La tercera silla

Uein
RevistaPLASMA
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4 min readJun 16, 2017

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Salimos casi que a escondidas. El Café Helena en la esquina de Corrientes y Libertad era el lugar al que se acostumbraba ir, si al salir de la terapia una deseaba charlar por un rato más con alguien. Quizás era para decirnos algo que no se pudo decir en la sesión, repetirnos las instrucciones para dejar atrás la pena, o si todo fallaba sufrir en conjunto. ¿Qué te puedo decir a vos Joaquín? Sé que si me vieras, (o si me ves, la verdad es que ya no se que creer) ni me reconocerias. Pensarías que soy una tarada. Una boluda triste con la plata y el tiempo suficiente como para ir a uno de esos grupos yankis de autoayuda. Sé que si seis meses atrás me dijeras que esta sería yo, probablemente me cagaria de risa y te diria que vuelvas a la cama, o que te apures con el ajo para el pesto, o cualquier otra escena de la vida conyugal. Pero hace seis meses estabas vivo, y yo era otra persona.

Así que sí, cuando David me tomó del brazo, casi con pánico en las pupilas, y me arrastró en dirección opuesta, supe que hoy sería la noche.

— ¿Te parece si vamos a tomar algo? — Se atrevió a preguntar.

Asentí y amagué a cruzar la calle, hacía el Helena, para comprobar sus intenciones.

— No. Al café no. Estaba pensando en ir a tomar una cerveza. Algún bar debe haber por acá.

David nunca dejó de susurrar y mirar a ambos lados, como si estuviese a punto de revelarme un secreto terrible y debiese ocultarlo de oídos intrusos. Asentí y caminé para donde su brazo me guiase. Sus brazos no son como los tuyos Joaco, le faltan los tatuajes y la seguridad con la que me zarandeabas por la calle.

Nada de lo que íbamos a hacer estaba prohibido, Joaco, solamente no era recomendado. Lo de la cerveza porque entre la tristeza y el alcoholismo solo hay una par botellas y un puñado de malos días. Y entre nosotros casi todos son malos días. Lo que seguramente vendría más adelante, a lo que apuntábamos, no lo recomendaban porque podría interferir con la dinámica del grupo. Poner en juego el tratamiento de nuestros compañeros. Nada de eso nos importó, ni hace tres meses, cuando todavía te dejaba flores todos los martes, ni aquella noche cuando por primera vez noté que David se había puesto perfume. Lo de aquella noche supondría un paso enorme para ambos. Solo que ninguno de los dos sabía si para adelante o para atrás.

La cerveza estaba tan tibia como la conversación. Algo sobre el grupo, sobre nuestros trabajos incluso charlamos sobre el clima.

— Ya vendrán las lluvias de otoño- atiné a decir remando contra las ganas de salir corriendo del bar a pedirte perdón.

— Me di cuenta. ¿Te gusta la lluvia?

— Me encanta- respondí mientras los recuerdos de momentos compartidos me invadieron con ese filtro hollywoodense del melodrama más barato.

Después me acordé de la esposa de David, del accidente y la noche tormentosa de la que tanto hablaba entre llantos y mocos en su primera semana. Me sentí una bruja Joaco, un insecto. Y entonces te vi.

Viniste caminando hacia nuestra mesa, balanceando tus brazos tatuados con tu estilo despreocupado. Me hablaste con esa sonrisa canchera, me preguntaste si la otra silla estaba ocupada o si te la podías llevar mientras señalabas con la cabeza a la mesa de repleta de pibes al otro lado del bar. Las palabras me se me enredaron en la garganta. David por suerte intervino con un Sí, llevatelá. Y te vi irte arrastrando la silla con esos brazos tatuados y los hombros chuecos. Cuando volví la mirada a David, el pobre había envejecido 10 años. Cuanto más te miraba a vos Joaco, conversando en la mesa de al lado, más parecía hundirse en su sitio. Achicandose, arrugandose. Pidió la cuenta y ninguno de los dos habló hasta llegar a su casa.

Al final terminamos durmiendo en la misma cama. Ninguno de los dos pudo cumplir con el otro. ¿Te acordás Joaco? De esos domingos al mediodía cuando me preguntabas si te querría si el sexo fuese malo. Y de un tirón me traías hacía vos para repetir el juego y volver a preguntarme lo mismo más tarde. A la mañana siguiente rompí el silencio. Me disculpé con David por la noche anterior, por estar tan callada, tan ausente. Así como te cuento esto a vos, le conté lo imposible pero cierto.

— Lo ví. Lo ví a Joaquín ayer en el bar. Nos pidió una silla para poder sentarse con sus amigos. No estoy diciendo que era un chico parecido a él, David. Te estoy diciendo que era la misma persona.

David otra vez se fue achicharrando en su lugar, cada palabra mía parecía ser una estocada. Sin embargo esta vez abrió la boca.

— No pudo ser Joaquín — un susurro seguido de un carraspeo — Porque la que nos pidió la silla era una mujer. Y se veía exactamente como Kiara el día del accidente. El mismo vestido. Los mismos rulos empapados de lluvia.

No lo volví a ver a David en las reuniones. Al poco tiempo me enteré que se había suicidado. Lo encontraron en la ruta, muy cerca del lugar del accidente, con las puertas del auto tan abiertas como sus venas. Yo a las reuniones ya no voy más. Ahora, todos los jueves voy a un nuevo bar, me pido una cerveza tibia y me siento a tomarla a sorbitos. Eso sí, nunca en la barra, siempre en pido mesa y de ser posible, una que tenga tres sillas.

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Uein
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Terrícola que edita una publicación Sci-fi con otros tres terrícolas.