Capítulo 1

Saga Inmortal
SAGA INMORTAL
17 min readMar 17, 2020

--

Cuando me despierto, el sol ya ha empezado a colarse por el hueco de la pared que hay sobre mi cama. El pequeño rayo de luz, inmerso en diminutas motas de polvo flotantes consigue iluminar toda la habitación. Es uno de los retazos del pasado que me recuerda cada día lo cerca que estuvimos de la extinción. Supongo que por eso nunca lo he arreglado.

Me incorporo y miro a la cama de al lado; está vacía, con las sabanas tiradas por el suelo y la cabecera doblada y apoyada contra la pared. Mi hermana pequeña, Lynn, siempre duerme acurrucada en la esquina, con las rodillas flexionadas y la cara cubierta con los brazos. Es su manera de sentirse más segura. Al lado de la mesilla hay un reloj de cuco que ya no funciona, así que ahora lo utilizamos de perchero, pero la ropa de Lynn ya no está. Le gusta madrugar para llegar la primera al puesto de primeros auxilios. Nunca estudió nada que estuviese relacionado con la medicina, pero se le da bastante bien, o eso me han dicho.

En el pasillo, la puerta de la habitación de nuestra madre está cerrada. Aún conserva el marco que le regalamos cuando todo era normal, la única diferencia es que decidió cambiar nuestra bonita foto familiar por la figura de una mujer a la que rezar todas las noches; para sentirse más segura. Tuvimos la suerte de conservar nuestra casa, pero a la que fuimos perdiendo poco a poco fue a nuestra madre.

Me bajo de la cama y un escalofrío me recorre todo el cuerpo, no porque el suelo esté frio, si no por las astillas de la madera. Me pongo el conjunto bien doblado que hay sobre la cómoda; pantalones grises y una camiseta blanca, ancha y desgastada. Las botas están destrozadas y manchadas de barro, pero todavía cumplen su función: protegerme de las bajas temperaturas. No me olvido de la bolsa de tela que hay colgada del pomo de la puerta con indispensables: guantes para la cosecha, una botella de agua vacía y, por si me entra hambre a media mañana, las sobras de la cena de la noche anterior envueltas en una servilleta de papel.

La vida en V15 es bastante sencilla, como un disco de vinilo que no deja de dar vueltas reproduciendo siempre las mismas canciones; trabajar-sobrevivir-rezar. Miles de mujeres con sus monos de trabajo ajustados salen al bosque en busca de retales del pasado con los que intentar sobrevivir. Si tienes mucha suerte, puedes dedicarte a la administración o a la enseñanza. El trabajo de las curanderas es el más frustrante; pacientes que mueren por heridas infectadas o por enfermedades que ya creíamos erradicadas. Las valquirias son las guardianas y protectoras de las ciudades, ellas se encargan de mantener el orden y de defendernos de las amenazas exteriores. Son bastante duras, las entrenaron para ello, el problema es que como las amenazas escasean, su misión principal es molestarnos.

En la mesa de la cocina hay dos platos vacíos y un tercero con diminutas pelotas marrones flotando sobre un caldo espeso. La firma Aunt Molly fue una de las pocas empresas de comida enlatada que sobrevivió a la guerra. Sus ingredientes: trigo, plátano, miel, garbanzos y frijoles rojos. Es la comida del fin del mundo, o al menos eso decían los monjes tibetanos. Clavo la cuchara en este potingue insípido y juego con ella varias veces antes de llevármela a la boca. Se supone que cuando llevas tantos años comiendo la misma porquería, al final te acostumbras; no es mi caso. Cuatro cucharadas después, doy por terminado el manjar y decido ponerme en marcha.

Antes de salir agarro la chaqueta vieja marrón que hay sobre el perchero de la entrada. Era de mi padre, pero supongo que no le importará que la coja prestada. Durante la guerra, nuestro enemigo principal no fueron los hombres que arrasaron con nuestras viviendas, ni las bombas que inutilizaron nuestros terrenos fértiles, ni si quiera aquellos tanques metalizados que acabaron con la electricidad y nos devolvieron al pasado, no. Nuestro verdadero enemigo fue La Gran Reforma y sus estúpidas leyes separatistas que acabaron con la normalidad de las cosas.

