Aquella voz que no se va

Abi Rios
Sin Fronteras
Published in
20 min readNov 20, 2018

Agustina Nova es una joven estudiante de 23 años. Su historia está casi tan rota como ella debido al fantasma de la anorexia que la persigue hace más de diez años. Llegó a pesar 36 kilos. Por qué esta historia no es de superación sino todo lo contrario.

En un día nublado de septiembre, Agustina llega a su casa temprano. Yo estoy a su lado. Para sorpresa de ella, su hogar se encuentra vacío, algo que no es muy común. Al entrar lo primero que hace, casi en un acto reflejo, es intentar obviar el espejo que se encuentra justo en frente de su puerta de entrada. “No me llevo muy bien con los espejos”, me dice en voz baja mientras se saca sus borcegos negros y los deja perfectamente acomodados en el pasillo.

Me guía hacia su sala de estar y levanta la vista hacia el reloj colgado en una de las paredes blancas, marca las 13:35 horas. Su mirada se queda un par de segundos en el lugar donde se encuentra el reloj y después me mira. Su cara cansada, con sus pómulos marcados y ojeras que resaltan en su extrema palidez, se encuentra ahora en un estado alerta, esperando. Yo espero con ella, no entendiendo el por qué de su pequeña laguna mental.

“¿Sabías que tengo tatuado el número 35?”, me pregunta. Yo lo sabía, lo que desconocía era su significado. Me cuenta que 35 era el peso al que quería llegar, su peso perfecto. Mientras lo dice, sonríe.

Agustina no es de sonreír demasiado pero cuando expresó el por qué de ese número grabado en tinta negra en una de sus muñecas, su cara se transformó. “Estuve muy cerca de conseguirlo”, me dice casi con orgullo en su voz.

Aquel fantasma que la acecha desde lo mas profundo de su cabeza está latente en todo momento. Agustina alimenta ese monstruo, pero no a ella misma. Todo su ser se encuentra consumido por la anorexia.

Ella es consciente de su enfermedad, no le avergüenza admitir que su ideal es muy distinto a lo que todos consideramos normal. Su sonrisa sólo duró ese instante ya que la seriedad volvió a dominar su expresión al recordar el por qué no pudo lograr su objetivo.

Sus recuerdos son escasos pero dice tener grabado a fuego en su memoria el día de su primera internación en la clínica Aluba, aunque previamente había sufrido una primera internación.

“Es algo para más adelante igual”, me dice al respecto, mirando sus manos al hablar, casi como teniendo vergüenza de verme. “En unos días, cuando esté más tranquila puedo contarte”, me asegura y así fue. Exactamente 17 días después.

A dos semanas del comienzo del mes de octubre, el clima continúa frío. Agustina me espera en la puerta de su casa, al igual que la primera vez que la vi. Lleva puesto un pijama de franela rosa de mangas largas, que deja ver sus brazos huesudos. El 35 resalta en la piel pálida de su muñeca.

Nos saludamos con un simple “Hola, ¿Cómo estás?”, con timidez. Ella no me mira a los ojos cuando responde un simple “bien” que no parece demasiado sincero. Entramos a su casa y la rutina es también la misma del primer día. Obviar el espejo, dejar sus pantuflas en la entrada y caminar por el pasillo hacia su sala de estar.

Esa habitación se encuentra iluminada con los, aún débiles, rayos de sol de ese día. Un ramo de rosas rojas en un jarrón color tierra decoran el lugar y da la sensación de vitalidad. Agustina me ve mirándolas y me dice que se las había llevado su papá la noche anterior. “Sabe que no me gustan las flores, pero las trae igual”, me cuenta.

Se sienta, con pose rígida, en el sillón. Yo espero. Agustina no es una persona a la que hay que presionar, ella habla cuando y como quiere. Excéntrica. Pasan unos minutos donde el único sonido proviene de la calle.

“Bueno, te voy a contar”, termina soltando después de un rato que pareció una eternidad. Mientras busca las palabras, se toca el tatuaje delicadamente con sus dedos. “Era el año 2009, tenía 14 años y pesaba 36 kilos”, empieza. “Hacía unos dos o tres años que era anoréxica pero sin ponerle ese nombre. Para mi simplemente era algo natural”, continúa.

