Innocence.

Blue.
RevistaPLASMA
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4 min readJun 30, 2017

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La primera vez que lo vio fue en una calurosa tarde de junio, saliendo del metro.Era alto y tenía el pelo canoso, casi blanco. Su cabeza parecía desaparecer entre sus hombros de una forma casi cómica. Tenía una leve joroba. Sus piernas y brazos eran delgados, pero fuertes; contrastaban vivamente con el bulto de la barriga que se adivinaba debajo de su camiseta de a rayas azules y blancas. Calzaba unas chanclas de ir a la piscina.

The Killing Joke- Dave Gibons

Ella no se dio cuenta de todos estos detalles en ese momento; sería más tarde, cuando repasase obsesivamente el recuerdo, firmemente asentado en su memoria. Lo que le llamó la atención fue la enorme herramienta que llevaba en la mano. ¿Era un gato? ¿Una llave? Probablemente una llave, sí, aunque a esa distancia no podía saberlo con seguridad.

Salió del metro algo después que él, y se sorprendió al encontrarle rebuscando en la basura de la acera de enfrente. Siguió andando, algo más despacio, curiosa. Entonces él tiró la bolsa que llevaba en la mano izquierda, y siguió su camino.

Aquella noche, como otras tantas, no pudo dormir. A las tres de la mañana se levantó y repasó las fotografías de las chicas desaparecidas. Pelo castaño, ojos castaños, estatura media.

Como ella.

Por primera vez se le ocurrió la idea de marcar los sitios donde habían desaparecido las chicas en un mapa.

El centro del triángulo lo determinaba la estación de metro de la que había salido aquel día.

Y entonces, como un relámpago, la certeza la golpeó, dejándola helada: la bolsa.

La bolsa había dejado un rastro oscuro, espeso, en la acera, antes de que él la tirase.

Se vistió, temblorosa de impaciencia, de ira. El metro estaba cerrado a aquellas horas, así que tendría que ir en autobús nocturno hasta el lugar donde se había cruzado con él; pero no le importaba.

Llegó una hora después, aun sin haber calmado sus ánimos exaltados. El contenedor estaba vacío, pero el rastro aún era visible. ¿Era sangre? Podría serlo.

Se planteó si debería acudir a la policía. Probablemente se riesen de ella otra vez. Al principio, el comisario había mostrado la paciencia que toda madre cuya hija ha desaparecido merecía. Pero después se había ido mostrando más y más hostil. El hecho de que ella tuviera estudios de criminología y pudiera rebatir sus argumentos lo enervaba. “Seguimos trabajando en ello”, le respondía. Y esa era toda la calma que podía ofrecerle, todas las respuestas que tenía para ella.

No eran suficientes.

La intuición le susurraba, insistente, que ese hombre que había visto en el metro tenía algún tipo de relación con la desaparición de su hija. Le retorcía las entrañas. Le impedía cerrar los ojos.

Así que empezó a seguirlo.

A lo largo de aquella semana, solo un día volvió a tirar la basura. Ella prácticamente se arrojó dentro del contenedor, buscando (y esperando a la vez encontrarlos y no encontrarlos) algún signo de restos humanos. Pero quedó decepcionada; aparentemente el tipo estaba haciendo algún tipo de obra en su casa. Posiblemente para esconder los cadáveres, se le ocurrió. O a las chicas, le corrigió al instante su lado maternal, esperanzado y tembloroso.

A las dos semanas ya sabía dónde vivía.

Dentro de poco sería el cumpleaños de su hija.

Estaba cansada, por la falta de comida, de sueño, de paz. Necesitaba algún tipo de cierre, algún tipo de acción. Así que lo siguió.

Esperó media hora antes de llamar a la puerta, tratando de darse valor.

Su tipo físico encajaba con el de las desaparecidas, aunque no la edad. Esperaba que eso le diera algún tipo de poder. Algo de tiempo.

-Hola- saludó, cuando abrió la puerta.

Él no contestó. Se quedó mirándola fijamente.

-Soy nueva en el edificio-inventó ella- y…

Se interrumpió porque el hombre había levantado la mano derecha para rascarse la cara.

La tenía bañada en sangre.

Sin pensarlo, le golpeó en la nariz, con el talón de la mano, hacia arriba. Lo suficientemente fuerte para notar el crujido de los huesos de él bajo su piel. Esto le dio tiempo para abrir la puerta del todo y poder introducirse en la residencia.

Le pateó, esperando insultos, esperando que él se levantase y la matase. Pero el hombre estaba acurrucado en el suelo, llorando.

-M… m…m…-decía.

-Cobarde-escupió ella- Dónde están.

Como no obtenía respuesta, se dirigió al interior de la vivienda para averiguarlo ella misma. Y se quedó paralizada.

Todo estaba cubierto por cristales de colores. Las paredes, la mesa, las ventanas. Había móviles en el techo y un retrato de la emperatriz Teodora hecho de cristal. El suelo estaba cubierto de deshechos de cristal, de basura que él había empleado para crear sus obras de arte.

En el centro de la mesa había una gran mesa con pedacitos de cristal y tintes. En la bandeja del centro estaban los cristales que él estaba tiñendo actualmente.

Eran de color rojo.

-Mala-escuchó, entre sollozos, a su espalda.

Se dio la vuelta, lentamente.

-Lo… lo sien…

-Mala. Mala. MALA MALA MALAMALA.

Su voz se había convertido en un aullido desesperado. Ella comprendió, entonces, que debía de tener algún tipo de deficiencia intelectual.

Salió corriendo del edificio.

Al llegar a la calle se apoyó en la pared.

Y soltó el sollozo histérico y horrorizado que le arañaba la garganta.

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