Mi experiencia con la violencia sexual

Ante la violencia sexual contra las mujeres es necesario elegir bando.

Jesús Belenguer
Autoprotección familiar

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Recién estrenada mi mayoría de edad conocí a una chica británica. Ella tenía una contagiosa afición por conocer mundo y una romántica concepción del universo y de la vida. Siempre hacía preguntas difíciles tanto del uso del español como de los «al-mo-gá-va-res» y disfrutaba con mis apuros para responder. Vivió tres años en España empapándose de nuestra cultura, regresó a casa y, un tiempo después, se fue a vivir a Estambul.

Una noche volvía a su nueva casa cuando la policía turca la detuvo en un control rutinario y, ya en el propio control, comenzaron las ochenta peores horas de su vida. La fortuna le echó una mano y un detenido informó al cónsul británico de que había oído en los calabozos los gritos de una mujer con acento galés pidiendo ayuda. Unas horas después, ella subía a un avión.

Lo primero que dijo al llegar al Reino Unido es que nunca más saldría del país y así ha sido. El relato de lo que vivió es espeluznante. Mucho tiempo después, seguía teniendo ataques de pánico y se agarraba las orejas con desesperación. Contaba que, a la mínima resistencia, amenazaban con cortarle las orejas, cosa que le aterrorizaba. A veces también incluían en el lote la nariz y simulaban la acción del corte con la parte roma de un cuchillo, solo para ver su cara de terror.

Pero esa no fue la primera vez que oí hablar de la violencia sexual. Cuando era pequeño me enteré, a retazos, de que una adolescente de la familia había sido violada por un hombre de treinta y tantos. Ella denunció y no le fue bien, desconozco los detalles, pero quiero pensar que eran otros tiempos y que ahora ella no sufriría todo aquello.

Tampoco fue la primera vez que oía hablar de una violación múltiple: entre mi infancia y mi vida adulta, mi ciudad natal se vio conmocionada con unos hechos que nunca llegaron a ser oficialmente confirmados. Una pareja de jóvenes novios estaban, una noche de verano, en un apartadero de la carretera nacional a las afueras de la ciudad cuando fueron sorprendidos por un grupo de cinco individuos en una furgoneta. Le dieron una paliza al chico, lo metieron en el maletero y el grupo violó a la chica en la furgoneta bajo la amenaza de despeñar el coche, con el chico dentro. Finalmente, despeñaron el coche y los dejaron a ambos desnudos en la carretera. Los violadores nunca fueron detenidos.

Tiempo después, una amiga paseaba en bicicleta por los alrededores de su pueblo cuando un mozo de nuestra edad y del mismo pueblo le preguntó la hora. Ella paró para mirar su reloj, momento que él aprovechó para pegarle un puñetazo en la cara. Cuando recuperó el conocimiento estaba semidesnuda y lo tenía encima. También denunció. Esta vez hubo condena, pero la vida en el pueblo se hizo complicada.

Hasta aquí mi relato es similar al que puede hacer cualquier español a partir de cierta edad: dos o tres casos de violación en su entorno inmediato, algún caso con repercusión social y, cada vez más frecuentemente, algún episodio internacional. O eso creía yo, hasta que comencé con la gestión de los riesgos personales. Una vez que se pone profesionalmente el tema sobre la mesa, empiezan los testimonios.

En la peluquería:

A los quince años, volvía a casa a la hora de la cena cuando un viejo, que estaba escondido en un portal, me cogió por el cuello y me pegó a la pared. Yo quería gritar pero no podía, estaba aterrorizada, era muy fuerte. De repente, al fondo de la calle, apareció un grupo con mucho jolgorio, él me soltó y yo me fui corriendo. No paré hasta llegar a casa. Recuerdo la angustia de querer gritar y que no te salga la voz.

Tomando un café:

Mi exnovio vino a casa con la excusa de recoger unos tebeos. En cuanto cerré la puerta me agarró por el cuello, creí que me iba a matar, perdí el conocimiento y cuando me desperté estaba desnuda y dolorida. No se lo he contado nunca a nadie, me da vergüenza, no quiero que mis amigas piensen que soy tonta.

Tras una ponencia:

Al entrar en casa, había un hombre en el portal. Me apuntó con una pistola y me preguntó en qué piso vivía. Subimos por las escaleras, yo tenía las llaves en la mano y mientras subíamos le miré varias veces, él cada vez se ponía más nervioso. Me dijo que me iba a pegar un tiro. La pistola era gris, parecía de plástico. Cuando faltaba un tramo le di un empujón y subí corriendo, oí un clic y entré en casa. Unas horas más tarde la policía lo detuvo; me dijeron que la pistola era de verdad, que había tenido mucha suerte.