“Una tarde estaba en mi habitación estudiando y recuerdo que no me podía concentrar”, me sigue diciendo, nunca mirándome a los ojos. “No sé en qué momento me desmayé, ese día no había comido nada y sinceramente creo que hacía días que no lo hacía”, completa.

No hay una gota de arrepentimiento en su voz. A pesar de que su mirada continúa fija en pequeña mesa que nos separa. “Cuando me desperté estaba internada. Me habían puesto una sonda con suero y mis viejos me preguntaban si era anoréxica”, prosigue en un tono de voz que de repente se elevó. Me cuenta que les dijo que no, que sólo ese día se había olvidado de comer. Una excusa que siguió usando a través de los años.

“Estuve dos días en esa clínica. Vinieron a verme psicólogos, médicos, pero yo no podía asumir que tenía un problema”, dijo. “Y no podía porque para mi no lo era. Yo me sentía más viva que nunca, no como ahora”, sentenció con voz más calmada.

Continúa hablando, siempre buscando algo más interesante para mirar que a mi. Me habla de sus papás, de cómo intentó convencerlos de que estaba bien. “Me creyeron”, afirmó.

“Cuando salí de ese lugar, pensé que todo iba a ser normal. Pero no”, continúa. Alza su mirada, en sus ojos una tormenta de emociones. Odio. Sobre todo odio. “Mis viejos no me dejaron en paz. Todos los días me controlaban y yo no pude más”, siguió contando.

Sus manos tensas, tomaron el celular que comenzó a sonar. El sonido la sobresaltó pero se limitó a mirar la pantalla encendida y dejarlo sonar. Le dije que conteste pero se negó. “Es mi mamá”, dijo como si esa fuera una razón más que válida para no responder.

Ambas esperamos. El celular sonó unas tres veces más. Agustina nunca contestó y tampoco habló conmigo durante ese lapso. Durante varios minutos reinó el silencio en esa habitación que sin darnos cuenta estaba casi a oscuras.

“Mi mamá es la principal culpable de mi internación en Aluba”, continuó por fin. “Una noche estábamos sentados a la mesa los tres, mi papá, ella y yo”, siguió diciendo. Su cara era casi una mueca de derrota. “Ella no paraba de mirarme y yo estaba obligada a comer”.

Agustina respira profundo antes de continuar, mientras se vuelve a acariciar el tatuaje en su muñeca. “Me gritó”, dijo a continuación. “Me dijo que me estaba matando y que ella no iba a dejar que lo siguiera haciendo”, prosiguió.

“Al día siguiente me llevaron a Aluba y me diagnosticaron anorexia. Una de las peores noches de mi vida”, finalizó con un notable cansancio en su voz. Todo en ella denotaba esa sensación, casi hartazgo.

Agustina en el año 2011

En este momento, Agustina se sienta derecha y cruza sus piernas. Comienza a hablar como si hubiera practicado un discurso, casi mecánico. Las palabras que salen de su boca nos remontan al año 2009, a una Agustina adolescente de 14 años que ya venía acarreando con la anorexia.

“Nadie se daba cuenta de que no comía, siempre lo simulaba. Me llevaba la comida a la boca, la masticaba pero la escupía en una servilleta de papel”, dice. Me cuenta que era fácil, que su familia no lo veía o prefería no verlo.

Cualquiera diría que los primeros en observar una conducta diferente serían los familiares, el entorno más cercano. Aquellas personas que conviven día a día. Sin embargo tal y como dice Agustina, hay personas que les cuesta identificar estos trastornos a pesar de ser tan visibles.

Su familia en particular, sobre todo sus padres, casi no la veían durante el día, ambos trabajaban. Ella tuvo que criarse prácticamente sola. “Me acuerdo que llegaba del colegio y en vez de calentar la comida que me dejaba mi mamá preparada, yo me acostaba. Le daba la comida a mis perros”, cuenta y agrega que horas después, cuando su mamá llegaba a la casa ella le mentía diciendo que había comido.

