Capítulo 2

Saga Inmortal
SAGA INMORTAL
14 min readMar 18, 2020

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Solía esconderme en el armario del desván cuando las cosas no iban bien. La última vez fue durante el reclutamiento de La Gran Reforma, cuando vinieron a por mi padre y mi hermano Ty. El autobús se detuvo delante de nuestra casa y la calle se llenó de militares en cuestión de segundos. Algo no iba bien, pero aquellos abrigos de terciopelo me ayudaban a sentirme más segura.

Me gustaría huir a ese armario ahora. Mis piernas vacilan, tambaleándose hacia delante y hacia atrás, sin rumbo fijo, y yo, intento no perder el equilibrio. ¿Qué hago? Me falta el aire, como si una fuerza invisible estuviese apretándome el pecho y no me dejase respirar. Intento soltar un grito ahogado, pero tampoco es posible.

Tiene que ser un sueño, esto no puede estar pasando. A lo mejor me he quedado dormida, frente a la niebla y mi cabeza está jugándome una mala pasada. ¡Eso es! La congoja desaparecerá cuando abra los ojos y vuelva a la realidad. Sonrío, por inercia, porque he conseguido convencerme a mi misma de que nada de esto es real. Un hombre a las afueras de V15 no es algo que se vea todos los días, porque rápidamente sería ejecutado, pero éste no, este ha gritado pidiendo auxilio. Debe ser un sueño.

— Ayúdame, por favor — dice casi susurrando — . Llevo una semana sin comer.

Me cuesta tragar saliva, y no es porque lleve más de diez años sin escuchar la voz de un hombre, sino porque es auténtica. No son imaginaciones mías, nada de esto lo es. Así que mi cabeza decide regresar a aquel reconfortante armario empotrado en la pared del desván.

Entonces pienso en el trozo de pan que guardo en mi bolsa de tela, y en el bloque de piedra móvil. Puede que sea una mala idea, pero no se me ocurre nada mejor. Será como alimentar al oso del zoo; un movimiento en falso y todo puede salir mal. ¿Por qué hoy? ¿Por qué justo el día que descubrimos que hay una grieta en el muro? Mi cabeza se satura de preguntas sin respuesta, ni si quiera soy capaz de pensar en las consecuencias de estar aquí y no informar a nadie de que hay un hombre ahí fuera.

— Mi nombre es Kevin, escapé de Nebraska hace tres años y llevo vagando por estas tierras durante meses. ¡Necesito tu ayuda! — suena más desesperado que antes. Además, se dirige hacia mí, en singular, como si supiese que soy la única que puede escucharlo, como si llevase meses tramando este fortuito plan.

Intenta llevarlo al terreno personal, para que sea más difícil ignorarlo. Si está jugando al juego de confundirme, va por el buen camino. Lo importante es que él no se dé cuenta, al fin y al cabo, no puede verme, ¿o sí? ¿Cuánto tiempo lleva ahí? ¿Acaso es consciente de que hay un agujero en la pared por el que podría colarse?

— Sé que estás ahí, Lana. Te escucho respirar, además, sé que todas las noches trabajas hasta tarde — hace una pausa breve pero que parece durar una eternidad — . Te he estado observando.

Giro inesperado.

Y de repente, puedo sentirla, su mirada desde el otro lado del muro examinando cada detalle de mi cuerpo desnudo y desprotegido de sus ojos ociosos. Cada gesto, cada comentario, cada plan fantástico con Clarence para escapar de esta tiranía. Y entonces deja de ser el desamparado que ha llamado a mi puerta suplicando por unas migajas de pan, para convertirse en el manipulador que lo tiene todo bajo control.

El nuevo Kevin es un espía, lleva semanas analizando y escuchando cada uno de mis movimientos y ahora está dentro de mi cabeza, me conoce mejor que yo misma. No ha necesitado verme y ahora es imposible ignorar su presencia.

— Puedo traerte algo de comida — mi voz: inquieta y débil. Es lo primero que se me ha ocurrido, para poder respirar, para poder huir de aquel muro y volver a casa, irrumpir en la habitación de mi madre y esconderme bajo su regazo.

Soy como esa oveja tonta e indefensa que habla con el extrovertido león antes de ser devorada.

El hecho de que no conteste es más inquietante aún, así que me dirijo al Quebrantahuesos con la misma prisa con la que la oveja huiría del león. Hay dos candelabros apagados en la entrada, lo que significa que está cerrado, sin embargo, la puerta está abierta y suelta un pequeño chirrido cuando la empujo. Un collar de velas encendidas cuelga sobre la mesa central y desdibuja sombras deformes en las paredes del comedor.

— Jane — digo en voz baja — . ¡Jane!

Me muevo entre las mesas del comedor mientras escucho un estrépito que viene de la cocina, los murmullos de una mujer y varios golpes en seco.

