Treinta días para sobrevivir.

Día 1

La pregunta parecía simple: ¿Qué ocurre en tu país?. Mi amigo P. me la formuló con esa curiosidad un poco desconcertada que la situación Venezolana suele despertar en quienes la observan a cierta distancia. Sobre todo P., ciudadano español y que ahora mismo, se debate en la disyuntiva de lo que llama un cambio “radical” y el continuismo de un bipartidismo decepcionante. El panorama podría parecer idéntico al de la Venezuela de 1998 pero no lo es. Y quizás por esa necesidad de comprender las diferencias, de analizar el punto de vista histórico a la distancia, P. insiste en tratar de comprender el proceso histórico y político Venezolano.

¿Que ocurre en Venezuela? Medito la pregunta con una sensación de urgencia. Necesito responder el planteamiento o más bien, comprenderlo a cabalidad. La primera respuesta que se me ocurre es obvia: Sufrimos una crisis política, social y económica de consecuencias imprevisibles que se agrava a medida que transcurre el tiempo. Una crisis además, que parece no sólo una combinación de circunstancias sino la síntesis de una serie de errores históricos difíciles de comprender a simple vista. De manera que esa no es la respuesta, me digo. Lo que ocurre en Venezuela es mucho más profundo y complejo.

— Se trata de comprender mi país y el vuestro desde cierto paralelismo — insiste P., desde la pantalla del Skype. Se le ve preocupado, un poco irritado. Hace unos minutos, sostuvimos una tensa discusión sobre Iglesias, “el coletas”, quien P. insiste es probablemente la única alternativa viable en una España sacudida por una grieta social y económica preocupante. Él o su partido, en todo caso. También debatimos sobre Sánchez, que se niega a llamar a Venezuela “dictadura”, a pensar de los indicios obvios de la tragedia. Lo escucho y recuerdo las mismas frases, incluso pronunciadas con idéntico énfasis, hace casi dieciséis años, en una Venezuela sacudida por la consciencia de un inevitable cambio político. Cuando se lo menciono, P. sacude la cabeza. “Venezuela no es España” me dice. Suspiro, cansada. Venezuela ya no es Venezuela, pienso.

La respuesta entonces sobre lo que ocurre en nuestro país no puede sólo analizarse sobre las consecuencias de un hecho inmediato o relativamente claro. No se trata sólo que Venezuela reaccionó a la consecuencia de una serie de circunstancias que erosionaron el entramado político, sino que se construyó un momento histórico idóneo para la existencia del fenómeno Chavez, del autoritarismo militar encarnado por un caudillo carismático, símbolo de la ruptura social con la política tradicional. Como ahora en España — y por supuesto, salvando las distancias y consideraciones de índole económico e social — el ciudadano Venezolano decidió que el necesario cambio en el panorama el país, debía ser la consecuencia de un planteamiento por completo nuevo, una visión radical sobre los errores del poder. ¿El resultado? al menos en Venezuela, un escenario de ruptura, una lucha ideológica que sintetizó los puntos más endebles de una democracia imperfecta y un nuevo discurso basado en esa noción del error histórico y económico que sostiene la reivindicación. El chavismo como consecuencia y no como causa, de una serie de variables esenciales que ahora mismo, parecen ocultarse bajo el rostro de una crisis coyuntural.

Pero más allá del Chavismo, lo que ocurre en Venezuela es una lenta, progresiva e indetenible caída en el abismo. Una que comenzó casi cuatro décadas atrás y que nos alcanza como la onda expansiva de un fenómeno que incluso resulta inexplicable para quienes lo sufrimos. Puede parecer poético, pero en realidad se trata de una ruptura histórica que sepultó a la sociedad Venezolana en algo semejante a un alud de proporciones monumentales. Además de lo económico (supongo que lo más visible de todo este caos que soportamos) se encuentra la cultura que nació al borde de la miseria, la escasez, la mezquindad, los peores rasgos colectivos que salen a flote en mitad de la necesidad de supervivencia. Porque de eso hablamos ¿No es así? Sobrevivir, intentar por todos los medios no hundirnos en medio de una mar oscuro y silencioso bajo el que yace todo tipo de amenazas. Venezuela — los Venezolanos — vadeamos el desastre con poca habilidad y casi ninguna capacidad para superar una tragedia de semejantes proporciones. Y aquí nos encontramos, batallando a ciegas, con la tormenta empujando nuestro pequeño navío al abismo. Convertidos en víctimas, expatriados, en parias, en rostros anónimos. Batallamos en Venezuela y fuera de ella. Una guerra en medio de una ráfaga de miedo y de dolor casi imposible de contener.

