Muerto en Cautiverio

Sergio Ceyca

Shango Lector Blog
Shango Lector BLOG
13 min readMay 5, 2020

--

Di que fuiste yo y que luego pudiste encontrar la mirada.

Sabes que estamos igual de dañados.

Blonde Readhead

Habíamos acordado tomar unas cervezas y al llegar al departamento de Joaquín, encontré la puerta abierta. Él estaba de espaldas sobre el suelo como si tomara una siesta en los azulejos helados, con tres heridas en el pecho. Intenté tranquilizarme para pedir ayuda; el ventanal de enfrente, a donde siempre miraba, tenía la cortina corrida. Aunque en diversas ocasiones había estado en escenas de crimen, ahora que me había mudado a la Capital sentía que la violencia me había alcanzado y arrebatado a alguien cercano. Llamé a la policía y luego me quedé sentado en el sillón. Cuando los peritos levantaron el cuerpo sin el menor cuidado, subí a una patrulla para que me llevaran a la estación a dar testimonio. En los pasillos de la Secretaría de Justicia había hombres esposados. Uno de los ministeriales me pidió que lo acompañara a su escritorio; ahí, acomodó unos lápices sobre la mesa cuando preguntó sin mirarme: “¿Y cómo se llevaba con el difunto? ¿Ningún problema últimamente?”.

A partir de ese día los pensamientos desesperados no me permitían concentrarme en las coberturas, sentía calambres en el tórax que me hacían detenerme cuando me trasladaba entre eventos, y, por las noches, cuando estaba por caer en el sueño, mi cuerpo se movía por reflejo. Necesitaba arrancar de raíz esa angustia. Así que hablé con colegas de la capital y con los que lo fueron en nuestra ciudad, y se organizaron manifestaciones simultaneas. Recordé que Joaquín dijo, en alguna ocasión, que el día que lo mataran, no marcháramos por él sino para que le bajaran el precio a la cerveza.

Yaret Ramírez. 2017

Los periodistas fueron llegando con pancartas a la rotonda. Me saludaban como si yo fuera el deudo. Descubrí que una chica con cabello plateado caminaba a mi alrededor, pero, cada vez que iba a acercarse –quizá para entrevistarme– alguien más me interceptaba. ¿Sería acaso alguna reportera inexperta? Iniciamos el movimiento por Paseo de la Reforma, yo con una enorme manta donde venía el rostro de mi amigo, y los reporteros me alcanzaban para tomarme fotografías que, seguro, iban a llegar incluso a la portada de mi periódico para convertirse en un problema laboral. Mas ya no me importaba.

Una vez que la marcha se detuvo frente a Palacio Nacional, la chica pudo acercarse. Me saludó de beso.

– Tú y yo nos conocemos. O algo así. Más bien, sabíamos de nuestra existencia.
Me dijo sonriendo sin coquetería. No me gustó el tono y le pregunté de dónde

– ¿Harás algo ahorita? ¿Regresarás a tu redacción? Te invito una cerveza. Necesito hablar contigo. Siempre quise beber con ustedes.

Tuve que preguntar quién era ese ‘ustedes’.

– Con Joaquín y contigo. No me reconoces, ¿verdad?

La primera vez que fui al departamento de Joaquín confundí su edificio con el que estaba del otro lado de la calle (ambos eran torres de cristal sin número visible), así que le marqué para que bajara a abrirme. Joaquín no quería hacerlo: ¿y si era una trampa? Más tarde, tras convencerlo, aceptó que no podía permitir que la paranoia lo rebasara, y se puso a llorar sobre su mesa-comedor: “Nunca me va a gustar esta ciudad. Yo nunca le he deseado mal a alguien. A veces me digo que esto es sólo una racha de mala suerte, que yo no me lo merezco, que las cosas se van a arreglar”. Esa escena se repitió posteriormente tanto en el mismo departamento como en bares del centro y en fiestas de periodistas, quienes se acercaban para escuchar la historia de cómo salió huyendo. Siempre explicaba que, en esos últimos días, bajaba a la ribera del Tamazula para observar la corriente en la que un día podría aparecer flotando.

Tenía pesadillas en que su madre llegaba a su casa –esa que tuvo que abandonar– tras mucho tiempo sin tener noticias de él para encontrarlo colgando del techo. En otras aparecía tirado a la orilla de un camino perdido, con el cuerpo lleno de heridas y marcas. O, más simple, era emboscado por un coche del que bajarían cuatro niños (“siempre son niños”, decía), quienes lo obligaban a hincarse en medio de la calle antes de dispararle en la frente: “Por eso empecé a llamar a conocidos de aquí para ver quién podía salvarme. Cuando me conectaste con el Ministerio de Protección de Victimas corrí a imprimir el boleto y después crucé la ciudad, una última vez, sin muchas ganas de despedirme de nadie. Ni siquiera preparé una maleta en forma, sólo eché ropa de la tenía limpia. Aunque no me asesinaran, de todas maneras, me robaron mi vida”.

