Justicia poética que duele [The Shield, séptima temporada]

No hay mejor ni más adictivo invento que aquel que se desea y hace sufrir. Algunos lo llaman amor, otros masoquismo. La última temporada de The Shield es el nudo en el estómago que todo seriéfilo quiere sentir. Shawn Ryan cocina en la caldera del barrio de Farmington un guiso lleno de casquería hipercalórica. Todo sin pelar, al natural. Huele que alimenta y engorda que da gusto. Pero es difícil que el espectador no quiera mancharse las manos para chuparse los dedos, aunque la digestión posterior sea casi peor que una úlcera. La séptima tanda de esta joya del realismo áspero es una eterna agonía que finaliza con uno de los desenlaces mejor hilados y más impactactantes de la historia de la ficción televisiva. El showrunner toma con furia las riendas de la producción y exprime al máximo las debilidades de los personajes. Los lleva al límite y saca lo mejor de ellos en una trama que ensambla con suma delicadeza todas las líneas argumentales. Los conflictos étnicos, la corrupción, la violencia, la enfermedad y la traición, temas ya desarrollados en las temporadas anteriores, se trituran en una pegajosa salsa que mancha las vidas de policías, delincuentes y políticos. Todos ellos frecuentan La Cuadra, una comisaría maldita de Los Ángeles que ‘okupa’ el espacio dejado por una iglesia y que es el cuartel del mermado Strike Team que dirige Vic Mackey (Michael Chiklis). Quizá el peor y más querido hijo de puta de la historia de la televisión. Nuestro Vic.

Para Mackey y lo que queda de su equipo, el desarrollo de esta última temporada es como la carrera de una manada de búfalos que se dirige hacia un precipicio. La llanura en la que marcaban su territorio se ha convertido en un malpaís que hace incómoda la supervivencia. De manera inconsciente, quién sabe si por miedo o por soberbia, trotan para emigrar. Por el camino alguno cae por el disparo certero del algún cazador. Siguen adelante, cada vez con más velocidad. Pero el horizonte ya marca el final. Lo ignoran y de manera abrupta se despeñan entre las rocas. Duele.

Igual que hiere la inevitable la comparación entre The Wire y The Shield. Las dos series, coetáneas, son primos hermanos que van a la misma clase, pero salen con pandillas diferentes, aunque les conoce toda la ciudad. Para ligar, ambos tienen una dudosa moralidad, métodos más que cuestionables pero igual de efectivos, aunque uno de ellos es popular, digamos el yerno deseado, y el otro es ese capullo sucio y desharrapado que no para de fornicar. ¿Hacer el amor o follar? Para hipsters, The Wire es rock progresivo y The Shield es punk. En un mundo estereotipado, mientras los himnos de Pink Floyd hacen que el que los escucha sea un tipo interesante, ese que dice leer el suplemento cultural, los Sex Pistols tienen una venta difícil, etiquetados como una moda recurrente en las páginas de tendencias. Volviendo a lo carnal, estas dos series policiacas son las mejores del realismo negro: una, haciendo el amor; la otra, follando.

The Shield hace de la adrenalina su seña de identidad. Shawn Ryan mete una marcha más en el ritmo frenético que conduce las temporadas anteriores. La inminencia de un desenlace catastrófico pone nerviosa a una cámara que se mete en el alma de los protagonistas con primerísimos primeros planos. El montaje de The Shield es metadona para una generación amamantada con los videoclips de la MTV. Con la cámara al hombro, se escupen planos indiscretos, muy cortos, temblorosos y furtivos que podría haber firmado el mismísimo Spike Jonze. De hecho, las secuencias de acción de la serie de Ryan son una versión refinada del mítico ‘Sabotage’ de Beastie Boys, ese simpático homenaje de la banda neoyorquina a las reyertas de series setenteras como Starsky and Hutch o Hawaii Five-O. El montaje furioso se complementa con una fotografía saturada y granulada que quema al espectador con la suciedad de la imagen y el penetrante sol angelino. Porque The Shield es un hijo travieso del colapso cromático de Traffic (Steven Soderbergh), una obra maestra que también escarba en la ponzoña de la ley y el orden. En esta atmósfera sudorosa y estresante, el Strike Team cuenta con un protagonista estelar. Un colega. Se trata de la ciudad de Los Ángeles. Las calles del ficticio barrio de Farmington cobran vida y hacen avanzar la trama entre sus destartaladas casas unifamiliares y sus laberínticos patios traseros. Todo un homenaje a una ciudad infinita, que nunca se acaba, una ratonera para el gran sueño americano.