Mariana y Juan son los padres de Agustina. Aquel matrimonio de más de 20 años me recibe en la puerta de su casa, como tantas veces lo hizo su hija durante estos últimos meses. Mariana es una mujer de porte elegante, con pelo rubio y corto. Va vestida completamente de blanco. Es todo lo opuesto a Agustina.

Mariana me recibe con un abrazo como si me conociera de toda la vida, mientras Juan se limita a estrecharme la mano. Cordial y distante. Ambos se sientan en aquel sillón que fue testigo de tantas horas de charla y me miran. Parecen ansiosos de empezar a hablar o de terminar con la charla lo más rápido posible, no sabría decir.

La madre de Agustina comienza a hablar. Su figura es avasallante pero su voz es dulce, aniñada. Me cuenta que se culpa todos los días por no darse cuenta de la enfermedad de su hija. Mientras habla le toma la mano a su esposo pero él la quita. “Tardé demasiado en descubrir que estaba enferma y es algo que no me perdono”, dice con culpa en su voz.

Juan se limita a ver el centro de mesa con flores rojas que está justo frente a él. Su mirada fija en ese punto, casi sin parpadear. Mariana continúa hablando restándole importancia a la indiferencia de su esposo.

“La encontré desmayada en su habitación y no supe qué hacer”, sigue y agrega que una vez en el hospital, sacó el valor para preguntarle a su hija si sufría de anorexia. “Quería entenderla y ayudarla, pero Agustina es difícil”, expresa. Mientras habla se le quiebra la voz. Por primera vez, Juan la mira y ahora si, le toma la mano y le da un ligero apretón.

“En esta situación la culpa es compartida”, dice Juan. Es la primera vez que habla en la tarde. Parece cansado. Las bolsas debajo de sus ojos denotan la falta de sueño y su piel curtida lo hace parecer mucho más mayor de lo que es. “Al principio no le creía. Pensé que Agustina quería atención”, sigue diciendo aquel hombre con claro arrepentimiento.

Al igual que su hija, habla con la cabeza gacha. “Estaba enojado con ella, no la entendía”, dice. Su fachada de hombre duro parece ir cayéndose a pedazos a medida que continúa su relato. Explica que pasó meses no creyendo que Agustina tenía un problema hasta que una situación lo cambió todo.

“Una noche, sentados a la mesa le presté atención. No le saqué los ojos de encima mientras intentaba comer”, confiesa. En ese momento, Juan levanta la mirada. Lágrimas acumulándose en sus ojos. “La vi sufrir. Comer la hacía sufrir”, concluye.

No quiero preguntarle lo obvio, sin embargo la pregunta se me escapa, ¿Por qué?, ¿Por qué lo hacías?. Se toma unos segundos para pensarlo, parece descolocada. Finalmente me contesta lo mismo que le dijo a su familia, a los médicos que intentaron ayudarla y a los psicólogos: “no estoy segura del por qué”.

Si se busca una definición de anorexia lo primero que se encuentra es que es un trastorno de la alimentación que se caracteriza por el peso corporal anormalmente bajo, el temor intenso a aumentar de peso y la percepción distorsionada del cuerpo. Agustina se sabe esa definición de memoria, sin embargo ella no tenía, ni tiene una visión distorsionada de sí misma. “Yo sabía que estaba flaca, extremadamente flaca. No era ciega ni tonta, la diferencia es que yo quería eso”, me dice relajada.

Agustina continúa hablando, esta vez con más naturalidad como si fuera lo más normal del mundo querer una delgadez extrema. Cuenta que le gustaba sentirse los huesos de las costillas, palparlos con sus dedos. En ningún momento hace notar padecimiento sobre su enfermedad, todo lo contrario, se asemeja más a la añoranza.

En un país dónde los trastornos alimenticios se han multiplicado en la última década, posicionándolo en el segundo puesto a escala mundial, la anorexia persigue al 10% de la población. Sin embargo, Agustina parece gustosa de pertenecer a ese porcentaje.

“Cuando estaba flaca amaba verme al espejo, pasaba horas desnuda admirando mi cuerpo”, expresa. Ella sabe que no la entiendo, pero parece no importarle. Igualmente esa última frase que sale de su boca con un tono tan despreocupado me da vueltas en la cabeza durante toda la tarde. “Cuando estaba flaca” me dijo. Yo continúo viéndola, registrando cada parte de su cuerpo mientras ella continúa hablando.