Tenía 14 años cuando vi a mi padre y a mi hermano mayor, Ty, montarse en ese autobús naranja, viejo y con las ventanas cubiertas de barro. No pude despedirme mientras se alejaba porque era imposible ver lo que había en el interior, no eran más que un puñado de sombras agitando sus brazos en la penumbra. Miré a mi madre, estaba en cuclillas, con la cara apoyada sobre la de Lynn, los ojos llorosos y la nariz mocosa. Me acerqué para sentir el calor de aquel reconfortante abrazo, y solo recuerdo un leve pensamiento en mi cabeza: «Tranquilas, volverán».

Nunca volvieron.

El aire cortante me frena en seco cuando salgo de casa; el frío se desliza por cada centímetro de mi cuerpo y un robusto escalofrío me sacude con fuerza. Así es el frío de Venia, directo, porque ya no hay edificios ni enormes hoteles que consigan frenarlo, así que lo salvaguardamos nosotras en nuestra piel.

Todas las casas están conectadas por un camino de tierra bien definido. La nuestra está cerca de la plaza, que es donde nos entregan el material para trabajar. V15 está rodeada por una enorme pared de piedra difícil de escalar y protegida veintitrés horas al día por vigilantes armadas. El problema no es que nos escapemos, fuera no hay nada, sino que alguien se cuele en la ciudad y atente contra la paz que nos rodea.

En cuanto llego a la fuente que antes rebosaba agua, la valquiria encargada de mi zona me entrega un pico, una pala y unas tijeras de podar. Me da una bolsa de abono y un empujón en la dirección donde se encuentra mi puesto de trabajo. Me adentro en el bosque, que antes estaba rodeado de árboles increíblemente altos, ahora solo hay troncos con poco más de quince centímetros de altura. Y aun así, la niebla sigue dificultando su tránsito.

Las zonas de trabajo están delimitadas por pequeñas vallas de madera que indican el espacio que tenemos para labrar. La mía está al lado de la pared de piedra y pegada a la de mi madre, quien, a juzgar por su montón de tierra, debe llevar aquí varías horas. La observo levantar la cabeza para mirarme, pero enseguida la agacha y sigue con su hazaña. Lleva el pelo recogido y sucio, y el mismo vestido azul largo de todos los días. Nuestros encuentros no conllevan mucho entusiasmo, fue otro de los efectos colaterales de La Gran Reforma: distanciar a las personas. Pasamos de ser inseparables, a no tener más remedio que dirigirnos la palabra. Es una forma de soltar la hostilidad y el odio acumulados; lo pagas con los más cercanos. Y es que, si hay algo peor que despertarte un día sin tu hermano y sin tu padre, es hacerlo sin tu hijo y tu marido.

Antes de clavar el pico sobre la tierra negruzca, saco del bolsillo de la chaqueta una mascarilla de papel casera y me la coloco alrededor de la nariz y la boca. Puede que sea una estupidez, pero me ayuda a sentirme más segura. El suelo quedó inutilizado tras la guerra, y ahora expulsa gases tóxicos porque bajo la superficie hay montones de sustancias radioactivas acumuladas que impiden que crezca cualquier alimento. Así que nuestra misión es bastante sencilla: quitar la tierra mala y sustituirla por abono en buen estado, pero poco efectiva, porque no funciona.

Recuerdo que un año, en primavera, vi el rabillo verde de una tomatera crecer unos cinco centímetros, pero a los dos días se volvió marrón y se marchitó. No fue una decepción, porque aquí las decepciones hace tiempo que pasaron a un segundo plano. Fue un signo de esperanza, algo a lo que aferrarme para darle sentido a mi nueva vida.

Hundo la pala en la tierra reblandecida y la saco con fuerza, cargada de residuos. Un olor fétido se cuela por mis fosas nasales y es tan desagradable, que me obliga a retroceder. A medida que transcurre la mañana, el hedor se vuelve más soportable, y la tierra se va acumulando en un montón en la esquina, al otro lado de la valla de madera. Mi madre termina su hazaña antes de que yo alcance la mitad de mi terreno, se quita los guantes, se sacude y se suelta el pelo, y se pone de rodillas, a rezar.

