Pastilla «Алёнка», cien gramos de auténtico chocolate soviético.

Conocí a una mujer que recitaba de memoria a Puskin y lloraba por una niña que no podía comer chocolate

Una rocambolesca secuencia de recuerdos que comienza con el Selecciones del Reader Digest y acaba en la Luna.

A mi hermano pequeño lo tuvieron que operar media docena de veces. Primero en Huesca y cuando la cosa se complicó, en Zaragoza. En aquella época los postoperatorios eran largos, la visita al hospital no bajaba de diez días. Aquello, para mi hermana y para mí, supuso conocer mundo.

M i padre eran seis de familia y mi madre otros tantos. En total, teníamos diez casas para elegir; el mundo era grande en aquella época. A pesar de ser todos familia y mantener una relación estrecha, la vida en cada casa era distinta: los sabores, el olor, la luz, los rituales; todo era sutilmente diferente.

Creo que ya entonces era un viajero. Disfrutaba de lo diferente, me gustaba experimentar nuevos ritos, analizarlos y quedarme con lo bueno.

Cuando se acercaba la fecha, aceleraba para terminar lo que fuera que estuviera leyendo. Viajaba sin libros. Me frotaba las manos pensando en estanterías vírgenes. Era como ir a la librería pero sin medir: podía leer lo que quisiera.

Un buen destino era la casa de mi tía Aurea. Además de buena cocinera, tenía un enorme armario atestado de libros del «Círculo de Lectores». Nunca la vi leer. La pobre no tenía hijos y creo que compraba los libros porque le hacían un poco madre.

Otro de los destinos habituales era la casa de mi tía Luisa. Allí había menos libros y la mayoría ya los había leído. Sin embargo, bajo el cristal de la mesa del salón, había algo alucinante: «El Selecciones del Reader Digest».

Entonces no me di cuenta: el marido de mi tía era murciano, ex-emigrante en Suiza y comunista, muy pero que muy comunista. ¿Qué hacía en su casa el panfleto de la propaganda norteamericana más rancia? Ni idea. La próxima vez que lo vea se lo preguntaré, o mejor no, quizá era un mensaje de mi tía, quién sabe, la suscriptora era ella. ¿Sería su grito?

El Selecciones me absorbía completamente. Parecía la televisión. Era una colección de artículos intemporales y secciones fijas: «Citas citables», «La mejor medicina es la risa», una sección sobre el trabajo y un relato. Este último era el plato fuerte. En unos casos era el resumen de un libro (de esos que se pueden comentar a la salida de la iglesia baptista) y en la mayoría de los casos una hazaña heroica.

La hazaña heroica siempre tenía el mismo esquema: historia real, un hombre en peligro de muerte y otro, un héroe que encabeza a otros, que con grave riesgo para sus vidas rescatan, en el último momento, al primero. El mensaje era claro. En un plato de la balanza el bienestar de la mayoría; en el otro, el bienestar del individuo. El comunismo frente al capitalismo.

El mundo estaba dividido en dos: «Guerra Fría» by wikipedia CC BY-SA 3.0,

M i mente infantil tenía claro que aquello era alguien insistiendo mucho. La respuesta era lógica: si cuidas bien de cada individuo, cuidas el bien común. Pero si solo cuidas el bien común, alguien saldrá perjudicado. No tenía vuelta de hoja. Pero tanto insistían que me acabó sembrando la duda: ¿tan malo era el comunismo? Mi tío el murciano era un cachondo. No podía ser tan malo.

Recuerdo que un chiste de la sección «La mejor medicina es la risa» me causó una seria conmoción. Decía algo parecido a:

¿Qué mide un kilómetro y come patatas?: La cola de rusos en la carnicería.

Aquel chiste cruel fue definitivo. ¿Pero cómo podía ser que no tuvieran carne? Eso tenía que ser mentira. Hice el firme propósito de visitar la Unión Soviética y salir de dudas.