Su contextura es sumamente delgada, se puede entrever a pesar de llevar un buzo que le queda unos cuantos talles grande. Su jean gastado por el uso da cuenta de sus delgadas piernas. Parece casi increíble que haya utilizado esa frase en tiempo pasado.

Las horas continúan pasando y nosotras hablamos de temas triviales hasta que surge el tema de sus estudios. Agustina estudia licenciatura en nutrición en la UBA. “Es súper irónico, ¿No?”, me pregunta. Ambas nos reímos, aunque ella sí le encuentra humor a ese comentario. Me cuenta que a los 10 años decidió que quería ser nutricionista, es decir, un par de años antes de caer en la anorexia.

“Mis papás todavía me miran raro cuando me ven estudiar, piensan que es una excusa cuando pido no sentarme a la mesa a comer con ellos”, dice. Parece sincera, pero creo que ambas sabemos que un poco de razón tienen sus padres.

Pero incluso teniendo en cuenta la ironía de tener un trastorno alimenticio y estudiar nutrición, en su cara se puede ver la alegría que le provoca hablar de su carrera universitaria. “Lo que me gusta de la carrera que elegí es que puedo ayudar a otras personas a que coman bien, a que no caigan en lo que yo caí”, me explica.

“Se que es contradictorio, yo no podría decirle a un paciente ‘mira, yo soy anoréxica y si no seguís mis consejos vas a enfermarte’, no lo haría. Pero por dentro siempre lo pienso”, agrega. Y la frase que viene después de toda esa sinceridad, golpea más fuerte. “No le deseo a nadie esta enfermedad. Te consume la cabeza. La voz no se va nunca y eso muy pocos lo entienden”, dice.

“La voz” es un concepto conocido en el mundo de la anorexia. Es ese sentimiento de culpa que sienten las personas enfermas al comer. Lo asocian con una voz en su cabeza y aunque no es real, tiene un peso muy grande, tanto que le hacen caso.

Esa última declaración denota una parte importante de aquella chica de cara cansada. Agustina vivió con orgullo más de la mitad de su vida con ese fantasma en su cabeza, sin embargo, no se lo desea a nadie. “Yo nunca padecí ser anoréxica, no me considero enferma pero no todos pueden manejarlo y vivir”, sentenció mirándome fijo.

La luz del día comienza a desaparecer y una oscuridad nos envuelve. Estábamos tan concentradas que no nos dimos cuenta de la presencia de la noche. Me acompaña hasta la puerta con paso lento. Siempre camina pausadamente, como si sus pies pesaran mil kilos, arrastrándolos. Me despido de Agustina con un beso en el cachete, y casi como una súplica le pido que coma algo. “Veremos”, me dice y se ríe.

ALUBA, ¿La salvación?

Pasaron algunos días desde la última vez que vi a Agustina. Hablamos por celular dos veces en una semana para contarnos novedades y para mantenerla al tanto de lo que escribía. En una de esas charlas de veinte minutos le pedí que me deje acompañarla a su próxima sesión grupal en la Clínica Aluba. Agustina se tomó un par de segundos en responder, hasta que un ligero “ok” se escuchó a través de nuestros celulares.

Aluba es una clínica que trata no sólo trastornos alimenticios, sino también otras patologías como la bipolaridad, trastornos obsesivos compulsivos, entre otros. Se fundó en 1985 y desde entonces ha sido testigo de innumerables visitas.

Mabel Bello directora de ALUBA en entrevista radial

Espero a Agustina en la estación Constitución, la veo llegar sola. Camina tranquila y con la cabeza gacha, mirando cada detalle de la vereda empedrada. Es un día soleado pero ella, fiel a su estilo, va vestida de negro. Jean y camisa, zapatillas y una mochila, todo del mismo color. Cuando se aproxima a mi hace un leve gesto con la mano y luego si, me da un beso en el cachete. “Perdón si te hice esperar”, es lo primero que me dice. “Hace mucho que no voy a la clínica con alguien”, me tira después. Raro.