La tierra dará su fruto, pues la Diosa, nuestra Diosa, nos bendice.

Le da unas sacudidas al vestido por la zona de las rodillas, y se va. Casi todas las mujeres de las cosechas han terminado, así que me quedo sola, rodeada de despojos venenosos y esperando a que ocurra un milagro.

Una vez me encontré una revista enterrada, con los bordes quemados y manchada de tierra. Tenía las letras casi ilegibles, pero aún conservaba la perfecta sonrisa de una mujer anunciando un nuevo dentífrico para mantener tus encías sanas. Esa mujer estaba contenta, a lo mejor no le gustaba su trabajo, pero era feliz porque tenía los dientes blancos y limpios. La simpleza que entonces tenían las cosas también ha pasado a un segundo plano.

Antes de que el sol se pose sobre mi espalda, aprovecho que la valquiria que vigila mi zona se ha perdido entre la niebla para descansar. Dejo la pala y el pico clavados en la tierra y me tumbo fuera, con la espalda apoyada en la robusta pared de piedra. Me quito la mascarilla para beber las últimas gotas de agua de mi botella y cierro los ojos. Me imagino a mi padre, con sus gafas de pasta negra, el pelo descuidado y una barba de tres días, un aspecto muy típico de escritor. Se pasaba los días encerrado en su despacho, escribiendo. Era su zona privada, pero yo siempre conseguía colarme y sacarle alguna sonrisa. Y ahí está, puedo sentirla, las comisuras de sus labios apuntando hacia arriba mientras me coge en peso y me acurruca bajo su regazo.

Vuelvo a la realidad cuando una diminuta piedra impacta contra mi frente, me cubro la cara y abro los ojos. Es Clarence, con el estúpido tirachinas de tela que encontró la semana pasada en una de sus excavaciones. Dispara de nuevo, pero esta vez impacta en la pared.

— Se acabó el descanso, Bowen — dice en un tono raro, como si estuviese imitando la voz de alguien.

Clarence se convirtió en mi vecina cuando se aprobó La Gran Reforma. Vivía en Kansas, ahora zona de hombres, con su hermana y su tía. Nuestro incondicional odio hacia el nuevo sistema fue lo que afianzó nuestra amistad, así que, desde hace diez años, vamos juntas a todas partes. Me gusta estar con ella porque siento que puedo ser yo misma, además, siempre consigue sacarme alguna sonrisa.

— Mira lo que he encontrado.

Clarence lleva un bolso de tela colgado del hombro como el mío, y después de rebuscar en su interior, saca lo que parece un peluche con forma de serpiente. Tiene un aspecto lamentable, con la tela manchada de carbón y con uno de los ojos colgando de un hilo. Las manos de Clarence también están destrozadas, con diminutos arañazos y los recovecos de las uñas cubiertos de hulla. Ella trabaja en las minas, que en realidad son restos de edificios que fueron derrumbados durante la guerra, buscando materias primas y objetos que puedan serles útiles a la sociedad.

— He conocido valquirias más víboras que esa serpiente — digo.

— Primero un tirachinas y ahora esto. Creo que hemos dado con una tienda de juguetes.

— ¿Y cómo has conseguido sacarlo? — pregunto, extrañada.

— Cada vez estamos a mayor profundidad, y el oxígeno escasea — se le escapa una pequeña sonrisa, algo forzada, pero real — . Y es una putada porque de un momento a otro podemos morir, pero también tiene su lado positivo y es que las vigilantes no se acercan a la cueva, así que podemos hacer lo que queramos.

Siempre he pensado que cuando bromea con las cosas serias, en realidad es su forma de evadirse de la realidad. Una realidad que yo intento ignorar, pero que cada vez me resulta más difícil.

Observo a Clarence quitarse el casco y dejar volar su pelo de color caoba y de hondas imperfectas. Se parece mucho a su hermana porque las dos tienen el mismo color verdoso de ojos y la nariz picuda. Aún lleva la marca de las gafas protectoras alrededor de las cejas y sobre los pómulos.

