En la cinta transportadora

Uein
RevistaPLASMA
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9 min readNov 27, 2016

La máquina de acero negro dejó escapar un rugido anunciando que el ritual estaba pronto a terminar. Vicente se ajustó las gafas protectoras y se aferró al machete , listo para utilizarlo de ser necesario. Los paneles se abrieron y de la oscuridad profana brotó una humareda blanca mientras el aire se cargaba de un ligero olor a putrefacción . Vicente miró a su supervisor de área y le asintió con la mirada. Ajustó sus guantes de cuero de serpiente, y se puso a hurgar en la oscuridad. Emergió con un libro de cuyas páginas brotaba sangre. Inspeccionando cuidadosamente marcó las casillas de un formulario amarillo. Revisó minuciosamente el objeto, tomando nota de la longitud, el peso, la cantidad de páginas y la consistencia de la sangre.

Iron Lung

-Todo es conforme.- Le dijo a su supervisor. Este le respondió dejando escapar su silbido usual.

El siseo de la figura encapuchada lo estremeció hasta la médula. A pesar de los años, aún no lograba acostumbrarse a las peculiaridades de sus compañeros de planta.

-Tenemos un tomo de medicina. 20x15, 350 g y 360 paginas.- Vicente leyó en voz alta- Otorga al usuario conocimiento para curar cualquier enfermedad. A cambio contagia a sus seres queridos…- Vicente se detuvo pensativo- Un minuto… ¿Enferma a los seres queridos del usuario o del paciente? No especifica.

El supervisor se limitó a emitir sonidos guturales. Con los años Vicente había interpretado ese comportamiento como indicativo de alguna molestia, normalmente de carácter burocrático. No tenía sentido indagar. La maldición estaba completa, el producto listo. Pegó la nota al tomo y la cinta transportadora se lo llevó más allá, a la zona de empaquetamiento y distribución.

El reloj marcó las 12 con su graznido habitual. Los trabajadores marcharon hacia la cafetería formando anillos concéntricos alrededor de una escalera de caracol. Uno a uno, los trabajadores pasaban de un anillo a otro, hasta alcanzar el centro, donde bajaban por una escalera de bronce. El ritual, duraba 15 minutos en total. La habitación se extendía unos 10 metros. Estaba iluminada por una gran pira en el centro y sus paredes decoradas con runas druídicas. El espacio era completado por una heladera, un horno micro ondas, un dispensador de comida y un altar de sacrificio.

Vicente se sentó en una mesa solitaria a ver comer a sus compañeros. En una tupper tenía una porción del guiso de lentejas y fréjoles que su mujer había preparado la noche anterior. Dos meses atrás, en su chequeo mandatorio por la compañía, el doctor le alertó acerca de su nivel de colesterol. Desde ese día su mujer le cocina todas sus comidas y los snacks de la dispensadora están fuera de toda discusión.

-Son esas porquerías que comes en el trabajo. Carne de Dios-sabe-que-cosa procesada. — Le dijo cuando salieron del consultorio. — Es un milagro que sigas con nosotros, Vicente.

Vicente ya no sabía si creer en los milagros. Nunca había presenciado uno. Maldiciones sí, diariamente. Era un experto. Pero nunca un mísero milagro. “Nunca un ciego recuperando la visión o un cojo caminando, ni siquiera un poco de agua volviéndose vino (Dios sabe que la necesito)”- pensó mientras revolvía una porción de guiso frío.

“Tienen que existir” se dijo a sí mismo imaginando fábricas de milagros. “Sería una injusticia que no existan.”

En la mesa frente a Vicente, Iffrit estaba repitiendo la misma anécdota de la vela aromática del mes pasado. Vicente no sabía cómo, a pesar de comunicarse rechinando sus dientes, todos parecían entender a Iffrit y su lenguaje extraño.

- Y ahí estoy yo, flotando entre los cadáveres de 4 trabajadores alrededor de la maldita vela. Y no lo puedo creer! Lavanda! La maldita vela olía a Lavanda! Todo por nada!- Dijo Iffrit raspando sus dientes.

Todos a su alrededor estallaron en carcajadas y aullidos, Vicente recordó el incidente. La Vela debía haber olido a Canela. Además debía transmitir ántrax, y no tifoidea cómo fue el caso. Vicente había abandonado el área inmediatamente porque estaba convecido que su seguro no cubría aquel patógeno (ni deseaba averiguarlo).

De todas formas, él era un hombre metódico y cauto. En sus 15 años trabajando en la fábrica, su sector nunca tuvo una fuga de ningún tipo. Su tasa de mortalidad era la más baja de toda la compañía. Tan solo dos muertes en diez años. Vicente nunca lo admitía, pero se enorgullecía de la productividad de su sector.