Sobrevivientes a un país que ya no existe.

Más tarde:

Últimamente, pienso mucho sobre la comida. Lo que comeré, lo que necesito comer, si en el futuro podré adquirir cualquier alimento en medio de la hiperinflación que atraviesa mi país. Es un pensamiento tenebroso y persistente, que me acompaña a todas partes como una obsesión privada. Me quedo de pie mirando los anaqueles abiertos. Unos cuantos alimentos enlatados, verduras. En el refrigerador, carne pulcramente empaquetada. Puedo adquirir aún lo que para la mayoría de los venezolanos es prohibitivo, un lujo impensable casi. Pero ¿Hasta cuando podré hacerlo? Trabajo más de lo que jamás en mi vida para recibir el mínimo salario que creí obtener. Me lo digo cuando sostengo una de las latas de atún, otra con granos procesados. Una pequeña colección de supervivencia. ¿Aún puedo? ¿Cuando no pondré? Cuento las lascas de bistec, hago un cálculo mental. ¿Doce días? ¿Quizás sólo diez? ¿Cuál será su precio para entonces? ¿Podré alcanzarlo? Me tiemblan las manos cuando ordeno las pequeñas bolsas de verduras y legumbres. Papas, zanahorias. Una bolsa de lechuga fresca. ¿Suficiente para una semana? ¿Algunos días más? ¿Luego qué? Cierro la puerta de refrigerador con los labios temblando de miedo. Las manos aferradas al metal con fuerza. Tengo miedo. Mucho miedo.

Crecí en un país al borde del desastre pero nunca supuse la rapidez como cada cosa en Venezuela perdería el sentido y la forma, la coherencia, la mera posibilidad del propósito. En medio de la debacle, tengo la sensación contraria que huyo de una criatura de mil fauces abiertas, babeantes. Una criatura cada vez más grande, invencible. Miro sobre el hombro y la figura monumental que me persigue parece extender las garras, aplastar todo a su paso. Edificios, las diminutas siluetas de hombres y mujeres, automóviles, esperanzas, luces y sombras. La oscuridad está en todos lados. La oscuridad es hedor que parece invadir todos los lugares. Ese silencio sin forma y sin sentido del terror al futuro.

Sonrío en medio de las lágrimas. La crisis no tiene tanto colorido como los meticulosos colores que le da mi imaginación. La realidad es mucho más despiadada: catorce papas, seis zanahorias, una lechuga que comienza a afearse en los bordes de sus hojas crujientes. La oscuridad está por llegar, me digo casi sin poder evitarlo. El monstruo aciago, la simple desesperanza, más pesada que cualquier fantasía.

A eso me enfrento a diario. A eso me pregunto si sobreviviré.

Dia 2:

Caracas tiene un aspecto arrasado, remoto. Con las esquinas repletas de basura, grupos de transeúntes que caminan de un lado a otro por las aceras rotas y deformadas por el descuido. De pronto, la ciudad no es una ciudad, sino una especie de amenaza. Como si la tensión en el aire — imaginaria quizás, pero en ocasiones tan real como un presagio a punto de cumplirse — tuviera el color de las nubes de tormenta que se ciernen en el perfil de la montaña.

Lo miro todo de pie junto a la ventana de mi estudio. Una fila de hombres y mujeres atraviesa la calle diez pisos más abajo, aguardan por el transporte público en medio de la avenida desierta. Unos metros más allá, una figura solitaria escarba entre las bolsas de basura que se acumulan con lentitud, empapadas de la lluvia reciente, convertidas en un magma extraño y maloliente. Me pregunto si esta es la imagen del dolor, de la angustia, del país que se desploma o sólo la sensación que somos sobrevivientes a un mal extraño e inexplicable.

Siento un escalofrío. Una vez leí que luego del saqueo a Constantinopla, la ciudad entera quedó suspendida en un silencio plácido y engañoso. Como el rito mortuorio de algo más denso y complejo de comprender a primera vista. ¿Eso es lo que nos ocurre? me pregunto frotandome los antebrazos, en un intento de luchar contra la sensación de terror que me cierra la garganta. ¿Caracas finalmente cae en un pequeño sopor sin retorno?

No lo sé. El pensamiento resulta agresivo, casi galvánico. Una idea que se entrecruza con otras tantas hasta dejarme aturdida, un mero testigo del silencio tenso que precede la tormenta. O la mera sensación de ausencia que no puedo explicar. En el horizonte, la montaña desapareció bajo la neblina. A sus pies, la ciudad en el desánimo. O quizás, en la simple desesperanza.

Aglaia Berlutti
·
119 min
·
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