— Te he traído otra cosa, Lana

Ese es mi nombre, Lana, la mujer luminosa, la hija del sol que surgirá de las llamas. Mi padre quiso buscarle un significado especial a un nombre tan simple, pero la realidad es que no hay ninguna historia escondida detrás de él. Lo decidió mi abuela, una tarde de invierno frente a la chimenea, mientras la nieve se posaba sobre la repisa de su ventana y se acumulaba como un manto blanco que le recordaba al pelo de las ovejas.

Clarence vuelve a hurgar en su delicado bolso de tela y saca una bolsa más pequeña, transparente y llena de diminutos granos marrones. Son semillas, semillas de verdad, no como las que nos entregan las vigilantes. Es café, el olor tan fuerte que desprenden lo deja bastante claro.

— ¿De dónde las has…?

No necesito terminar la pregunta. La hermana de Clarence pertenece al equipo de expedición. Ellas pueden atravesar el gran portón y visitar el otro lado del muro, la zona central, para saquear y abastecerse de aquellas tiendas y centros comerciales abandonados que se conservaron intactos después de la guerra. En realidad, no es un trabajo fácil porque no deja de ser un terreno olvidado y rodeado por dos mitades que se odian; por no hablar de los lobos, que creíamos extinguidos pero que algunas noches se les escucha aullar en todo el estado.

Miro a Clarence, su expresión ha cambiado y ahora tiene los ojos entrecerrados, como si estuviese mirando algo que no logra ver con claridad. Está a mi espalda, justo a mi derecha, en el muro de piedra. Entonces levanta la mano y lo señala con el dedo.

— En la esquina superior derecha — hace una pausa hasta que me incorporo para verlo — . Una grieta.

Se queda ahí pasmada, con la mirada atónita y la expresión desencajada. No me extraña. El sistema de defensa de V15 es el pilar de Venia. Somos el estado que delimita con el muro y, por lo tanto, la seguridad es lo que prima en nuestras filas.

Me aseguro de que no hay ninguna valquiria a nuestro alrededor para acercarme a tocarlo; tiene forma cuadrada, imperfecta, con una brecha lo bastante profunda como para que me quepan las yemas de los dedos. Hago un poco de fuerza flexionando los dedos y la piedra se mueve. Me doy la vuelta, asustada; el corazón empieza a latirme con fuerza porque ni si quiera yo estoy segura de lo que está a punto de ocurrir.

— Yo vigilo — dice Clarence.

El bloque se separa de la pared con un poco de fuerza y cae sobre mis manos, pero pesa demasiado, así que lo dejo caer contra el suelo. Un pequeño rayo de sol se cuela por el hueco y consigue iluminar la cara de estupor de Clarence, que corre hasta mi posición para asomarse por la nueva ventana.

Al otro lado no hay nada, o al menos, nada destacable; un camino de tierra vacío y lo que parecen los restos de un rio seco. A lo lejos se observa una carretera con algunos coches colisionados y mal aparcados sobre el arcén. La vegetación también es escasa, a pesar de que es un terreno virgen en lo referente a explosiones y radioactividad.

Clarence y yo nos miramos sin decir nada, y no hace falta. Nos damos cuenta en seguida de la gravedad y seriedad del asunto. Da igual si el río del otro lado está seco, o si los coches tienen los parabrisas destrozados, esto es más serio que eso. El agujero no está aquí por casualidad, alguien lo ha hecho, pero ¿para qué?

Podríamos escapar, no está lo suficientemente alto como para no poder escalarlo. Además, es lo bastante ancho para que podamos atravesarlo. Empezaríamos una vida nueva, seríamos las presidentas de los estados olvidados. Miles de hectáreas desaprovechadas porque la ley dictó que esos terrenos no serían para nadie, no son más que la brecha que mantiene el fundamento de Los Estados Separados de América.

Nos agachamos a la vez y, juntas, levantamos el pedrusco y lo colocamos en su sitio. La grieta es ahora más llamativa, lo que me lleva a pensar que es la primera vez que alguien mueve el bloque, sin embargo, si ha pasado desapercibido todo este tiempo, no creo que nadie se dé cuenta.

