Capítulo 4

Saga Inmortal
SAGA INMORTAL
20 min readMar 19, 2020

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El tiempo no pasa en La Casa de Leyes. Observo la delicada pared de yeso blanca y ella me devuelve la mirada, tiene los ojos de mi madre, tristes y furiosos. Su hija no ha cumplido con sus oraciones, y ahora es una despiadada traidora que servirá de júbilo para un ritual sagrado. En el fondo, una parte de su interior debe sentirse orgullosa, después de todo, estoy sirviendo a Venus, y ahora mismo no hay nada más importante para ella.

Puedo escuchar, desde aquí, el silencio que habrá irrumpido en mi casa; dos figuras inertes y pálidas rondando los estrechos pasillos sin apenas dirigirse la palabra. Pasó lo mismo cuando se llevaron a mi padre y a mi hermano. Mi madre adoptó un estado que acariciaba la locura; su rostro no tenía expresión y se pasaba las noches en la azotea mirando al horizonte. Así empezó todo, hasta que encontró la paz en la nueva religión y poco a poco la fuimos perdiendo.

Lynn habrá preparado su pastelillos de levadura seca, que nadie se come pero que envuelven la casa en una agradable aroma a mantequilla tostada. Nunca se le ha dado bien la cocina, pero desde que era una niña, le ponía tanto empeño, que nos obligaba a probar cada uno de sus estrepitosos platos.

Llevaré unas diez horas aquí encerrada; el sol ha pasado de dibujar una media luna en el suelo hasta convertirse en una inexpresiva sombra. La imagen está congelada y hundida en una negrura que empieza a ser molesta. Me preocupa que esté empezando a echar de menos las cosechas. Al menos allí me sentía útil y estaba ocupada.

Me acuesto bajo la ventana del techo, y en el cielo empiezan a aparecer las primeras estrellas sobre un fondo naranja apagado. Sonrío, porque me recuerda al día que mi hermano Ty me llevó de acampada hace ya algunos años.

Justo cuando llegamos a orillas del río Iris, decidimos montar la tienda de campaña a pocos metros del agua. Hacíamos un buen equipo porque mientras que yo cavaba los hoyos en la arena, él clavaba los soportes para que la que iba a ser nuestra casa aquella noche, resistiese las fuertes ráfagas de viento.

Recuerdo que Ty llevaba un bañador naranja de dinosaurios y un ridículo sombrero de paja que había cogido prestado del viejo armario del abuelo. Siempre conseguía llamar mi atención porque estoy segura de que ninguno de sus amigos, ni si quiera cualquier chico de instituto se atrevería a llevar ese conjunto. Pero supongo que Tymothy Bowen no era un adolescente corriente. Jugaba de pilier derecho en los Hot Bulls, y aunque tenía aptitudes para ser el quarterback, no le gustaba ser el centro de atención. Al menos no en la cancha, porque a la salida de cada partido había una interminable fila de chicas esperándolo. En una sociedad en la que todavía había hombres, Ty era un chico muy atractivo y bastante divertido. Además, tenía una sonrisa impecable oculta tras unos labios muy gruesos. Y aunque no era un estudiante modelo, sí que le apasionaba la física y las constelaciones, de ahí el motivo de nuestra escapada.

Cuando terminó de montar el telescopio, nos sentamos sobre la arena húmeda a mirar el cielo, a la espera de que los tres astros se alineasen en un mismo plano y se mostrasen ante nuestros ojos; Marte, Júpiter y Saturno iban a coincidir con la Luna en un encuentro que no se repetiría en años.

— ¿Ves esa estrella con un brillo azul? — preguntó — . La que destaca de todo ese conjunto, ¿la ves? — insistió.

— Si — contesté, a pesar de no estar segura de lo que estábamos mirando.

— Es Sirio, la estrella más brillante que se puede ver desde La Tierra. ¿Y sabes cómo se llama la constelación a la que pertenece? — hizo una pausa, porque sabía que yo no tenía ni idea, pero me dio unos segundos de cortesía, para crear expectación — . Canis Major — otra pausa — . Que significa El Perro Mayor.