— Jane — insisto, una vez más.

— ¿Quién anda ahí? ¡Estoy armada! — exclama — . El barracón está cerrado, un paso en falso y te convertiré en la carne del asado de mañana.

Aparezco bajo el marco de la puerta con las manos en alto, como si ella fuese una valquiria y yo su fugitiva. Su arma es un cuchillo afilado con manchas de sangre talladas en la empuñadura, pero lo que de verdad me aterra es su rostro apagado e inmerso en una fría oscuridad. Sus ojos brillan a la luz de las llamas, pero no tanto como su diente dorado que me muestra en un intento de atemorizarme aún más. Tiene el pelo estropeado y gris, con ondas apagadas y difusas. Lleva un vestido de color carmín que también está manchado de sangre.

— Ah… Eres tú — dice con desprecio.

No esperaba que recordase mi cara. Una vez, un grupo de tres ardillas se colaron a través del muro hasta las cosechas y conseguí cazarlas. Las traje al Quebrantahuesos para hacer un trueque, dos botellas de agua en buen estado y un trozo de queso que no olía demasiado mal.

Me vuelve a dar la espalda y sigue cortando lo que parecen los restos del animal que abastecerá el gran comedor en la comida de mañana. Diminutas astillas de huesos y algunos despojos de vísceras vuelan por toda la cocina con cada uno de sus movimientos, pero a ella no parece importarle.

— ¿Qué quieres? — continúa en un tono no muy amigable.

— Un trozo de carne y queso — digo, sin rodeos.

— ¿Estás sonámbula o simplemente eres estúpida, niña? — escupe cada una de las palabras como si llevasen meses deseando salir de su boca.

— Semillas de café.

— ¿Qué?

Saco la bolsita transparente del bolsillo de la camisa y la exhibo frente a su rostro, a pocos metros. La veo olfatear los diminutos granos de café, y sonríe. Es una sonrisa siniestra, pero verdadera, además, los ojos le brillan con fuerza, a pesar de que no hay ninguna vela apuntándole a la cara; está interesada.

— Seis semillas por esas dos cosas… ¡Diez! Si no haces preguntas.

— Hecho.

Me prepara una segunda bolsa de tela que me cuelgo del hombro: un triángulo de queso curado y lo que parece el riñón del ciervo de esta mañana. Ni si quiera le pregunto si está cocinado, ya que, a estas alturas, la carne cruda no es uno de nuestros principales problemas.

— Nunca has estado aquí — me advierte antes de salir por la puerta.

Trueque finalizado con éxito. Regreso al bosque, pero antes de llegar a la zona de las cosechas me detengo en seco. Podría no volver. Podría hacer como si nada de esto hubiese pasado e irme a mi casa con una buena cena porque ¿Quién es Kevin? Un traidor de los olvidados, un cabrón armado o un simple y hambriento inocente. ¿Y si no está solo? ¿Y si al otro lado hay un ejército esperando a que bajemos la guardia para colarse entre nuestras filas? Sería el fin de Venia, el fin de las mujeres, y todo porque Lana se ha empeñado en alimentar al perro famélico.

Me quedo mirando al muro, una estructura frágil, pero eficaz. Al principio me pareció una estupidez; encerrar a un estado entero tras un enorme dique de piedra con un único portón para escapar. Nos estábamos condenando, sería tan fácil como cuando le prendes fuego a un hormiguero para deshacerte de sus anfitrionas. Pero después de la guerra empezaron los ataques: rebeldes, hombres y algunos lobos salvajes que atentaron contra nuestra seguridad, así que el muro se construyó para mantenerlos a raya, y hasta entonces, lo ha conseguido.

Cuando por fin consigo reanudar la marcha, no tardo en volver a detenerme, y me quedo en silencio, oculta entre la niebla y la valquiria de media noche, que ya está con el arco en la espalda rondando por la zona de las cosechas. Cambio de plantes. Ya no se trata de Kevin, sino de salvar mi propia vida. Si me ve rondando por el bosque a estas horas, o peor, si escucha un ruido raro, no dudará en disparar. Me tiro al suelo; está frío y húmedo, como arcilla sobre la que se hunden mis manos con cada paso. No me pongo en pie hasta estar próxima a la casa más cercana.

A pocos metros del Quebrantahuesos agudizo la marcha. Me oculto tras los cimientos de las viviendas cada vez que cruzo una calle al descubierto. La ciudad entera está plagada de vigilantes armadas y hay toque de queda para aquellos que no trabajan en las minas. Ya casi estoy en la plaza. Atravieso dos callejones más y en el segundo me quedo agachada detrás de unas cajas de madera. Un grupo de cuatro valquirias, con antorchas y lanzas en mano, inspeccionan los alrededores de la fuente. Saben que algo no va bien. Les pierdo el rastro en seguida, y el fuego de sus antorchas se pierde en la distancia. Cuando me pongo en pie para reanudar la marcha, alguien me agarra bruscamente por la espalda, me tapa la boca con la mano y me vuelve a empujar tras las cajas.