-Salazar!- Una voz partió la atmósfera de la cafetería como un trueno. Todos voltearon para ver a la figura entre el humo.

Vicente alzó la cabeza y su rostro palideció al ver al Señor Legba en la puerta. Era un moreno alto, vestido con un saco gris y un viejo sombrero empolvado. En su cara, tenía tatuadas unas runas, y sus ojos eran dos brazas en la oscuridad de su rostro. El señor Legba era el administrador de la fábrica, y el único contacto con los jefes.

Salazar, Vicente- repitió nuevamente.

Vicente maldijo su suerte. Era imposible saber el motivo de su llamada, tan solo que no podía ser por nada bueno.Nunca en todos sus años de trabajo, había escuchado algo bueno del Señor Legba. Se paró y caminó arrastrando sus pies cansados.

-Mande, patrón- Le dijo al moreno.

Sus dientes amarillos destellaban casi tanto como sus ojos y Vicente notó las similitudes con las fauces de un caimán.

-Los jefes lo han convocado Salazar. No sería sabio hacerlos esperar.

Vicente sintió cómo su estómago se encogía y se enfriaba. Sus rodillas amenazaron con ceder. Nada de esto pareció escapársele al señor Legba quien con una carcajada áspera, le indicó el camino a seguir. Vicente avanzó cabizbajo sintiendo las miradas burlonas clavadas en la nuca. Casi creyó escuchar a Iffit rechinando algún chiste a sus expensas. Legba extendió un brazo largo en dirección a una puerta de madera negra, al lado de la dispensadora de caramelos. Al verla, a Vicente le asaltó la duda de si esta era la primera vez que la veia.

- Adelante. — Arrastrando los pies por el pasadizo de piedra, Vicente se sobresaltó cuando la pesada puerta se cerró a sus espadas.

Los dos hombres avanzaron en silencio por un largo pasadizo de piedra iluminado por antorchas. Vicente trataba de determinar a toda velocidad el motivo de esta reunión. Por su mente cruzaron todos sus pecados laborales. Sus primeros años, robando lapiceras, cuadernos, y cuchillos ceremoniales. “Pero eso fue hace mucho”’ Pensó. “No tendría sentido que me agarren por eso 10 años después”

-Patrón, usted sabe a qué se debe esta llamada?

- Los jefes no me expresan su voluntad en toda su extensión, Salazar.

- Porque si se trata de la vela con tifoidea eso fue culpa de Iffrit. Y él ni siquiera trabaja en mi sector. — Balbuceo Vicente avergonzado.

El no era un soplón, pero la idea de quedarse sin trabajo en esta economía lo aterraba más que las reprimendas de Iffrit.

- Suficiente Salazar. Reserva tu aliento para los jefes. — Sentenció el moreno. — Por aquí por favor.

El Señor Legba señaló un hueco en el suelo con una escalera descendente tallada directamente en la roca. Salazar miró al administrador de tal forma que el moreno no pudo contener una risotada seca.

-Tranquilo. Yo esperaré aquí para guiarlo a su estación una vez acabada la reunión. -Las palabras reptaron desde su boca de caimán , brindando todo menos alivio al corazón de Vicente.

Haciéndose de valor, suspiro una última vez y descendió hacia las tinieblas. La atmósfera era sofocante, una ráfaga de aire fétido recibió a Vicente cuando comenzó su descenso. Entre las uniones de la roca, la humedad acumulada se condensaba en forma de gotas que amenazaban con ahogar la antorcha. Vicente hacía lo posible para evitar los chorritos pero estos parecían saber dónde caer. Lo primero que llamó la atención de Vicente fue la ausencia de sonido. Alejado de todo estímulo externo, Vicente no esperaba oír gran cosa. Sin embargo ni sus pasos, ni el repiqueteo incesante del agua sobre la piedra parecían emitir sonido alguno. El silencio era absoluto y agobiante. La escalera de caracol continuaba enrollándose interminable hacia abajo.

Cuidadosamente de no quemarse ni caerse Vicente asomó su rostro al abismo. No parecía tener final. Levantó su mirada y se sorprendió. En su mente había descendido tan solo unos metros, sin embargo al mirar arriba la escalera de piedra parecía enrollarse eternamente hacia arriba. Unas ratas avanzaron entre sus pies, silenciosas como las piedras de donde brotaron y blancas como la luz de la luna. Vicente trato de espantarlas blandiendo la antorcha, pero las alimañas jamás habían visto la luz del sol y se burlaron de él con ojos ciegos.