Estuvo toda la noche explicándome historias increíbles sobre aquellos diminutos puntos brillantes. Él estaba entusiasmado por compartir sus conocimientos conmigo, una niña lo suficientemente curiosa para estar interesada en sus habladurías, a pesar de que no entendía nada.

Escuché un ruido, entre la maleza, y me asusté tanto que me tuve que esconder bajo su regazo. Recuerdo que él también estaba nervioso, porque no dejaba de mirar hacia atrás, pero hizo su papel de hermano mayor y consiguió tranquilizarme.

— ¿De qué tienes miedo?

— De los lobos.

— No seas boba, aquí no hay lobos.

— Si hay. Mike Widleton me dijo que vio uno al lado de su casa, y que tenía la boca manchada de sangre porque les encanta comer niños.

— Ese Mike Widleton es un mentiroso, además, a los lobos no les gusta el agua.

No logró convencerme, pero supongo que la imagen de un lobo nadando detrás de mí para cazarme, era difícil de creer incluso para una niña de ocho años.

— ¿Y tú, de que tienes miedo? — pregunté.

Tardó unos instantes en contestar, y esta vez no creo que fuese para despertar mi curiosidad. Despegó la espalda de la arena y se sentó con la cabeza apoyada en sus rodillas, absorto con sus pensamientos.

— Al olvido — dijo, finalmente.

— ¿Qué? — pregunté, extrañada.

— Tengo miedo a que, si un día desaparezco, la gente no se acuerde de mí.

Me pareció la cosa más simple que jamás había escuchado, pero con el tiempo, conseguí ver el trasfondo que realmente se ocultaba tras la sinceridad de las palabras. Sobre todo, ahora que las cosas más trascendentales han dejado de tener importancia.

— Tranquilo, yo nunca te olvidaré.

Mentí. En aquel momento no lo sabía, pero poco a poco, su recuerdo fue desapareciendo, y ya solo quedan retazos mal ordenados en mi cabeza de aquel chico risueño que un día me llevó a ver la estrellas.

La puerta se abre a media noche; me había quedado dormida. Oigo la voz de una mujer que grita mi nombre desde el pasillo. No es una valquiria, o al menos no va vestida como una de ellas, ni tampoco es la mujer que me acompañó a mi reunión con la presidenta esta mañana. Lleva un vestido blanco con el cuello holgado y una bonita flor naranja sobre el pecho que actúa como broche. Le brilla la cara, como si llevase purpurina, pero es la luz de la vela que sostiene entre sus manos la que realmente aviva el tono pálido de su rostro cubierto de maquillaje.

— Lana. Lana Bowen — insiste — . Levanta querida, es hora de prepararte para el gran día.

A pesar de la dulzura con la que se dirige hacia mí, sus palabras me atemorizan más de lo que me alientan. Obedezco, y la acompaño por el mismo pasillo por el que llegamos a la terraza de piedra. La única diferencia es que en el último tramo giramos dos veces a la derecha hasta detenernos frente a una puerta roja. El hecho de que todas las paredes y el mobiliario sean blancos hace que el color resalte aún más.

Desde fuera, La Casa de Leyes no parece tan grande, pero he llegado a contar un total de catorce puertas durante mis dos escapadas, y si las habitaciones tienen el mismo tamaño que mi celda, es posible que sea el edificio más grande la ciudad.

La siguiente sala es más estrecha, y tiene menos luz; no hay ventanas ni candelabros en las paredes. Camino entre la oscuridad hasta quedar inmersa en ella. Consigo perderle el rastro la mujer que me acompaña, pero todavía está ahí, la oigo respirar, porque aquí tampoco hay ruido; sólo estamos mi corazón latiendo con fuerza y yo.

— Desnúdate — dice su delicada voz sumergida en un eco disperso.

También le hago caso y empiezo a soltarme los botones de la camisa, dejo caer el pantalón al suelo y me quito las botas. Mis pies respiran aire puro después de estar casi un día aprisionados. El suelo está agrietado y empiezo a tiritar, y esta vez sí que estoy segura de que es porque tengo frío.