Después de eso suena la campana de la plaza y mi corazón se vuelve a acelerar; no me lo esperaba. La vigilante de las cosechas regresa a su posición y nosotras nos retiramos. Es la hora del descanso, para comer, y así poder seguir trabajando cuando el sol empiece a ponerse. Pero el barracón de Clarence no es el mismo que el mío, así que a mitad de camino nos separamos, sin habernos dirigido la palabra, es posible que ella también estuviese asustada. Un agujero en la estructura más segura del país no es la cosa más reconfortante a la que enfrentarte con el estómago vacío.

El Quebrantahuesos es el comedor de las que trabajamos en el bosque; lo que incluye a las mujeres de las cosechas y a las que se encargan de buscar piedras preciosas por los alrededores que tienen mucho valor en otros estados. El menú de hoy es ciervo, un plato bastante inusual teniendo en cuenta que la mayoría de los animales están muertos o son venenosos por la cantidad de rads que albergan en su sistema circulatorio, pero parece que el equipo de expedición está de suerte hoy. Hinco el diente en el muslo hasta dar con el hueso. Es carne, mal cocinada, pero es carne de verdad, un escaso lujo que no nos podemos permitir todos los días.

Lynn aparece con su bandeja y se sienta en mi mesa, justo en frente. Una trenza dorada le cuelga del hombro derecho, de simetría perfecta y recogida con su propio pelo. Sonríe cuando me ve y hace una pequeña reverencia con la cabeza. Este no es su barracón, pero las del puesto de primeros auxilios pueden comer donde quieran. Antes de llevarse el primer trozo de carne a la boca, cruza las manos y se pone a rezar en voz baja:

Bendice estos alimentos que estamos a punto de tomar porque sin tu amor, no somos más que fieles indignas que morirán de inanición si no cumplimos con tu palabra.

— Venus es gloria, Venus es poder.

— … Venus es libertad — me atrevo a interrumpir sus palabras, es la única forma de entablar una conversación con ella.

— ¿Qué tal en las cosechas? — pregunta.

— Bien, lo de siempre, pero Clarence ha venido a verme y mira lo que me ha traído — hago una pausa mientras saco la bolsa de semillas — . ¡Es café! ¿No es increíble? Imagina si consiguiésemos una planta de café — digo con una expresión de alegría.

Pero por su escueta sonrisa, deduzco que no le ha hecho tanta ilusión como a mí, así que decido dejar las semillas para otro momento y cambiar de tema.

— ¿Qué tal en el puesto de salvamento?

— Pues verás — dice mientras ladea con sus finos dedos un hueso puntiagudo — . He descubierto la palabra más espantosa del mundo.

— ¿Y cuál es? — pregunto, extrañada.

— Amputación.

— Espero que se mejore — digo mientras le acaricio el brazo.

— Ahora está en un lugar mejor — contesta sin ni si quiera levantar la mirada.

La trivialidad con la que Lynn piensa desde que sucumbió a La Gran Reforma me asusta. Pero es la realidad, hace tiempo que dejó de ser la niña de rizos brillantes a la que le asustaban las noches de relámpagos para convertirse en toda una mujer que trabaja rodeada de desgracias y sangre, lo que pasa es que yo no me he querido dar cuenta. ¿Quién querría?

Cuando el sol empieza a caer, volvemos al trabajo. Clavo la pala, saco residuos, lanzo residuos; clavo la pala, saco residuos, lanzo residuos. El cliché, esta tarde, se ve interrumpido por la incertidumbre del hueco de la pared que no puedo dejar de mirar. La curiosidad se apodera de mí e imagino las miles de historias que rodean al misterioso bloque de piedra; una bonita aventura de amor entre una mujer de Venia y un hombre de los olvidados; un plan masivo de fuga; o puede que no sea más que una estratagema de las valquirias, para despertar nuestra tentación y que tengan un motivo para castigarnos. Lo único cierto es que es imposible que nadie más se haya dado cuenta.