Normalmente las sesiones en Aluba son acompañadas, ya sea por familiares cercanos o alguna otra persona del círculo más íntimo. Nos dirigimos a la parada del colectivo 91 mientras charlamos. Me cuenta que la noche anterior no pudo dormir, hecho que se refleja en su cara cansada y sus ojeras que cada vez que la veo se encuentran más marcadas. “Ayer discutí con mi mamá porque me olvidé de comer”, me agrega. Olvido. ¿De verdad es posible olvidarse de algo tan básico?. Para Agustina, sí.

Le pregunto si quiere desayunar antes de entrar pero me responde negativamente. “No quiero llegar tarde”, dice simplemente. Nos bajamos en la calle Combate de los Pozos y caminamos unos metros. Por fuera Aluba parece una casa común y corriente en el barrio de Parque Patricios. El frente supongo que solía ser blanco pero con el tiempo se volvió más bien de un tono amarillento, dándole aspecto de antiguo y con unos ventanales con persianas de color negro que denotan los años.

Agustina sube primero la escalera de la entrada, va despacio. Conoce ese lugar de memoria, hace más de cinco años que visita Aluba. Sin embargo, su paso es muy cauteloso, casi como si fuera la primera vez que toca esos peldaños.

Toca el timbre y luego de un minuto, la puerta se abre. Una señora de edad avanzada nos recibe. Agustina la saluda y nos presenta. “Susana ella es Abigail, mi sombra”, dice mientras se ríe. Susana la mira pero no se ríe con ella, su cara es hosca y parece que sólo quiere que entremos y no le dirijamos la palabra.

Por dentro Aluba no se parece en nada a una clínica. Si no fuera por el gran escritorio de madera lustrada que vemos apenas atravesamos la entrada, diría que es un hogar más. Detrás de este se encuentra una recepcionista que saluda a Agustina muy amablemente. Le pregunta por sus padres y la hace llenar una ficha.

“Tenemos que llenarla cada vez que venimos para que vean que cumplimos con las visitas”, me dice después. Ese papel es un seguimiento y solía ser su precio a pagar para evitar la internación. “Eso cambió cuando cumplí los 18, al ser mayor ya no es potestad ni decisión de mis padres”, cuenta con alivio en su voz.

Agustina se dirige por un pequeño pasillo con luces blancas, con el paso lento, como si quisiera alargar ese trayecto. Aunque afuera es de día, dentro de Aluba todo parece más oscuro.La casa transformada en clínica no tiene el típico aspecto esperado para un centro de salud, pero esa visión cambia cuando llegamos a un salón con ventanales con rejas que llegaban al suelo. Parecía una cárcel.

Las paredes blancas brillaban por la luz del sol que entraba por esas ventanas y formaban las típicas sombras gracias a los barrotes. Cuadros pintorescos colgaban de estas y un gran reloj que marcaba las 14:55. Agustina se detiene a mirarlo y susurra “llegamos bien”. La sesión iniciaba a las 15 horas. Dentro del gran salón había unas seis chicas ya sentadas en pequeñas sillas de madera laqueada. Más tarde me enteré que aquellas adolescentes de aspecto frágil estaban internadas allí. En el centro del semi círculo que formaban las sillas estaba un hombre que imponía respeto, casi miedo.

El doctor Marcelo Bregua es un médico psiquiatra y psicólogo, era él quien estaba a cargo de las sesiones en grupo. Llevaba la típica bata blanca, un pantalón de vestir negro, camisa y corbata que combinaban a la perfección con sus ojos oscuros. Saludó a Agustina con un tono casi autoritario, su voz no inspiraba tranquilidad. Agustina sólo se limitó a mirarlo, le dijo que estaba bien y se sentó en la única silla vacía.

La sesión comenzó puntual. En un principio el doctor les preguntó a las ahora siete chicas cómo estaban. Todas miraron hacia abajo. Se retorcían las manos, nerviosas. Ninguna habló y el ambiente se tornó tenso. El hombre se pasó una mano por su escaso pelo mojado. Una mezcla de resignación y enojo le atravesaba la cara. Tres largos minutos habían pasado, aunque parecían horas. Bregua insistió pero ahora centrándose en una chica en particular. “Florencia, ¿Cómo te sentís hoy?, indagó sin siquiera mirar a la chica.