La mujer me agarra del brazo y me conduce por la habitación a oscuras hasta detenernos sobre una plataforma. No camina con miedo, como si pudiese ver a través de la oscuridad, como si conociese cada rincón de esta habitación a la perfección.

— No te muevas — me advierte.

Empieza a caer agua de la nada. La primera vez que roza mi piel consigue asustarme, pero a medida que pasa el tiempo es de lo más relajante. Está templada; perfecta, si estás acostumbrada a ducharte con agua helada. Cierro los ojos y consigo abstraerme de todo lo que me rodea. No hay angustia, ni dolor, y el sentimiento de culpa se va desvaneciendo poco a poco.

Estamos en el jardín de mi antigua casa, en la que vivíamos antes de mudarnos al sur de Kentucky, rodeados de todo tipo de plantas y flores de colores muy vivos. Se escucha el ruido de los pájaros en el cielo y una suave brisa acaricia nuestras mejillas con sutileza. Es primavera, todavía no lo sé, pero será nuestra última primavera que vamos a pasar en familia.

Han empezado los altercados en algunos estados; sublevaciones, ataques a edificios importantes de la ciudad. Ni si quiera hemos vendido la casa, pero tenemos que abandonarla a su suerte en busca de una vida más segura, alejada de todos los conflictos.

A pesar de todo lo malo, es un día especial. Lynn acaba de cumplir nueve años y corre por el césped con su nuevo vestido de lino. Es una niña muy feliz, todos lo somos. Mientras que mi padre está preparando la cámara, mi madre no deja de acicalarse el pelo frente al espejo del salón. Ty está tirado en el sofá jugando a la videoconsola; odia las fotos familiares. Yo, en cambio, estoy recogiendo algunas flores secas del jardín con las que poder hacerme una corona para el pelo.

— Ya está todo preparado — dice mi padre.

— Dame un segundo — contesta mamá.

— ¿Lana, estás lista? — insiste.

— Un momento — contesto.

— ¿Lynn?

— Todavía no he terminado.

— ¿Tymothy?

— Estoy a punto de terminar la partida, un segundo.

Mi padre frunce el ceño y se remanga la camisa. A la primera que coge en peso es a mi hermana, la intercepta en una de sus vueltas alrededor de la casa. A mi madre también la coge en brazos, le dice que tiene el pelo perfecto y le da un pequeño beso en la comisura de los labios. A Ty tiene que sacarlo a la fuerza, aún con el mando de la videoconsola en la mano. A mí me agarra por la espalda y me ayuda a ponerme la última flor detrás de la oreja.

— ¿Estáis preparados? — pregunta con una amplia sonrisa desde el otro lado de la cámara — . Sonreíd… Tymothy deja de poner caras raras. Muy bien, todos listos, tres, dos, uno…

Mi padre corre hasta nuestro lado, coge a Lynn en peso y se la cuelga de los hombros. Todos sonreímos a la cámara, pero el momento de tranquilidad dura muy poco. Se escucha el eco de una explosión a unas cinco manzanas de aquí. Mi madre me agarra del brazo con fuerza y me lleva dentro de casa. Ni si quiera miramos como hemos salido en la foto; la cámara se queda en el jardín. Empaquetamos rápidamente lo imprescindible y nos montamos en la vieja caravana del abuelo.

Mi cabeza se llena de espuma, huele a flores silvestres pero la sensación es tan placentera que ignoro todos mis sentidos. Es la primera vez que consigo relajarme de verdad en mucho tiempo. Hasta abro la boca y las gotas me hacen cosquillas en la lengua. Por un momento, vuelvo a ser esa niña que se asombraba con las estrellas una vez más.

El agua deja de caer, y antes de que pueda volver a la realidad, la mujer que me acompaña me envuelve en una rugosa toalla amarilla. Me conduce por un estrecho pasillo que hay detrás de la ducha y, guiadas por el resplandor que emiten los candelabros, llegamos a una sala contigua más espaciosa. Me invita a sentarme en una silla que hay justo en el centro y empieza a deslizar un pequeño cepillo de púas sobre mi cabello mojado. Al principio resulta algo molesto, pero poco a poco van desapareciendo los enredos.