En el descanso de un curso:

A mi me violó un hombre de mi pueblo cuando tenía catorce años. Volvía a casa a cenar cuando me metió en un coche. Llegué a casa a medio vestir, no paraba de sangrar y lloraba desconsolada creyendo que me iba a morir. Mi madre, mientras me lavaba, me dijo que era mejor guardarlo en secreto, que contarlo iba a ser peor para todos.

Y así, hasta una treintena de testimonios, sin vergüenza. Estas cosas se cuentan del tirón, mirando a los ojos. Creo que en el fondo hay una pregunta: «¿Hice algo mal?, ¿me la busqué?» La respuesta es siempre la misma: «Tú no hiciste nada malo; fue él, fueron ellos».

Y es que el silencio social incrementa la presión sobre las víctimas, parece que solo les ha ocurrido a ellas, que se trata de un delito raro. No es verdad, además del tabú social hay cierto interés político por inducir una sensación de seguridad, pero si acudimos a los datos, la realidad dista bastante de esa sensación de seguridad. Según la «Oficina de lucha contra las drogas y el crimen de Naciones Unidas, UNODC» en España, en el año 2014, se denunciaron 9.468 actos de violencia sexual, es decir, una denuncia cada cincuenta y cinco minutos. El ratio por cien mil habitantes es de veinte y se mantiene estable en los últimos diez años.

Echando un ojo a nuestro entorno vemos que el ratio de veinte denuncias al año cada cien mil habitantes es similar al de Portugal y Andorra. Sin embargo, es menos de la mitad que las que se realizan en Bélgica, Francia, Alemania, Luxemburgo, Holanda, Irlanda, Finlandia y Noruega. El ratio se dispara en Suecia y Reino Unido, donde supera con mucho la tasa de cien denuncias, y sorprende el caso de Italia donde solo se denuncian siete casos cada cien mil habitantes. Quizá estas diferencias nos den una pista sobre la el número real de víctimas y la influencia social en la decisión de la denuncia.

Este artículo forma parte de la campaña de difusión de nuestro programa de autoprotección para la mujer, pero hay más motivaciones; una de ellas es animar a denunciar. Cuando un agresor ingresa en prisión no solo se elimina de la calle un depredador, también su entorno aprende la lección y, lo que es mucho más importante, obliga a tomar partido. Pasar del plano teórico al real nos permite enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestros prejuicios. La denuncia no está exenta de sufrimiento: expone a la víctima a dichos prejuicios y, en algunos casos, puede incrementar, más si cabe, el dolor. El caso de Brock Tuner —cuando nos referimos a un caso de violación deberíamos hacerlo con el nombre del victimario no de la víctima— es un ejemplo claro de todo lo dicho.

Pero hay algo más sutil, más profundo e importante. Me llama mucho la atención la alarma y el malestar que ha creado el Taharrush y cómo se nos ha pretendido mostrar como una nueva amenaza, algo desconocido hasta ahora en Europa, obviando que se trata de un comportamiento bastante común en el mundo occidental. No me refiero únicamente a la repercusión social que ha tenido la violencia sexual en los San Fermines o en otras fiestas multitudinarias en España, me refiero a la dificultad que tenemos para unir los puntos. Hay continuos ejemplos a nuestro alrededor. Las violaciones en las universidades norteamericanas es uno de ellos, que ignoramos una y otra vez. Recuerdo perfectamente cuando empezaba a salir y mi madre nos recomendaba que no perdiéramos de vista a las chicas de nuestro grupo, especialmente cuando íbamos a los carnavales a la montaña, a las fiestas de algún pueblo o simplemente cuando se licenciaba un reemplazo; ella siempre me advertía de que frente a un grupo grande de personas anónimas las mujeres están en especial peligro.

Muy probablemente se trata de algún mecanismo de control social que todavía no se ha desactivado. Un atavismo que penaliza a las mujeres que tienen un comportamiento natural. Es el fondo que reside en expresiones como: «No deberías haber bebido tanto», «¿Cómo se te ocurre ir a esas horas por la calle?», «Eso te pasa por vestir de forma escandalosa» y un sinfín más de frases que, lejos de consolar a la víctima, la culpabilizan. Lo que hay que tener especialmente en cuenta en los cursos de autoprotección para mujeres; es muy importante dejar claro que la culpa es del agresor, no de la víctima. De lo contrario, el curso no será otra cosa que un amplificador del citado mecanismo de control.