Por aquel entonces recogía en un cuaderno mis «infantiles firmes propósitos de viaje», que hasta aquel momento eran: cruzar todos los paralelos notables (los círculos polares, los trópicos y el ecuador), doblar el Cabo de Hornos (si puede ser con tormenta mejor), pisar la Luna y, tras el chiste, visitar la Unión Soviética y medir yo mismo la cola de la carnicería.

He mantenido la costumbre de anotar los firmes propósitos de viaje y me esfuerzo, con tesón infantil, en cumplirlos, aunque hay dos que se resisten: doblar el Cabo de Hornos y pisar la Luna. Otros dos nunca los podré hacer. Uno de ellos era visitar la Unión Soviética. El día que cayó el muro lo primero que pensé fue: «¡#*%, no llego!»

Treinta y tantos años después de añadir el destino a mi lista pisé Moscú, la capital de la Federación Rusa. Creí que llegaba tarde para salir de dudas, pero resultó que no.

El objetivo del viaje era asistir a un seminario sobre el mercado ruso del acero y visitar una feria de fabricantes. Nos asistía una traductora que me susurraba al oído las ponencias. Tenía un sorprendente dominio del español para no tener vínculo con España.

Era fría y críptica. No se podía hablar de política, de la situación social o de asuntos personales. El tercer día le pregunté por un buen restaurante para obsequiar a un cliente español con el que aprovecharíamos para reunirnos. Me recomendó el Café Puskin, en aquel momento el lugar de moda, con cocina tradicional rusa y ambiente de época. El personal vestía, hablaba y guardaba la etiqueta según los usos del siglo XIX. Todo auguraba una velada agradable, como así fue.

Tarjeta del Café Puskin en Moscú.

El plato estrella era caviar natural servido al estilo tradicional ruso (blinis y crema agria), que se llevó la mitad de elogios que una untuosa sopa de oveja y col, que servían en una enorme hogaza de pan a guisa de olla. Pero la gracia del restaurante era la literatura como excusa para conocer la esencia de lo ruso. Ella hizo un excelente trabajo trasladándonos el sentimiento que contenían las expresiones de los camareros, la carta y los propios platos; de hecho fue tan bueno que estoy seguro de que lo mejoró echando mano de sus propios recursos. El postre fue memorable: una pirámide de helado rodeada de fresas, con una cúpula de caramelo que flambearon mientras relataban un incidente amoroso-culinario que sufrió Napoleón y que no lo dejaba en muy buen lugar.

Durante la comida, ella nos dijo que podía recitar de memoria la mayor parte de la obra de Puskin, cosa que no me sorprendió. Le pedí que nos recitara algo para cerrar la estupenda velada y creo que me puso una pequeña trampa. A pesar de que lo recitó en ruso, identifiqué con facilidad el poema y su conexión con lo español, lo que me permitió abrir una pequeña brecha en el muro de hielo. A partir de ahí, algunas cosas comenzaron a cambiar.

Mis muñecas rusas preferidas, pintadas a mano, representan los oficios del campo y cuidan de la mesa del comedor.

M e gustaba oírla recitar en ruso a Pushkin durante los largos trayectos en coche, un privilegio adquirido tras superar la pequeña celada del postre (creo que se sentía un poco culpable). Yo no entendía nada de lo que decía, pero ella se emocionaba y el ruso suena genial. Debería haberla grabado.

La estancia fue larga. El último día nos llevó de tour, cosa que según el pacto inicial estaba prohibidísima. Ella era una asistente de negocios, no una guía turística (lo dijo bien clarito el primer día). Después de llevarnos a comprar las auténticas «matrioskas» y de explicarnos por qué la más pequeña no tiene color, acabamos el día en la isla Bolotny, en medio del Moscova.

Tras comprar chocolate y bombones como si el mundo se fuera a acabar, me giré y la vi, cerca de la puerta, con dos lagrimones corriendo por sus mejillas.