Un inesperado canturreo que sale de sus labios pone fin al fastidioso silencio, incluso me parece verla mover las caderas por el rabillo del ojo. Es realmente divertido el entusiasmo con el que realiza su hazaña.

— And the corn top’s ripe and the meadow’s in the Bloom. While the birds make music all the day.

Es el himno de Kentucky, el estado de tierra azul, o como ahora se le conoce: V15. V por Venia y 15 por ser el decimoquinto estado en formar parte de la unión, que ahora es la separación. La canción es una crítica a la esclavitud, y de cómo un hombre tiene que huir de su granja por falta de dinero, y comienza a echar de menos su hogar. Y habría pasado desapercibida, de no ser porque hace años que la prohibieron, pero supongo que aquí nadie puede escucharnos, y parece que ella quiere que sea consciente de eso.

— Weep no more my lady, oh!

— Weep no more toda! — termino la estrofa por ella, para romper el hielo. Está claro que quiere entablar una conversación, pero no sabe cómo hacerlo, porque en realidad, ella corre el mismo peligro de muerte que yo. Una palabra fuera de órbita es suficiente para ser condenada.

— Tienes el pelo precioso, aunque está lleno de nudos — desliza el peine con rudeza por mi pelo mientras habla — . Tú debes ser la chica que le ha plantado cara a la presidenta, ¿no es así?

— ¿Cómo lo sabes?

— Querida, no se habla de otra cosa en los edificios de La Sede. Para algunas ya eres un ejemplo a seguir; a otras, en cambio, les gustaría verte muerta. Yo, personalmente, pienso que eres una niña tonta que no valora lo suficiente su vida.

Es imposible tomarla en serio con ese tono de voz tan dulce porque, no hay maldad en sus palabras, solo armonía, como si aún estuviese recitando la canción estatal.

— ¿Es verdad que le hiciste perder los nervios? — sigue preguntando — . Debió ser increíble. Las vigilantes aseguran que no sabían si tenían que detenerte a ti, o a la mismísima Rosamund, ¿te imaginas? — suelta una risilla demasiado aguda para mis oídos — . Lo que si es cierto es que no es una buena reputación para una mujer que cada día pierde más poder.

— ¿A qué te refieres? — la que pregunta esta vez, soy yo.

— A las revoluciones, querida, ¿Qué iba a ser si no? La Armata ya no es castigo suficiente para algunos estados, y las mujeres empiezan a rebelarse. ¿Por qué si no, crees que han aumentado la seguridad en V15? ¿Por qué si no, iba a venir hasta aquí la presidenta para hablar contigo? — hace una pausa — . Tú no eres nadie. No me malinterpretes, me refiero a que hay asuntos más importantes que el hecho de que una niña tonta haya ayudado a un impresentable a colarse en nuestra ciudad.

Deja el peine en el reposabrazos de la silla y se pierde entre la oscuridad. No tarda mucho en aparecer con un largo vestido blanco colgado de una percha que casi no puede mantener en alto.

— ¿A qué es precioso? — pregunta con una amplia sonrisa.

Asiento con la cabeza sin ni si quiera mirarlo. Estoy demasiado sumergida en nuestra conversación como para poder prestarle atención a un estúpido vestido viejo. Y es que esto lo cambia todo, si existe una posibilidad, por muy remota que sea de acabar con esta situación, quiero formar parte de la resistencia. El único inconveniente es que dentro de unas cuantas horas me convertiré en comida para carroñeros, pero no es algo en lo que pensar ahora o me derrumbaría, y no quiero darles esa satisfacción, aún no. Además, los carroñeros también se extinguieron, así que probablemente mi piel putrefacta se quedará grabada en alguna roca puntiaguda y ahí terminará todo. Polvo al polvo, piedra a la piedra. Es la muerte más heroica que podría esperar en este mundo perturbado. Con suerte, en el futuro, cuando las cosas vuelvan al sitio que le corresponden, si es que vuelven, un grupo de exploradores encontrará mi roca puntiaguda y pensarán que fui alguien importante.