En el lado luminoso de esas calles, sobresale Holland ‘Dutch’ Wagenbach (Jay Karnes). El detective es un ejemplo casi perfecto de cómo debe evolucionar un personaje a lo largo de las temporadas de una serie. De pardillo hazmerreír a inteligente sabueso que sabe olfatear, rastrear y capturar a un imberbe psicópata (“Genocide” 7.4). Pero no es nadie sin el consuelo y la comprensión de su capitana. El declive físico, emocional y profesional de Claudette Wyms, interpretada por una magistral CCH Pounder, es la imagen de la impotencia ante los desmanes de Vic Mackey. Siempre va una jugada por detrás, aunque moralmente gana todas las partidas. Es inevitable no sentir compasión por una gran profesional que saca fuerzas del vacío tras darse cuenta de que no hay remedio para su enfermedad. Sus cambios de humor, su agresividad con los compañeros que le quieren y le respetan son la energía robada por las bestias del Strike Team. Sin embargo, Wyms y Wagenbach quieren ser actores protagonistas en la caída de la manada de Vic Mackey, pero no dejan de ser extras en su implosión final.

¿Y el lado oscuro? ¿El reverso tenebroso? Eso es territorio del Strike Team. Una manada que elimina las normas para mantener las calles a raya, un equipo que no permite que se toque a los suyos, un escuadrón de asesinos con placa. Pero el grupo ha quedado menguado a dos integrantes: Ronnie Gardocki (David Rees Snell) y Mackey. Shane Vendrell (Walton Goggins) ya no es uno di noi, es un verso suelto, un riesgo para la vida de todos los que se le acercan y conviven con él. Pésimo estratega, improvisador nato, sus malas decisiones le llevan a una guerra a vida o muerte con sus dos amigos (“Parricide” 7.8). Si en la ‘finale’ de la quinta temporada ejecutaba a su ‘hermano’ Lem, ahora carga contra Mackey y Gardocki mientras intenta salir de una maraña en la que las mafias armenia y mexicana están sedientas de poder y venganza. En esta tormenta perfecta, a Vendrell no le queda más remedio que iniciar una huida hacia adelante con su mujer embarazada y su hijo pequeño. ¡Por Dios, qué angustia! Es una agonía lenta, progresiva y destructiva, con muchas aristas, quizá la mejor narrada en la historia de la ficción televisiva. Por un lado, parece que es inevitable que el peso de la Justicia caiga sobre él y sus antiguos compañeros. Por otro, los restos del Strike Team amenazan con desmembrar su vida y la de su familia. Cada paso de Vendrell es más y más barro hasta que el cieno no le deja avanzar. Es en ese momento cuando toma la decisión más impactante y dolorosa. Un dulce adiós para lo que más quiere y un violento ‘hasta nunca’ para sí mismo. El clímax emocional de The Shield duele. Rompe.

Pero hay otro clímax en The Shield. Está reservado a la definición en mayúsculas del antihéroe. Un tipo que defiende un bien superior travestido con cuestionables métodos y una moralidad pasada de fecha. Pura patraña. Un hijo de puta con el que el espectador empatiza. Un funambulista de los valores. Vic Mackey ha pasado de ser el padre protector de una jauría de policías desbocados a ser el padrastro maltratador y verdugo de todos los que le rodean. En “Family Meeting” (7.13) traiciona todos sus códigos para conseguir la inmunidad por sus crímenes. No hay atisbo de arrepentimiento, solo es pura supervivencia. Por el camino va dejando un reguero de daños colaterales (Vendrell y su familia, Gardocki, su exmujer, sus hijos…). Pero hay justicia poética. Mackey está completamente solo en un desenlace que es como un bofetón en la cara. Nadie le quiere, con nadie puede estar. Ha salvado la cárcel, pero ahora está preso en una oficina. Lejos de una familia que ha renegado de él, cerca del abismo de la intrascendencia. Mackey es un búfalo rabioso atascado en una mesa de oficina. Ryan cartografía el castigo del antihéroe con una secuencia memorable en la que desaparecen el ruido y el ritmo frenético de la serie para dejar paso al silencio y el estupor del animal que comprende que está muerto en vida. Un desenlace que se desea y, a la vez, hace sufrir. Colosal.

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