pinchada. Mientras Filomeno la cambiaba, el cura aprovechó para predicar y despotricar contra el pueblo.

— El evangelio nunca ha sido popular por esos pagos. Están rodeados por Zapala, Trelew y Arroyo Chico. Todos buenos pueblos Católicos… pero con ellos no hubo caso. Son gente muy cerrada. Muy conservadora por lo que escuché. Se dice que vienen de muy lejos y que han traído sus propios dioses.- Le comentó a Filomeno.

Le causó risa eso del misionero. Quién diría que en pleno siglo XX, seguirían existiendo misioneros en la Argentina. Jamás lo volvió a ver. Y eso era también lo que lo tenía nervioso de ver al pueblo cada vez más cerca. Ni el cura, ni el sociólogo ni el historiador volvieron a pasar por su estación de servicio, que vigilaba la única ruta de acceso. La Escondida parecía atraer gente pero no soltarla.

— Y ahora tenemos a todo el pueblo marchando… eh Capitán… Está jodido esto.

Ya los podía ver bien. Unas trescientas personas ocultando su rostros entre las nubes de polvo que levantaban. Hombres y mujeres marchaban uno al lado del otro. Vio adultos, niños y ancianos, realmente todo el pueblo. Los tenía ahora a unos 600 metros, pero sus pasos seguían sin emitir sonido. El silencio lo incomodó. Las cigarras habían callado, el viento por primera vez en tres años parecía amainar y los pasos de la multitud marchante eran pisadas de un puma en la nieve.

— Vamos para adentro Capitán… esto no me gusta.

Su compañero agradeció silenciosamente siguiéndolo con el rabo entre las patas. Filomeno comprobó que el revólver estuviese cargado. ¿Qué uso le podía dar a seis tiros, cuando necesitaba trescientos? Estaba por cerrar con llave, cuando volvió a posar sus ojos en el tajo rojo. La elipsis había cambiado nuevamente. La fina raya descendente partía el cielo en dos mitades, dejando atrás su azul patagónico, para cubrirse de una capa encenizada . Todo a su alrededor era gris. En el tiempo que Filomeno había pasado pensando en qué hacer con el pueblo, el fenómeno había cambiado nuevamente su trayectoria. Unos finos ajustes en su dirección, le habían dado apariencia de estar estático. Pero para cualquier espectador que se quedase pegado (de la manera que Filomeno lo hizo) no tardaría en darse cuenta que el punto había cambiado su caída elíptica por una más recta, más directa. El tajo rojo, ahora parecía volverse más grande, abriendo su ruta en el cielo directamente sobre Filomeno.

El hombre se quedó pegado al fenómeno. Dejó la caseta y al Capitán detrás, bañándose en la energía plomiza que el cielo irradiaba. Filomeno se encontraba anclado al medio de la ruta, en colisión directa con el pueblo que marchaba ahora a pocos metros. El color parecía haber desaparecido completamente de la zona. Exceptuando el carmesí que caía de los cielos, todo el paisaje estaba cubierto por una finísima capa de algo que no terminaba de ser ceniza y bien podría ser arcilla. Una capa descolorida cubría la Patagonia. Y cruzando a pasos apresurados, el malón sin color marchaba hacia el carmesí descendente.

Los hubiera creido fantasmas, si no fuera por el sonido de su música. Oculta tras la incoloridad, removía la atmósfera y la hacía vibrar con un gruñido perpetuo. Los rostros desfilando se contorsionaban alternando entre muecas grotescas y angelicales como un caleidoscopio de personas. La gente sin color vibraba con la energía intensa de la melodía. Filomeno se sintió transportado por aquellas notas y ritmos olvidados. La música tomó control de sus músculos; movió tendones y cartílagos contra su voluntad, reacomodandolos y despigmentandolos. Rápidamente Filomeno se supo sin color, una faceta más de esta marcha incolora. El llanto del Capitán, acurrucado dentro de la caseta, rápidamente fue ahogado por la música. Filomeno sólo tenía oídos para la música, músculos para marchar, y ojos para el tajo. Largo, profundo e infinitamente rojo ya estaba por impactar la tierra, unos 20 o treinta kilómetros más.¿Qué es eso para la horda?

- Que hemos marchado tanto. Que hemos esperado tanto.

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Uein
RevistaPLASMA

Terrícola que edita una publicación Sci-fi con otros tres terrícolas.