— ¿Quieren quitar a la presidenta del poder? — pregunto, sin más dilaciones, y con la esperanza de que su respuesta sea afirmativa, pero estoy segura de que es mucho más compleja que un simple «si»

— Yo no sé nada. Sólo soy una ciudadana más de La Sede, donde todo es diferente. Hay miles de seguidores de esta nueva doctrina que están orgullosos de nuestras ofrendas a la todopoderosa — hace una pausa para volver a agarrar el peine y seguir con su labor — . Allí no es un castigo para las desleales. Allí tenemos voluntarios, familias enteras que deciden poner fin a sus vidas para alcanzar la gloria.

Lo que ahora me transmiten sus palabras es verdadero asco. Tenía la esperanza de que, en los estados más opulentos, todavía mantuviesen la cordura. Una cordura que algún día cobraría fuerza y nos salvaría de esta tiranía, pero la única realidad es que estamos tan cerca de la salvación como de la extinción.

— ¿Te has parado a pensarlo? — insiste — . Años de trabajo, de esclavitud, para acabar con los sesos esparcidos sobre cualquier roca inmunda — hace una pequeña pausa — . Patético, es verdaderamente patético.

— ¿Cómo puedes vivir así? — pregunto, con las lágrimas encerradas en mis ojos.

— ¿Y eres tú quien me lo pregunta? — me agarra de la barbilla para que la mire directamente a los ojos — . ¿La chica que se dejó seducir por el primer hombre que se coló en la ciudad? Debes de ser estúpida si no te das cuenta de que, si alguien se lo puso en bandeja, fuiste tú. Tú eres la responsable de haber apagado la pequeña mecha que poco a poco se estaba encendiendo, porque ahora todas volverán a apoyar a la presidenta y su nuevo régimen para permanecer unidas y luchar contra ellos.

— Yo no lo ayudé a entrar en la ciudad.

— No estoy hablando del forastero, querida. Él no tiene nada que ver con el fuego que se estaba avivando, pero recuerda esto: no todos los sacrificios son tan sagrados, ni todos ellos se deben a La Armata.

Alguien tose a nuestras espaldas. Es una valquiria, y a juzgar por su expresión no parece estar muy a favor de nuestra extrovertida conversación. Se lleva dos dedos a la boca y emite un silbido bastante agudo. No tardan más de quince segundos en aparecer tres valquirias de la nada; la cosa se ha puesto demasiado turbia, así que no me atrevo ni a respirar, ni si quiera cruzo la mirada con ninguna de las cuatro. Con suerte, aunque suene egoísta, sólo habrán escuchado ese último comentario de mi estilista, y es a por ella a por la que vienen.

— Agnes Bennet — dice la que va en cabeza, y la mujer que me ha acicalado con tanto ímpetu, empieza a negarlo con la cabeza — . Conoces las normas — insiste.

— ¡No! — grita, desesperada, pero no tiene mucho tiempo para resistirse porque enseguida la cogen en volandas entre dos vigilantes y se la llevan por la misma puerta por la que habíamos llegado.

— Y tú — esta vez se dirige a mi — . No te muevas, en seguida vendrán a por ti.

Me quedo en silencio, en la silla. Las gotas se deslizan desde mi pelo hasta la barbilla acariciando mis mejillas. Estoy intentando asimilar lo que acaba de ocurrir. Agnes, ese era su nombre, pero mañana también dejará de serlo, como el mío. Y con el tiempo nadie se acordará de nosotras. El secreto más preciado de Ty me sacude con fuerza, y ahora yo también tengo miedo a perderme en el olvido. Lo que más me molesta es que el mundo no se dará cuenta y todos seguirán con sus vidas como si nada de esto hubiese pasado, como si nosotras nunca hubiésemos formado parte de sus vidas.

— Vístete — me advierte una voz por la espalda. Me doy la vuelta para verle la cara, pero está al otro lado de los candelabros y no logro verla con claridad.

Obedezco. Me pongo el vestido; blanco, sin tirantes, y con la falda llena de volantes con forma de espiral. Cuando estoy lista, la nueva mujer, que lleva la misma indumentaria que su compañera condenada, comienza a caminar por un pasillo que no había visto hasta ahora, así que la sigo hasta el salón de al lado. El vestido me oprime la cintura, y me cuesta respirar, pero no encuentro el momento de quejarme porque mi acompañante ha aligerado la marcha por un pasillo que cada vez está más alejado de la luz, y no me gustaría perderla de vista, no después de lo ocurrido.