— No grites — dice.

Intento soltarme; pataleo, muevo los brazos con fuerza e intento chillar, pero es inútil, tiene demasiada fuerza.

— No grites, por favor.

No necesito darme la vuelta para ver de quien se trata, es la voz de un hombre, es la voz de Kevin. Sus manos huelen a tierra y eso me impide respirar mientras me tapa la boca para que no grite.

— Si me prometes que no gritarás, te suelto ¿vale?

Asiento con la cabeza.

Se separa de mí poco a poco y se lleva un dedo a los labios para dejarme claro que no quiere que haga ruido. Su aspecto: desaliñado, con la camiseta rasgada y el pelo alborotado. Lleva un mono gris, como los de la fábrica, una barba de más de tres días y un gran y profundo arañazo en la mejilla derecha. Lo que más destaca de su figura es una luz parpadeante roja que emite un dispositivo que lleva alrededor de la cintura. Me quedo embobada mirando aquella extraña luz y sus oscilaciones imperfectas. Puede que sea el primer dispositivo electrónico que veo en años.

— ¿Conoces un lugar seguro?

Miro a mi alrededor, confusa. Las antorchas de las calles principales ya están apagadas, eso nos dará ventaja para buscar un refugio en el que ocultarnos. Pero estoy asustada y eso no me deja pensar con claridad. Rondar por las calles a estas horas ya es un delito que se paga con la muerte; rondar por las calles a estas horas con el enemigo… estaré incumpliendo unas quince normas.

La ciudad está infestada de valquirias armadas que no preguntarán cuando vean una sombra moverse con sigilo ante sus ojos. Dispararán, sin pensárselo dos veces. Así que mientras nos dirigimos al viejo cobertizo de los Lewis, camino con el miedo de que, de un momento a otro, una flecha puntiaguda me atraviese el abdomen. Cuando llegamos, la puerta está bloqueada con algunos muebles de madera apilados en una montaña, así que decidimos colarnos por una de las ventanas sin cristal que hay en la parte de atrás.

Una vez dentro, Kevin me abraza, sin avisar. Puede que sea la primera muestra de afecto que recibo en años, aunque no le respondo con la misma estima.

— Gracias — dice.

Le entrego la bolsa de tela con comida y lo reviso de arriba abajo, inspeccionando cada rincón de su ropa en busca de un arma con la que acabar con el orden. Pero no, está limpio, salvo por el dispositivo que lleva a modo de cinturón. Puede que sea una bomba, de esas que son capaces de destruir estados enteros. ¡Genial! Otra cosa más por la que estar asustada: salir por los aires de un momento a otro.

— No puedes quedarte.

Sueno más brusca de lo que pretendía, pero es la realidad. Si lo descubren, lo matarán o mucho peor, lo torturarán en busca de información valiosa y entonces yo seré la responsable de su muerte; primero salvadora, luego asesina. Si ese es el final que le espera, podría haberme saltado unos cuantos pasos hasta el desenlace.

— No puedo volver — dice con la voz algo desencajada — . He traicionado a mi pelotón y una docena de hombres va tras mis pasos… si salgo…

— ¡Mírame! — le digo mientras le agarro la mandíbula — Si te quedas, tu destino no será muy distinto. Aquí también hay normas, algunas de ellas muy estrictas y crueles. Si te descubren… no durarías ni dos días.

— Entonces llévame a un lugar seguro.

— Kevin, no lo entiendes, no hay lugares seguros en Venia. Aquí, o eres mujer y cumples la ley, o eres un traidor y te sacrifican. Por el amor a la diosa.

— Pues habrá otra salida, otra brecha en el muro. Pero… ¡No puedo volver!

Miro las paredes de madera, deterioradas por la humedad, y el suelo sin asfaltar. Todo es tan antiguo y lúgubre, como si la guerra se hubiese olvidado de este establo y los caballos, como si sus enormes cuellos aún asomasen el hocico por las repisas de la madera.

Vuelvo con Kevin, pensativo, mirando la impasible oscuridad, sin decir nada. Puede que no se hubiese dado cuenta de la estupidez de su plan hasta ahora. Está temblando, con los brazos cruzados y la piel de gallina, no sé muy bien si porque tiene frío o porque está nervioso, hace tiempo que dejé de hacerme esa pregunta. No puedo dejar que salga de aquí, no podemos arriesgarnos a que lo encuentren y…

El destino del último hombre que se coló en la ciudad no fue del todo satisfactorio, al menos, no para él. Lo llevaron a la plaza y lo colgaron de un poste de madera con los brazos en cruz y las piernas atadas. Sirvió de diana para que las valquirias novatas hicieran práctica de tiro con arco sobre él. ¿Lo peor? Tardó casi dos días en morir. Su gritos se clavaban en todos los rincones de la ciudad, cada vez más ahogados y desesperados porque una de esas flechas impactase en algún punto fulminante que pusiese fin a su sufrimiento.