Lo que viene después de quitar los residuos, es añadir tierra nueva. Hace unos años, descubrieron unos terrenos fértiles en V30 que no habían sido inutilizados por la guerra, y desde entonces, se convirtieron en la principal fuente que abastecería al resto de estados, a un precio muy elevado, sin duda.

Termino de aplanar la superficie del nuevo pavimento y clavo la pala una vez más para abrir los huecos donde depositar las semillas; tres de tomate y una de café.

La noche llega antes de lo previsto, el sol se esconde cuando estoy quitando los residuos del último cuadrante. El resto de las mujeres de las cosechas ya se ha ido y vuelvo a estar a solas; yo, los gases tóxicos, la serpiente de Clarence y el hueco mal tapado de la pared, que ya se ha convertido en algo importante en mi vida.

Podría escapar, huir a los terrenos fronterizos y comenzar una revolución. Buscaría cobijo entre los olvidados e idearía un plan para acabar de una vez por todas con La Gran Reforma. Lana sería historia, me convertiría en la mujer que surge de las llamas que tanto ansiaba mi padre y salvaría al mundo de su propia devastación. No necesito un ejército; con una pistola y dos balas bastaría. Sólo hay que saber a quién disparar, y yo hace diez años que lo tengo bastante claro.

Cuando terminó la guerra y nos separaron, hubo un grupo de personas que logró escapar a la periferia, a la zona neutral que no es controlada por ninguno de los dos gobiernos y se agruparon en las montañas para empezar una nueva vida. Los llamamos los olvidados, pero en realidad son héroes que se sublevaron a las nuevas leyes y, en principio, salieron victoriosos. Ellos son el último ápice de esperanza para salvar lo que queda de humanidad, pero, por desgracia, no es una misión con fecha de caducidad a corto plazo.

A las diez es el cambio de guardia. Suena la campana de la plaza y el muro se queda desprotegido durante más o menos una hora. Si lo piensas, es suficiente tiempo para abrir una grieta en la pared sin que nadie se dé cuenta.

Localizo a Maggie, la vigilante del perímetro norte, en la distancia. Ha dejado su arco y su carcaj apoyados en el muro, pero antes de retirarse, se da la vuelta y se despide de mí con una sonrisa y un breve aleteo de muñeca. Se ha convertido en una tradición quedarme a trabajar hasta tan tarde, y como estamos a solas, no necesita actuar con hostilidad.

Escucho un ruido, como el de alguien aplastando un puñado de hojas secas con la suela de sus botas. Miro a mi alrededor, desconcertada, por si Clarence ha decidido hacer una de sus visitas nocturnas para asustarme, pero la niebla empieza a ser más espesa de nuevo y me impide ver más allá de mi posición. La temperatura también ha caído unos cuantos grados desde que el sol se metió y el silencio es abrumador. Parece la típica escena de película de terror que siempre empieza igual; con una chica sola, en el bosque, que es sorprendida por su asesino en el momento más inesperado. El final también es bastante predecible.

El crujido se repite, y esta vez consigue ponerme nerviosa porque no suena tan lejos como antes.

— ¿Quién anda ahí?

Un lobo, una valquiria que me está apuntando con el arco porque se piensa que soy una desconocida, un monstruo; mi cerebro intenta jugarme una mala pasada, pero lo mejor es no perder la calma, así que agarro el pico y la pala con fuerza y los levanto rápidamente en caso de que ocurra un giro inesperado.

— ¡Ayuda! Necesito tu ayuda — su voz: ronca y taciturna.

Me quedo paralizada; los músculos no me responden y me cuesta respirar. Mi corazón, en cambio, se acelera y siento un fuerte zumbido dentro de la cabeza que consigue embotarme el cerebro. Todo habría sido más fácil si se tratase de una broma de Clarence, aparecería con su estúpido tirachinas de la nada y fallaría en un intento de darme con alguna piedrecita del suelo. Pero no, no es una mujer la que habla desde el otro lado del muro.

Es un hombre.

Sígueme para estar al día de los próximos capítulos

--

--

Saga Inmortal
SAGA INMORTAL

Primer libro de la futura saga inmortal. Compartid para recibir opiniones.