Nos detenemos frente a la entrada de la siguiente habitación, se mete la mano en el bolsillo de la camisa y saca un cepillo de plata muy parecido al de mi anterior estilista. Le da unos últimos retoques a mi peinado, me esconde dos mechones detrás de las orejas y me pellizca las mejillas con rudeza antes de abrir la puerta.

— No hagas ninguna tontería — me advierte.

Se escucha el murmullo difuso de un grupo de mujeres que se convierte en silencio cuando entramos. Están sentadas, todas ellas, alrededor de una mesa cuadrada sobre la que cuelga un enorme candelabro con forma de araña. Hay varios platos escondidos bajo un cubreplatos metálico y copas rebosantes de un líquido que no es del todo transparente. Puedo sentir sus miradas, observando cada detalle de mi cuerpo con recelo, y no me extraña. En la mesa están: Brooke y su madre, quienes, a juzgar por su expresión, no se alegran de mi llegada, y no las culpo, utilicé su granero para esconder a Kevin y sin ser conscientes, fueron cómplices de mi error. También debieron encontrar los restos de comida que saqué del Quebrantahuesos porque Jane ocupa la silla que preside la mesa. Supongo que por eso no me reciben con una cordial bienvenida; todas ellas están aquí por mi culpa.

Mi acompañante me invita a sentarme en la única silla libre y se da una vuelta alrededor de la mesa, para destapar los platos. Hay trozos de carne chamuscados y atravesados por una rama puntiaguda, algunos trozos de queso mal cortados y los restos de una barra de pan blanco.

— Debéis saciar vuestra hambruna y cubrir vuestras impurezas, pues el encuentro con la todopoderosa está cerca — dice.

Ese es el verdadero motivo por el que nos han puesto estos ridículos vestidos blancos, y ahora nos ceban antes de llevarnos al matadero. El fin está más cerca de lo que me temía, ya casi puedo tocarlo con las yemas de mis dedos, y no estoy asustada, porque por un momento siento que no estoy sola en esta pequeña aventura. Pero supongo que todo eso cambiará cuando mañana me encuentre a escasos metros del precipicio. Debe ser una sensación horrible y eterna; un cosquilleo en el estómago que nunca cesa, cuarenta interminables segundos que nunca llegan. Me gustaría perder el conocimiento durante la caída; morir antes de morir. Sin sufrimiento, sin angustia, sin dolor.

Alguien me golpea por debajo de la mesa cuando me llevo el primer trozo de carne a la boca. No sabría decir quien ha sido porque la mesa es lo suficientemente pequeña como para que todas puedan estirar la pierna; y, al fin y al cabo, todas ellas me odian. Sólo espero que sean conscientes de que yo también fui una víctima, la más estúpida quizás, pero, por un momento me dejé llevar por lo desconocido, y salió mal. Entonces pienso en el dispositivo que llevaba Kevin alrededor de la cintura, y aquel destello rojo parpadeante que emitía. No era una bomba, pero a lo mejor lo importante no es de que se trataba realmente, sino de lo que parecía.

Brooke da dos toques con el puño sobre la mesa de madera, que pasan desapercibidos para la nueva Agnes pero que Jane parece entender a la perfección, pues le responde con un repentino movimiento de cabeza. La situación cambia cuando Jane lanza los cubiertos de plástico al otro extremo de la mesa y se pone de pie, y presa del pánico, empieza a vociferar una serie de vocablos difusos y a gritar mientras las lágrimas inundan su rostro. Dos vigilantes vienen para tranquilizarla, y la retiran de la mesa contra una esquina. La nueva Agnes también acude para secarle las lágrimas. No hay violencia en sus actos, ni en su forma de calmarla, pero supongo que es normal, después de todo, las cartas ya están sobre la mesa y ninguna de nosotras tiene la jugada maestra en su poder.