Morirse de hambre ya no me parece un final tan trágico. ¿Por qué has entrado Kevin?

— Mañana buscaremos una solución.

Mis palabras: sin sentido, pero al menos consiguen calmarlo, y a mí. Ha sido una insensatez caminar por una ciudad a oscuras con las calles rodeadas de valquirias. Hacerlo a pleno día es un suicidio, pero no tengo una mejor respuesta, no ahora. Clarence sabría qué hacer, ella siempre lo sabe. Entonces pienso en un lugar donde siempre es de noche: las minas, y que ese podría ser un sitio en el que ocultarse hasta encontrar una solución.

— Gracias — dice de nuevo.

Me envuelve por segunda vez entre sus brazos, pero esta vez le correspondo. Está tiritando, tiene las orejas heladas y las mejillas sonrojadas, también por el frío. La luz de la luna que se cuela por la claraboya del techo resalta aún más la cicatriz de su rostro. Cuando me separo de él, me despido y vuelvo sobre mis pasos hasta salir por la ventana.

¿Cuál es tu historia, Kevin? La de verdad. Si escapaste hace tres años de Nebraska, ¿Por qué ahora hay una docena de hombres tras tus pasos? ¿Dónde has estado todo este tiempo, con los olvidados? ¿De verdad existen los olvidados?

Utilizo la tubería oxidada que hay en la fachada trasera de mi casa para alcanzar el hueco de la pared de mi habitación. Me siento como una de esas adolescentes que se escapa de casa para estar con un chico guapo y reunirse en algún rincón secreto de la ciudad; al fin y al cabo, Kevin es guapo, y estábamos escondidos en un establo a oscuras.

Entro con sigilo para no despertar a Lynn, quien yace con los brazos sobre su cara y mirando a la pared. En casa sigue reinando la tranquilidad, no son conscientes de que un hombre se oculta en un cobertizo que hay a cuatro manzanas de aquí. Ni mucho menos de que yo, Lana Bowen, hija y hermana de mujeres devotas, soy la responsable de todo lo ocurrido.

Oh, Venus, por amor de tu nombre, perdona la iniquidad de mi hermana, porque es grande y su actitud, nefasta. Perdona sus pecados como buena sierva de la rectitud y la pureza de este nuevo mundo que intentamos construir para tu vástago.

Un nuevo mundo que nos llevará a la extinción. Seremos como esos dinosaurios que un día estaban aquí y al siguiente desaparecieron, la única diferencia es que el meteorito, en este caso, lo hemos creado nosotros.

Una tarde de verano, Lynn vino a visitarme a las cosechas. Acababan de sacrificar a la última víctima de un virus raro, y llegó con los ojos ocultos entre lágrimas. Intenté abrazarla, pero se negó. Decía que era una necia por llorar y que ella sola tendría que ser capaz de reencontrarse con su paz interior. También dijo que aquellas mujeres ahora estaban en un lugar mejor, sirviendo a Venus, y que ese era el destino más formidable que podríamos esperar en este nuevo orden de cosas. No le di importancia, pero en realidad, estaba sucumbiendo a las creencias de La Gran Reforma y poco a poco fueron separándola de mi lado hasta perderse en la oscuridad. A veces la envidio, porque para ella debe ser más fácil. Despertarse cada mañana para servir a la deidad que se ha convertido en el centro de su vida debe ser todo un privilegio. Yo, en cambio, me pasé meses recitando las mismas palabras una y otra vez, pero me negaba a creérmelas.

«Los hombres son seres despreciables»

Me negaba a pensar que mi padre, aquel hombre que me acurrucaba bajo sus brazos mientras me leía alguno de sus cuentos había dejado de ser el encantador escritor de dientes perfectos para convertirse en el enemigo. Me negaba a pensar que Ty, mi hermano mayor, y nuestras escapadas a la playa no eran más que un absurdo juego con el que someterme bajo su dominación.

Me oculto entre las sabanas porque me ayudan a sentirme más protegida. Consigo evadirme de la realidad que me rodea por un segundo hasta que me rindo ante la fuerte presión que ejercen mis párpados.

Un ruido que proviene del exterior consigue espabilarme de nuevo; corazón acelerado en décimas de segundo. Lynn también se despierta, asustada y me mira, desconcertada. Su mirada de temor consigue alarmarme. El sonido se repite; dos, tres, hasta cuatro veces. Puede que el caos esté más cerca de lo que esperaba. El quinto estruendo deja claro de lo que se trata; una pistola.

Nos están atacando.

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