Yaret Ramírez. 2017

Entré con la chica de cabello plateado a una cantina con mesas y sillas de plástico. Ordenamos una caguama y dos vasos. Esperé a que ella hablara primero.

–No ha sido una temporada muy alegre. Muchas noches sin dormir bien.

No lograba ubicarla de nada. ¿Dónde nos conocimos? ¿En casa de la reportera de Univisión?

–No lo sospechas, ¿verdad?

Le dije que no me gustaban los juegos. Ella suspiró:

–Vivía del otro lado de la calle. El departamento con ventanas enormes, frente al de Joaquín.

Nunca la había mirado de cerca. Pero sí: los mismos lentes y el mismo cabello plateado.

–Para mí era todo un misterio. Desde el primer día que llegó se puso a espiarme. En las últimas semanas me he enterado de muchas cosas. Ha sido una pesadilla. Me da lástima lo que le ocurrió.

No la entendía. Joaquín no hacía más que espiarla.

–La verdad es que yo también estaba encerrada. Necesitaba distraerme.

Mientras Joaquín sacaba unas botellas del refrigerador, durante las primeras semanas, me contó que se había quedado observando el apartamento del otro lado de la calle. Un edificio también rodeado de cristales, en el que, cuando abrían las cortinas, podía verse el interior igual que si fuera una pecera. En él vivía una chica: “Está muy guapa, tiene el cabello plateado, no blanco, como si se hubiera encontrado de frente a la Muerte”, me argumentó. Me asomé hacia el apartamento y descubrí que mi amigo tenía razón: era como ver el reflejo del lugar donde nosotros nos encontrábamos. Joaquín me explicó que a veces ella salía (ya iban cinco días en que, cuando no estaba viendo televisión, se ponía a espiarla), y que la miraba caminar por la calle siempre volteando hacia todos lados: “Como si esperara que le llegara un golpe por cualquier flanco. De seguro, también, en ese edificio el Ministerio tiene departamentos de seguridad. Ha de ser alguna luchadora social o, por qué no, otra periodista oculta”. En ese momento la chica trabajaba en una computadora portátil mientras, a momentos, bebía de una taza. No podía deducir nada de lo que Joaquín me narraba: “El otro día la vi hablar por teléfono, enojada, estaba discutiendo. A lo mejor era una llamada con su amante, quien le inventaba alguna excusa para no visitarla. Quizá es él quien la tiene oculta en esta torre de espejos”, comentó y yo, inmediatamente, desestimé su historia: “Andas muy confabulador, como que necesitas salir, ¿no? Dar algún paseo por librerías o bares del centro, dejar el encierro”, lo juzgó él con severidad. Torció la sonrisa. “Aún no me animo”, respondió. “Tendrás que hacerlo en algún momento: no puedes espiar a la vecina de enfrente toda la vida”, le dije antes de terminarme la cerveza y pararme por otra, para interrumpirlo.

Durante los siguientes días, Joaquín empezó a mandarme fotografías de aquella pecera. La chica haciendo sentadillas en su sala, la chica dormida en el sillón, la chica saliendo con una toalla de baño. “No ha venido a verla nadie así que la teoría del amante se cae”, decía en los mensajes. No entendía por qué le interesaba tanto aquella mujer, ¿la deseaba? “Quizás un poco. Siento que ella, que está frente a mí, está pasando lo mismo que yo: a lo mejor es una activista desplazada, a lo mejor es la novia de algún malandro, y a lo mejor sólo es una chica que hace trabajo desde casa. ¿Nunca te has quedado frente a un espejo sintiendo que lo que refleja es una amplificación de tus defectos? Como cuando agarras el periódico y saltan los errores escondidos tras tantas revisiones. Así lo siento. Lo que veo enfrente me intenta rebelar algo sobre mí, sobre lo que estoy viviendo, pero no sé qué es”, me respondió, aunque en ese momento no lo comprendí.

–Era divertido sentarme en mi sala y hacer como que no sentía sus miradas. A veces salía en toalla del baño, esperando verlo. Yo también necesitaba algo para entretenerme. Yo leía sus investigaciones. Me entristeció que por lo de la huida dejara de publicar. No sabía que era él quien estaba del otro lado de la avenida.

Le pregunté cómo dio con sus trabajos si aparecían en un periódico que, principalmente, publicaba temas locales.