Brooke aprovecha para incorporarse un poco y acercarse hasta mi posición:

— ¿Cómo se coló en la ciudad? — susurra.

— ¿Qué? — contesto, atónita, como si a pesar de haberla escuchado, no fuese capaz de interpretar unas simples palabras.

— El hombre — dice mientras se asegura de que las vigilantes siguen ocupadas — . ¿Cómo se coló en la ciudad? Si hay una forma de entrar, debe haber una forma de salir — dice, y por un momento tengo la sensación de poder respirar con tranquilidad por primera vez desde que llegamos a La Casa de Leyes.

Intentar imposibles. El resultado da igual si ya está todo perdido. Morir o sobrevivir, se estaba convirtiendo en una decisión demasiado fácil, pero puedo verlo en su mirada, el plan. Un plan que seguramente estaba siendo maquinado en su cabeza desde que empezó toda esta locura y que por fin cobra vida. No está dispuesta a morir y quiere que yo la acompañe hasta alcanzar nuestra salvación.

Y ahora entiendo que el puntapié por debajo de la mesa no era una muestra de odio sino una llamada de atención para que fuese consciente de lo que estaba a punto de ocurrir. Están planeando una fuga, sin importar las consecuencias, y desde luego no seré yo la que se interponga ante la posibilidad de salir de aquí con vida. Aunque fuera no haya nada, aunque quizás corramos la misma suerte en el exterior que aquí dentro, pero eso no importa porque la alternativa es la muerte, y al menos, sabré que habrá valido la pena intentarlo.

— Hay una grieta en el muro — contesto, finalmente — . En la zona de las cosechas, hay un cuadrado que se puede separar de la pared y por el que cabe perfectamente una persona.

No le da tiempo a contestar. La nueva Agnes se aproxima hasta nuestra mesa y con un pequeño golpecito en una copa de cristal y unas bonitas palabras, da por finalizada la velada. Aparecen otras dos vigilantes y cada una nos escolta hasta nuestra celda. Por el camino escucho a mi acompañante suspirar con fuerza, pero no me atrevo a mirarla a la cara porque si de verdad está llorando, es posible que me responda de forma brusca, así que decido ignorarlo.

A lo lejos se escuchan los pasos de lo que parece un grupo de valquirias, porque las pisadas se hacen muy notables a medida que se aproximan a nuestra posición. Estamos frente a la puerta de mi habitáculo cuando doblan la esquina; un escudo de vigilantes rodea a una quinta mujer oculta tras sus enormes corazas. No logro verla con claridad hasta que pasan por nuestro lado y entonces, siento como la vista se me nubla y tengo que agarrarme a la pared para no perder el equilibrio. Una pequeña arcada con sabor a carne quemada trepa por mi esófago, pero también consigo controlarla.

— ¡Lynn! — grito desesperada — . ¡Lynn! — insisto.

La chica que camina mirando al suelo alza la vista y consigue cruzarla con la mía. Tiene los ojos hinchados, de haber estado llorando, supongo. También lleva algunas heridas en los brazos, y restos de sangre bajo las uñas. Le tiemblan las manos, y apenas es capaz de mantener los ojos abiertos mientras deambula por el estrecho pasillo.

— ¡Lynn! — repito, pero las vigilantes no se detienen, y la que me acompañaba me agarra de los hombros y me empuja al interior de mi celda — . ¡No! ¡Espera! — grito, angustiada — . Quiero hablar con Rosamund, con Rosamund Dickens, se lo contaré todo. ¡Lo juro!

Me levanto del suelo rápidamente y me abalanzo sobre la puerta, pero cuando estoy a punto de alcanzarla, se cierra de golpe. Puedo ver a la vigilante que me ha traído hasta aquí ordenarme que guarde silencio, aunque no la oigo, un descontrolado chirrido se ha colado por mis oídos y no me deja pensar con claridad. Solo puedo gritar mientras veo a Lynn perderse en el final del pasillo y yo no puedo hacer nada, no puedo salvarla, a pesar de haberla condenado.

No me había dado cuenta hasta ahora, pero esto es el fin.

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Primer libro de la futura saga inmortal. Compartid para recibir opiniones.