Vicente no pudo contener más las lágrimas, y comenzó a llorar. De forma discreta primero, un pequeño suspiro cada cuatro escalones seguido de un ligero gimoteo. En poco tiempo esos sollozos se volvieron lágrimas. Lágrimas acuosas y abundantes con mocos y bocanadas de aire aceleradas. Era tal la desolación de su estado, tal la profundidad de su descenso que se sentía completamente aislado del mundo. Había desaparecido de la faz de la tierra, se sentía en las entrañas del planeta. Jamás vería a su esposa y sus hijas de nuevo. Se encontraba en otro plano de existencia.

“No debí trabajar tanto. Hay cosas más importantes en la vida. La familia por ejemplo” Concluyó sabiendo que a su mujer tan solo la toleraba y su familia era la razón por la que aceptó este condenado trabajo.

El agua ahora parecía brotar del piso además del techo. Formaba pequeños pilares líquidos que ascendían y impactaban los que caían del techo mojando las llamas que luchaban por permanecer encendidas. A Vicente ya no le preocupaba, pues preocuparse hubiese implicado algún tipo de esperanza, y Vicente ya no tenía nada de eso. En cuestión de minutos, las llamas, bailaron, agonizaron y murieron. Y el hombre se quedó desnudo en las tinieblas.

Fue en ese momento, que llegó a los oídos de Vicente, la melodía dulce de una flauta. No parecía tocar notas de este mundo, sino una música más antigua, ajena a toda noción de ritmo y estructura pero tan compleja como una sinfonía. Ciego, como las ratas blancas, avanzó por la cripta buscando la melodía. En ocasiones parecía desaparecer en las tinieblas, pero al rato sus oídos volvían a captarla. Vicente se aferró a la flauta y la buscó en trance. Caminó y caminó hasta que sus pies solo pisaron aire y el mundo se puso patas arriba.

Cayó más y más rápido, cayó por metros y más metros. “kilómetros” pensó Vicente mientras seguía hundiéndose. Cayó tanto que tuvo tiempo para pensar sobre cómo caería y que pasaría cuando el suelo lo recibiese. “si es que hay suelo. Quizás este sea mi destino. Caer y caer por toda la eternidad.” Y ni bien ese pensamiento abandonó su cerebro, Vicente se detuvo. No golpeó el suelo (eso lo hubiese matado) simplemente se mantuvo ahí, suspendido en la oscuridad.

La música resurgió entre las piedras, pero ahora no la escuchaba en sus oídos. La percibía dentro de su cabeza, formando imágenes en la oscuridad. Rebotaba en las paredes de su cráneo y se multiplicaba infinitamente como un caleidoscopio de sensaciones. Las imágenes se le presentaron una detrás de la otra, en sucesión. Poco a poco, Vicente fue encontrando un sentido a lo que veía. Su cerebro fue construyendo una narración en el caos visual que desfilaba frente a su retina.

En medio de la vorágine sensorial Vicente percibió el fuego y unas manos toscas que se fugaban con él. El viento fusionándose con el agua y formando columnas líquidas en el río más ancho del mundo. Frente a sus ojos se proyectaron los colores del alba vistos desde la gran pirámide. Vió unas manos alzando torres profanas para destruirlas. Manos. Manos en las estepas, forjando imperios a sangre y espada. Manos como las suyas, como las de su padre. Manos en potosí, adheridas a brazos cansados y rostros curtidos. Manos manchadas con sangre, y aferrando un corazón aún latía. Habló con dioses, de muchas manos y muchas bocas, hundidos y olvidados en la arena. Al mirar el abismo flotando frente a sí mismo, Vicente tembló; y el abismo le devolvió sus gritos en forma de risas. Sintió como las carcajadas lo traspasaban, descomponiéndolo en un polvo finísimo para luego esparcirlo al viento. Se sintió transportado por la brisa y en el aire pudo ver el sistema. Una fábrica de sentido siguiendo una voluntad incomprensible. Vicente entendió. O creyó entender. Mejor dicho, dio su propio significado a las imágenes inconexas, “¿Qué no es acaso lo que tu haces?” Pensó Vicente sin obtener otra respuesta más que la continuación del sentido. Y allí, en la artificialidad del significado, Vicente encontró paz. Encontró una brújula. Comprendió la voluntad del vacío y la naturaleza del bien. Y del mal.

-¿Que no son acaso lo mismo?- Una voz postuló en la noche. -Dos caras de una misma moneda, observada desde puntos diferentes en un plano que se extiende infinitamente a través de las dimensiones.

Vicente comprendió, y al mismo tiempo dejó de hacerlo.

-¿No es acaso lo mismo? Repitió la voz desde su negrura.

Y allí, completamente desnudo de propósito, Vicente aceptó su nuevo puesto.

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Terrícola que edita una publicación Sci-fi con otros tres terrícolas.