–Por un compañero que estuvo primero en tu estado, y luego se mudó al mío. Me interesó mucho el reportaje de las guarderías que publicó hace tres años: no pude creer que hubiera gente capaz de abrir guarderías con apoyo gubernamental usando las actas de nacimiento de bebés muertos.

Le conté que siempre había un momento en la borrachera, antes de que me viniera a buscar trabajo a la Capital, en que Joaquín golpeaba la mesa y gritaba: “¡Pues que me maten! ¡que se animen a hacerlo!” Luego, ya estando aquí, empezó a decir que en esa época estaba muy pendejo, que pecaba de arrogante.

–¿Te puedo preguntar algo delicado?

No sé para qué advertía. Lo iba a hacer de todos modos.

–¿Quién crees que lo haya asesinado? ¿O que haya dado la orden?

Me quedé mirando al fondo de la cantina. Escuchaba el nivel de las pláticas. ¿Y si alguien nos estaba escuchando?

Yaret Ramírez. 2016

Le argumenté que se me haría difícil que fuera por un caso viejo. De hecho, cada vez que me contaba la historia de por qué huyó profundizaba en nuevos detalles: primero sólo dijo que lo llamó un político para amenazarlo; en otra ocasión, que buscó ayuda y que nadie lo protegió. También estuvo la ocasión en que llegó a mi casa, de madrugada. Le abrí la puerta y le pregunté, aún dormido, qué había ocurrido y él dijo que estaba seguro de que lo perseguían. Le presté una cobija para que durmiera en el sillón. Cuando desayunábamos, me dijo que la mañana anterior se había metido un pájaro a su casa por la ventana del baño; aunque éste no le molestaba sintió que el ‘animalito’ iba a ser infeliz ahí adentro. Intentó atraparlo.
El pájaro brincaba entre sus cosas y Joaquín no lo alcanzaba hasta que, cuando se escondió bajo el comedor, se tiró de golpe al suelo para agarrarlo con el puño. El pájaro no quería estar aprisionado. Mientras bajaba por las escaleras, Joaquín le habló para que se calmara: “Vamos, pajarito, yo te entiendo, sólo necesito que tengas paciencia”. No se dio cuenta en qué momento murió. Seguro se infartó de la desesperación; Joaquín lo descubrió hasta que llegó abajo y, al abrir la mano, el pájaro se estiró sobre su palma con los párpados cerrados. “Fue más terrible porque parecía que, de todas maneras, estaba destinado a morirse. Parecía cosa de brujería”, me dijo. No me contó qué hizo con él, supongo que lo habrá tirado o enterrado. Sólo sé que, desde temprano, se pasó a las cantinas del centro. En ellas se puso a tomar con un hombre al que le estaba invitando las cervezas; en cierto punto, este se ofendió por algo que Joaquín dijo (luego era muy indiscreto), y amenazó con matarlo. Hasta lo persiguieron por el Centro Histórico. No le entendía mucho porque Joaquín aún andaba muy nervioso, así que mejor lo dejé dormir otro rato; antes de salir para la oficina, a mediodía, me siguió platicando que aquella noche más que sentir que lo cazaban unos borrachos fue como si lo hicieran todos los políticos de los que guardaba secretos. Aquellos que, cuando fue amenazado, le dieron la espalda: “Fue como una ola y, de pronto, me sentí como el pájaro que se me murió en la mano, encerrado, atrapado en esta ciudad monstruosa”, me dijo y yo no supe qué responderle.

–Nunca lo vi en las reuniones del Ministerio de Protección. Eso me extrañó. En una ocasión tocó el timbre de mi casa. Pregunté quién era por el comunicador y me dijo que era el vecino de enfrente. No hacia ningún teatro, era directo. En aquel momento me dio mucho miedo, ¿sabes? La persona que me ha espiado durante semanas y a quien yo también le he regresado esa grosería estaba pidiéndome entrar, ¿acaso no suena como una trampa? Así que colgué. A escondidas, miré cuando cruzó la calle y entró a su sala. Dejó su cortina abierta, supongo, para decirme que no tenía nada que ocultar.

Era momento de preguntarlo:

–¿Y tú por qué acabaste aquí?

