Los enigmas de la belleza: la prisión
Por Andrea Orozco Escárraga
Entre todas las cosas que intuyo con regularidad, hay una que abarca la mayor parte de mis reflexiones, y es esa de que algunas personas tenemos demonios ocultos que nos hacen perder el rumbo con frecuencia , arrinconándonos en la más profunda oscuridad de pensamientos obsesivos y paranoias que irrumpen bruscamente el normal transcurrir de los sucesos.
A mí me suelen ocurrir este tipo de trances. Pues en medio de todo, soy parte de un mundo materialista y consumista, lleno de estereotipos que la sumergen a una en el mar de confusiones en el que se convierte a veces la vida.
Esta es una carta para mí misma que escribí hace un par de años y que quiero compartir, pues seguramente hay muchas mujeres en el mundo como yo, anhelantes de encontrar una inspiración para escapar de sus prisiones espirituales más desconocidas.
Tenía 11 años cuando ingresé a la secundaria. Todo pasó muy rápido. Las cosas comenzaron a cambiar para mí. Mis compañeras de clase y mis amigas de toda la vida llevaban espejos, se aplicaban labiales y sombras. También se depilaban las cejas y casi todo el tiempo se tomaban fotos. Inventaban coreografías de canciones para atraer a los niños más grandes, y nunca dejaban el espejo a un lado. En medio de estos cambios y nuevos descubrimientos, estaba yo.
Mientras ellas empezaban a vivir un cuento de princesas, yo comenzaba la escalada más complicada de mi vida. Ya había cumplido los 12 años cuando me llamaron a la oficina de la maestra que apoyaba los procesos de integración social en mi colegio. Ella me entregó un bastón plegable, y me dijo que todos los alumnos ciegos de la institución recibiríamos clases de orientación y movilidad para aprender a utilizar el bastón de manera adecuada y alcanzar la autonomía. La idea no sonaba mal, pero no podía dejar de preguntarme por qué tenía que ser yo. ¡Si nadie más tenía que usarlo!
Las clases siempre eran en las horas de la tarde. Allí asistíamos mi hermano, mi mejor amiga, otro compañero de colegio y yo. Nos daban clases teóricas sobre el uso del bastón y sus beneficios. Hasta que llegó el día en que salimos a la calle a poner en práctica lo aprendido en el aula.
Mientras caminaba, sentía la mirada de la gente observándome. Creí falsamente en un desprecio que no existía, y convertí al bastón — ese amigo tan leal y silencioso que me prometía liberarme de las cadenas — en mi peor enemigo.
Estuve casi seis atrapada en este círculo vicioso. Mi único boleto de libertad era poder ingresar algún día al centro de rehabilitación para ciegos (Crac). Pero esa ilusión para mí era casi inalcanzable, pues el instituto estaba en la ciudad de Bogotá, y no tenía los recursos económicos suficientes. El costo era demasiado alto.
Lloraba por los estereotipos que nos empujan como sociedad a idealizar a las personas por la estética, y dudaba si eran algo real o si solo existían en mi mente.
Mientras tanto, seguía atrapada en mis complejos. Decidí guardar el bastón y solo utilizarlo para lo que yo consideraba “momentos urgentes”. Me volví totalmente dependiente de mis amigas y sus novios. Empecé a sentir miedo de lo desconocido y a buscar culpables de frustraciones que inventé para darle más fuerza a la vanidad de la juventud.
Me preguntaba una y otra vez por qué si todas hablaban de noviazgos, revistas, y maquillaje, yo no podía hacer lo mismo. En realidad, no era que no pudiera hacerlo; sencillamente, me había quedado atrapada entre los barrotes de mis ideales equivocados, y había olvidado que mi esencia aventurera estaba en ese bastón que permanecía apoyado en una mesa de madera, esperando a que yo misma decidiera liberarme de la cárcel que había construido.
Llegué a mi primera clase de movilidad y los monstruos comenzaron a proyectarse en mi mente como una película de terror. La instructora me explicaba el recorrido que debía realizar para crearme un mapa mental de la ciudad de Armenia. Yo escuchaba con atención, pero la ansiedad y los nervios me estaban consumiendo.
Caminé lentamente hacia la puerta y bajé las escaleras que conducían hacia la parte posterior de la biblioteca. A mi izquierda estaba la calle 20, a mi derecha la calle 19, y frente a mí, la carrera 13 por la que debía cruzar para llegar en sentido occidental hacia la carrera 14, para tomar como referente el sur hasta llegar al parque Cafetero. Pero ni siquiera pude llegar hasta la peatonal de la carrera 14, otra vez la vanidad me había ganado la batalla. Solté el bastón y me senté a llorar en un andén frío y solitario. Lloré como nunca. Lloraba por los estereotipos que nos empujan como sociedad a idealizar a las personas por la estética, y dudaba si eran algo real o si solo existían en mi mente.
Había olvidado que mi esencia aventurera estaba en ese bastón que permanecía apoyado en una mesa de madera, esperando a que yo misma decidiera liberarme de la cárcel que había construido.
Media hora después, la instructora me llevó al consultorio del psicólogo de cabecera de la institución. No podré mirarme a un espejo, pero sé que las lágrimas en un rostro desconsolado son la muestra fiel de la fealdad de la que siempre quise escapar.
Fueron seis meses de lucha constante, recorriendo un camino arduo, pero que al final tuvo su recompensa. Las calles de Armenia fueron testigos de mis nervios, de aquellos miedos que me hacían flaquear. Estuve a punto de renunciar muchas veces, pero poco a poco recuperé la valentía que me caracterizó siempre y la esencia liberal y temeraria que me hacía auténtica. Dejé atrás un fantasma que por mucho tiempo me robó las alas.
Después de todo, era completamente libre. Las ataduras de mi yo interior desaparecieron para siempre. Y regresó la mujer con alas de águila.
Sobre la autora
Andrea Orozco Escárraga es comunicadora social y periodista especializada en el medio audiovisual. Ha ganado varios premios de periodismo nacional universitario a mejor crónica radial y mejor cortometraje. Adrea es reportera en programas de radio orientados a la equiedad de género y la inclusión de personas con discapacidad, y directora de dos cortometrajes y un documental premiados en diversos festivales del medio a nivel nacional.
Además, es deportista de alto rendimiento en judo, y múltiple medallista nacional -en Colombia- en esta disciplina.