Esperé a que la aludida se hiciera cargo al escuchar su nombre. Florencia, una joven de no más de 16 años estaba sentada a la derecha de Agustina. Su cara se tornó roja de vergüenza al escuchar su nombre y sólo respondió que estaba bien sin siquiera levantar la cabeza. La chica siguió mirando el suelo de madera que parecía recién lustrado y no volvió a hablar en toda la sesión.

El método no parecía funcionar. Ninguna paciente hablaba. Ni siquiera entre ellas aunque no fueran unas completas desconocidas. La cara de Agustina mostraba una mezcla de fastidio y cansancio. Aunque esas dos sensaciones estaban casi siempre presentes en ella. Jugaba con su largo pelo teñido de rubio, se miraba las uñas. Su atención nunca estuvo presente en ese salón enrejado.

El psicólogo parecía harto. Se tocó su barba canosa unas 20 veces, casi como un toc o en signo de desesperación. No sabría decirlo. Bregua había sido completamente ignorado por un grupo de chicas que entre todas no llegaban a los 300 kilos. Sin embargo, el hombre nunca dejó de insistir. Les preguntó de todo. Si estaban cómodas, qué sentían, que no sentían y la lista sigue. Sólo consiguió monosílabos como respuestas. La incomodidad inundó el aire, ya no era sólo tensión. Esas chicas padecían esa sesión y no estaban autorizadas a irse.

Me pareció más bien un castigo. Desde el momento en que aquel hombre se sentó con aires de superioridad supe que no iba a funcionar. Agustina mientras tanto seguía jugando con sus manos. Estaba totalmente absorta de la situación hasta que la voz autoritaria pronunció su nombre.

“Agustina, ¿Podés contarnos cómo viene tu situación?, preguntó el psicólogo. Y esperó. Agustina lo miró. Sus ojos oscuros resaltaban con el delineador negro y el rimmel. “No quiero hablar hoy”, le contestó en voz muy baja, tanto que tuvo que repetir la misma frase porque Bregua no la había oído.

El hombre no se inmutó. Se la dejó pasar y siguió con las demás pacientes hasta que algo le llamó la atención. Agustina movía su pierna en signo de nerviosismo. Bregua la miró, se levantó y cruzó el pasillo hasta llegar a ella. Le tocó la pierna con un movimiento brusco y le dijo que parara. “No la muevas más”, le dijo en tono brusco, con una mueca endurecida. “Eso lo hacés para quemar calorías y sabés bien que no está permitido”, la acusó.

Agustina lo miró con ojos confundidos y pidió perdón. Sumisa. No se movió hasta que Bregua dio por finalizada la sesión, quince minutos después.

“No entiendo para qué sigo viniendo”, me soltó Agustina ya fuera de la clínica. Sus ojos oscuros, casi negros, estaban cristalinos por las lágrimas que intentaba contener. Me explicó que para ella era un calvario ir a Aluba, que las noches anteriores a las sesiones no dormía. Mientras lo decía, apenas en un susurro, caminábamos con las cabezas gachas.

“Se que tengo que venir, se lo prometí a mis viejos”, expresa casi con rencor en su voz mientras daba cautelosos pasos para evitar las baldosas rotas. Agregó que hacía años no mejoraba y que no veía en su futuro algo similar a eso. “Hace más de diez años que sufro esto, nunca me voy a curar”, sentenció rendida. La resignación le dolía, se notaba en su cara, en su cuerpo, todo en ella emanaba ese sentimiento.

El sol de esa tarde de octubre se desvanecía mientras hacíamos nuestro camino a paso lento. Agustina no volvió a hablar hasta que ambas nos bajamos del colectivo que nos dejaba en Constitución, nuestro punto de encuentro de ese día. “Nos vemos”, me dijo antes de perderse entre la gente, sin darme tiempo a decir una palabra.

El después

Hace más de veinte días que no hablo con Agustina. El miedo está latente. Intento comunicarme por tercera vez en el día y esta vez, da resultado. Un ligero “hola” fluye a través de la línea telefónica y me tranquilizo. Le pregunto cómo está, intento no presionarla a hablar. Me responde que está mejor pero que no pasó los mejores días.