La chica del cabello plateado me contó que cuando cerró la puerta principal de su casa –aquella que tantos años le costó comprar– tiró la mochila sobre una de las sillas de plástico del comedor que comparte espacio con su sala, antes de dejarse caer sobre el sillón gastado y lleno de polvo. Abrió su computadora para buscar videos sobre cosas estúpidas: necesitaba alejarse del trabajo, había tenido un día de peleas constantes con su editor por un reportaje al que le cambiaron el título a último minuto. “Es que entiende”, le decía, “no trata sobre cómo los narcos de la región están usando a niños como servicio de entrega a domicilio por la ciudad, sino que un niño, un solo niño, fue el que hizo eso y por eso lo asesinaron. Me vas a meter en problemas”. El editor, un hombre práctico y duro, sólo le volteaba la mirada. En el momento en que los vidrios explotaron, en un solo movimiento, ella rodó por el sillón hacia el suelo; se tapó los oídos con las palmas para no escuchar aquella lluvia de balas que entraba por la parte delantera de su hogar. Los vidrios se deshacían, cayendo cerca y sobre ella; gotas de cristal. Ahí abajo, se quedó pensando si sentía dolor en alguna de su cuerpo, e intentó llevar sus pensamientos a una habitación blanca y vacía donde pudieran refugiarse. Sólo pudo pensar en aquellos meses, después de entrar al periódico, en que su cabello fue perdiendo color, poco a poco. La tristeza, frente al espejo.

Cuando todo terminó no se animó a pararse; se arrastró hacia la cocina, un punto donde no podían tocarla las balas, y escuchó un coche quemar llanta.

Los directivos del periódico llegaron diez minutos después que la policía. No sabía si abrirles la puerta. El director se quedó hablando con los oficiales mientras su editor le preguntaba, a través de la ventana deshecha, cómo se sentía. “Es tu culpa”, le dijo desde su lado de la puerta, “Seguro fue por tu error. Me quieren matar”. Su compañero no sabía qué responderle.

El director se acercó para decirle que los oficiales argumentaban que, de seguro, se equivocaron de casa.

Ella no quiso escuchar muchas razones y cuando finalmente abrió la puerta, traía una maleta: “Llévenme al aeropuerto. No quiero quedarme a averiguar”.

–Cuando Joaquín llegó a ese apartamento, yo ya tenía ahí un mes. Te diré la verdad: nunca dejé de escribir para mi periódico. Soy combativa. Después supimos la realidad: el problema no era el error del encabezado, sino que toqué un punto sensible para la criminalidad de la ciudad. Así que continué escarbando desde acá, aunque no debí de haberlo hecho–, en ese momento esa se quedó mirando al fondo–. Yo vi cuando asesinaron a Joaquín. Desde mi sala.

A duras penas pasé el trago. Miré en la misma dirección que ella: en el fondo había dos jóvenes que hablaban sobre músicos.

–¿No me vas a preguntar quién lo asesinó?

Le expliqué que no sabía si iba a servir de algo. Aunque supiéramos la verdad, ella no iba a poder testificar. Por algo estaba oculta. Que me disculpara, pero que me molestaba que las cosas siempre ocurren de la peor manera.

La chica se peinó el cabello plateado con la mano. Se quedó mirando a los jóvenes sin saber cómo continuar la charla.

–De cualquier modo, necesito decírtelo. Es algo que me está destruyendo desde que ocurrió –la chica del cabello plateado agarró mi mano sobre la mesa–. Es algo que tú también tienes que saber.

Aquella noche Joaquín estaba mirando la televisión. Ella lo observaba de reojo desde que tocó el timbre de su casa, ya no tan segura de aquella amistad a distancia. Vio el momento justo en el que su puerta se abrió de golpe. Se tiró al suelo. Pensó que ocurría en su casa y que iban a dispararle. Entraron varios jóvenes y un hombre alto, con chamarra de camuflaje, que pudo reconocer. Él se puso de pie para hablar con ellos. Le gritaron. Discutieron. Él quiso acercarse a ellos, y le dispararon en el pecho. Cayó de espaldas. Luego, empezaron a hurgar en el departamento. El hombre miraba los muebles y las cosas del lugar como si algo no le cuadrara. Ella pudo haber corrido a ayudar. No dejó de pensar en la imagen de Joaquín sobre el piso, retorciéndose, y aquel hombre moviendo cosas en el departamento. Solté su mano y ella empezó a llorar. Buscaban cosas de mujer. Es decir, se equivocaron de edificio. Iban por ella.

Yaret Ramírez. 2019

Sergio Ceyca (Culiacán, 1990) ha publicado la novela No tendrás perdón (Instituto Sinaloense de Cultura, 2018). Estudió leyes en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Se ha desempeñado como reportero en diversos medios electrónicos como Primera Plana Portal y Plumas Atómicas, al tiempo que ha colaborado en algunos impresos como Milenio Cultura y La Jornada Semanal. También ha publicado relatos en las revistas Radiador y Tierra Adentro. Actualmente es editor de la sección cultural de La Pared Noticias y becario en la categoría Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca).

Sergio Ceyca. Fotografía: Ignacio Laveaga. 2020

--

--

Shango Lector Blog
Shango Lector BLOG

Escritura para llevar. Espacio fundado para amantes de la escritura. ¡Checa nuestro blog! https://medium.com/shango-lector-blog Lecturas todos los días