Una vez el concepto queda asentado, es el momento de facilitar pautas de conducta y los recursos para defenderse si todo falla. El objetivo de la autoprotección es facilitar la libertad; se trata de aprovechar los recursos disponibles para permitir una vida normal con seguridad.

Lo que me lleva a la motivación principal de este artículo: la responsabilidad para eliminar la violencia sexual no es de las víctimas potenciales; toda la sociedad tiene la obligación de hacerlo. Es necesario que todos y cada uno de nosotros tomemos partido y elijamos bando. El siguiente vídeo forma parte de una campaña realizada por el Gobierno de Ontario (EUA) titulada «Todos nosotros podemos poner fin a la violencia sexual».

Who will you help? Ontario Campaing Sexual Harassment.

Y tienen razón, es cosa de todos. Puedes ver una versión subtitulada en español del video anterior en www.mehanviolado.com, un afortunado descubrimiento que he hecho mientras me documentaba para escribir este artículo. Todo el contenido es muy recomendable, con guías muy útiles para víctimas adultas, víctimas menores y también para familiares. Desde el punto de vista de la prevención todos deberíamos leer dos apartados:

El primero es una excelente guía de primeros auxilios psicológicos y el segundo es una recomendación basada en la campaña anteriormente referida y que bien podría servir de ejemplo para nuestros gobernantes. Al igual que debería serlo la experiencia en Pamplona de este año, que ha sido ejemplar, con detenciones rápidas y un buen dispositivo disuasorio que seguro rinde sus frutos a medio plazo —nada preocupa más a un bellaco del siglo XXI que las cámaras de alta definición—. Pero hay mucho que hacer; me permito tres sugerencias simples para tres lugares especialmente peligrosos: los aparcamientos públicos, el portal de los edificios de viviendas y los aparcamientos privados:

  • Hace treinta años que en algunos estados alemanes se reservan plazas en los aparcamientos públicos para mujeres. Son espacios bien iluminados, cercanos a los puntos con vigilancia y cubiertos por cámaras.
  • Es muy sencillo programar los sensores para ahorro energético de los portales de los edificios y garajes para que la luz se quede encendida mientras las personas que han entrado en el espacio común sigan en él. Una medida a tener muy en cuenta ahora que se van a poner de moda los planes de autoprotección en los edificios privados.
  • En línea con la medida anterior y por los mismos motivos, también es sencillo y barato disponer de un sistema electrónico que detecte una intrusión en el garaje aprovechando la entrada o la salida de un vehículo.

Tres sencillas medidas que no solo podrían tener una importante repercusión en la seguridad de las personas, son también un guiño de la sociedad, un aviso solidario. Las manifestaciones son necesarias, pero es necesario crear espacios seguros, ponerle las cosas difíciles a los depredadores, que no sea un acto de valor aparcar el coche. Acompaño mi recomendación con la foto de una señal que indica que la plaza está reservada a mujeres.

By JG-NF CC BY 3.0 , via Wikimedia Commons Plaza de parking reservada a mujeres.

Por último, me gustaría hacer una reflexión: este artículo tiene poco más de dos mil palabras, un par de cuartillas, algo insignificante si se considera el dolor y el daño que contienen. Conozco personalmente a las protagonistas de todos los hechos relatados; créanme, son personas estupendas y normales. No han hecho nada diferente a lo que usted o sus personas queridas hubieran hecho. La violencia es siempre traumática, pero la violencia sexual es además aleatoria y atenta contra nuestro yo más íntimo. Nadie debería sufrirla. Todos tenemos una responsabilidad y debemos ejercerla, tenemos que ejercerla. Si no sabe qué hacer, pregunte cómo, y elija su bando. Pero no tarde mucho en hacerlo: En el año 2014 se presentaron en España nueve mil cuatrocientas sesenta y ocho denuncias por violencia sexual — la cifra incluye las agresiones sobre menores — , una cada cincuenta y cinco minutos, venticinco al día, no tarde en elegir.

Actualización a agosto de 2018

Las paradas de bus bajo demanda es otra de las medidas que pueden ser eficaces en la lucha contra la violencia sexual. Las tratamos en el siguiente artículo:

Jesús Belenguer dirige el equipo que diseñó e implanta el Protocolo Mercurio que es el sistema de gestión de la seguridad personal de trabajadores desplazados a países lejanos más implementado en las empresas españolas. Comparte sus ideas en Medium desde abril de 2015.

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Jesús Belenguer
Autoprotección familiar

Director de Seguridad Privada y TS en Gestión de Riesgos y Protección Civil. EU en Análisis de la Conducta Violenta y en Ingeniería Protección Contra Incendios