Me explica que después de las sesiones en Aluba se cierra en sí misma. No se comunica con nadie, salvo sus padres. Hablamos durante unos diez minutos e intenta obviar con todas sus fuerzas el tema. La dejo.

Arreglamos para reunirnos, quizás por última vez. Al día siguiente nos encontramos en su casa nuevamente. Esta vez, el interior de la casa está oscuro a pesar de que afuera el sol de noviembre golpea con fuerza. De fondo se escucha una melodía triste que Agustina canta en voz baja.

“Es una de mis canciones favoritas”, me dice con tono dulce y sigue cantando, bajito. “They say, you’re a little much for me, you´re a liability”, entona con un perfecto inglés. Le pregunto si significa algo para ella y se limita a asentir con la cabeza. “Siempre fui una responsabilidad para todos”, concluye mirándome fijo.

Continuamos hablando, siempre con una melodía diferente de fondo. Ella canta y sólo frena para responderme. Se cruza de piernas y su postura se tensa cuando le pregunto por Aluba. Tarda un par de minutos en responder, sus ojos cansados parecen buscar un punto donde mirar, acción que le da unos minutos para para pensar.

“Vos viste cómo es el tratamiento, me vuelve loca”, termina diciendo. Parece tomarse su tiempo para elegir bien sus palabras. Me cuenta que esas sesiones grupales no son comunes en tratamientos de anorexia y que incluso la misma directora de Aluba niega que ocurran.

“La he escuchado hablando en distintos medios. Siempre dice que no es la manera en que se manejan”, sigue. “Miente”, concluye. Parece que las mentiras son comunes en aquel mundo donde no comer se ha naturalizado.

Me explica que no importa cuántos tratamientos haga, sola o grupales, que nada la va sacar de aquella enfermedad. “Creo que todos se toman el trabajo de intentar salvarme, pero no hay nada que salvar”, dice con voz rota. De repente siento ganas de abrazarla. Ella, hecha un bollito en aquel sillón de cuero color crema, se limpia algunas lágrimas con la manga de su camiseta. Su maquillaje se corre. No le importa.

La fragilidad de Agustina te rompe, así como su enfermedad la rompió a ella. La anorexia la arrastró a lugares que la mayoría de nosotros no puede comprender. A pesar de que ella, en ocasiones, parece disfrutar el hecho de no comer, su mirada triste dice otra cosa.

La dejo llorar. Dejo que saque una mínima parte de su dolor. Ella lo hace en silencio, con lágrimas manchando su cara de negro por el delineador que llevaba puesto. Le alcanzo un vaso de agua. “Gracias”, me susurra.

Me pide que terminemos la charla. En el transcurso de aquellos minutos, se tornó distante. Se pone de pie muy despacio, como si le doliera. Me acompaña a la puerta y la abrazo. Ella me abraza también y me vuelve a agradecer. Ambas sabemos que queremos decir más, pero no lo hacemos. Una despedida sin palabras.

Salgo de aquella casa y ya es de noche. Las luces en la calle iluminan el pavimento de aquel barrio de Castelar. Mientras me dirijo a la parada de colectivos pienso en Agustina, en su enfermedad. Pienso que yo soy la que debería haberle agradecido por abrirme las puertas a aquel mundo que me parecía tan lejano, tan ajeno.

Agustina es un propio mundo y entenderla no fue fácil. Quizás no la entendí en absoluto. Sin embargo, se una cosa: la anorexia arrastra a mujeres y hombres por igual. Les hace creer que la perfección se simplifica en una delgadez extrema, peligrosa y mostrarla casi con un orgullo enfermizo.

Esa voz constante en la cabeza de Agustina penetró no solo en ella, sino en casi siete millones de mujeres y un millón de hombres en todo el mundo. La anorexia deja toda clase de secuelas irreparables y quizás, la peor sea justamente aquel sentimiento de derrota, de no luchar contra ese fantasma que los consume hasta la huesos.

--

--

Abi Rios
Sin Fronteras
0 Followers
Writer for

River Plate Estudiante de Periodismo/ *She lost him but she found herself and somehow that was everything*