Salimos de la fábrica y sentados en un murete frente al río nos contó que de pequeña su madre la mandaba, una vez al mes, con la cartilla de racionamiento, a comprar la exigua ración de chocolate que le correspondía a toda la familia. Ese día no iba al colegio y, tras seis o siete horas de cola, llegaba al mostrador aterrorizada. Las matronas que atendían el despacho de chocolate eran despóticas y, dependiendo del día, podías volver a casa de vacío, con una bolsita de dos bombones o con lo que te correspondía y quizá algo más.

Había violentas discusiones en el mostrador y ella, pequeña y frágil, llegó a hacerse pis del miedo que pasaba. Al final siempre tenía éxito, lo que la condenaba a repetir al mes siguiente y, mes tras mes, volvía a casa agotada y con la sensación del deber cumplido.

Mirando mi bolsa atiborrada de pastillas «Alënka» nos contó que para su familia el chocolate era más valioso que el dinero. Era el único medio que tenían los pobres para aligerar la pesada burocracia de la que dependía absolutamente todo. La niña de la cola no comía chocolate.

Nos dimos un abrazo. En realidad la abrazamos los dos: el niño que leía el «Selecciones» y yo. No hay mucho que decir en estas ocasiones, quizá «lo siento mucho».

Tras aquello cayó el telón y me mostró un rico mundo de costumbres extrañas. Conocí a una niña formal, esforzada y orgullosa de lo que era, que se apenaba por el sufrimiento de los que vivíamos al otro lado del Telón de Acero. Cuando nos sorprendió el sol, de nuevo éramos dos niños de once años que leían a Puskin y se hacían preguntas acerca de cómo era el mundo.

Hace ya muchos años que visité por primera vez Moscú y no sé por qué llevo unos días pensando en el chocolate y en los niños. He empezado a escribir esto sin saber donde iba a terminar y la respuesta me ha gustado.

En el siglo XIX el francés era la lengua de la diplomacia y, en la Rusia de los zares, además, era el único vehículo de la cultura, relegando al ruso a un segundo plano para el uso del pueblo. Fue Puskin el que devolvió el ruso a su lugar, iniciando lo que se conocería como el Siglo de Oro de la literatura rusa. Él gustaba de nuestro Siglo de Oro, pensaba que era el motivo de la salud del español frente al francés, admiraba el Quijote y, sin saberlo, tendió un puente que dos siglos después recorrí para encontrarme con una mujer que respondió a mis preguntas infantiles y me mostró la Rusia de los rusos.

M ientras me pregunto cuántas personas habrán recorrido ese mismo puente y cuántas más lo recorrerán, soy consciente de que leer es bueno y escribir su consecuencia. Viajar está íntimamente ligado a ambas cosas, lo que me lleva hasta el primer libro que recuerdo haber leído: «De la Tierra a la Luna», escrito por un niño que quería viajar. Creo que ha llegado el momento de comenzar la construcción de mi cohete y cumplir el primero de mis firmes propósitos infantiles.

Comité de muñecas rusas presenciando con asombro el despegue de mi cohete.

Cuando lo tenga, bajaré mi visera y, con el bramido de los motores de fondo, subiré a la Luna recitando a Puskin:

MM oлон верой и любовью,
Верен набожной мечте,
Ave, Mater Dei кровью
Написал он на щите.

Jesús Belenguer dirige el equipo que diseñó el Protocolo Mercurio que es el sistema de gestión de la seguridad personal de trabajadores desplazados a países lejanos más implementado en las empresas españolas. Comparte sus ideas en Medium desde abril de 2015.

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Jesús Belenguer
Autoprotección corporativa: Seguridad para viajeros y expatriados

Director de Seguridad Privada y TS en Gestión de Riesgos y Protección Civil. EU en Análisis de la Conducta Violenta y en Ingeniería Protección Contra Incendios