La niña Ofelia tiene un ángel
Ofelia se pasea enarbolando el manojo de plumas negras cual estandarte inflamado en batalla. Corre ahogando sus pasos en el suelo alfombrado de los pasillos, mientras va ofreciendo plumas negras a los sirvientes de la casona. A todos les dice más o menos lo mismo: que hay un ángel que la visita pasando los jardínes, y que quiere mostrárselos. Los criados más antiguos, aquellos que la vieron nacer y llevan sirviendo a su familia por décadas, saben siempre excusarse de la invitación. Que quizás más tarde, que aún hay trabajo, qué tu madre me ha pedido que termine con estas rosas.
Pero la casona es vasta y también sus empleados. Siempre habrá allí alguien- y esto Ofelia lo sabe- que pecará de curioso. Seguramente alguna mucama joven, o el nuevo ayudante de cocina, o algún peón en el establo, demasiado tímido para decir que no; se dejará guiar jalado por los bracitos de la niña, pasando el sauce quemado, dejando atrás las lápidas ajadas del mausoleo familiar y recluyéndose en la oscuridad del bosque.
— Ven, ven a ver a mi ángel, sus plumas son suaves y brillan al sol, sus huesos son blancos y huecos, pues de esa forma puede volar; y si bien es cierto que como dice mi hermano, mi ángel no habla, verás que grazna de la manera más peculiar.
Y entonces el ángel descenderá del cielo, o desde algún árbol nudoso, con las garras de punta, y el pico enfilado con decisión. Las plumas se volverán un tornado de negro, carmesí y gritos ahogados. Y más tarde, cuando el festín se acabe, el ángel agradecerá graznando y la niña Ofelia será obsequiada una nueva pluma que dichosa agregará a su colección que día a día no deja de crecer.
