En la papa | Día 5

Algunas reflexiones sobre el abstencionismo y la lealtad

Alessandro Solís Lerici
sismos
5 min readApr 2, 2022

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Hoy aprendí que hay personas que creen que “de la abstención o del voto en blanco o nulo podría surgir la construcción de una plataforma que agrupe la inconformidad contra el proyecto neoliberal y lo dispute en las urnas en 2026”.

Creo que, con la indignación que ha suscitado el resultado de la primera ronda de las elecciones de 2022, quienes lo tengan a bien no habrían de esperar a ver la parte más irrelevante de los resultados del balotaje. Si lo quisieran, ahora mismo podrían articular plataformas y coaliciones con miras a incidir electoral y civilmente en oposición a la administración que de forma inminente asumirá funciones. Un gobierno que, gane quien gane, tendrá una serie de anticuerpos que hacen a todas las personas con las que he hablado en los últimos dos meses preocuparse más o menos por el panorama a cuatro años vista, y por cómo será el camino para llegar ahí.

La frase citada en el primer párrafo es tomada de un artículo del asesor político del TSE, Gustavo Román Jacobo, publicado en Delfino.cr, y es un parafraseo de lo que el representante del tribunal electoral interpretó de otro artículo de opinión, firmado por el exmagistrado José Manuel Arroyo Gutiérrez y publicado en Surcos. Román Jacobo, como no puede ser de otra forma dada su investidura, no está de acuerdo con lo expresado por el exmagistrado y más bien hace una defensa férrea del voto válido, puesto que a su juicio “el porcentaje de abstención, el voto nulo y el voto en blanco no pasan de ser un dato estadístico sin absolutamente ninguna repercusión electoral”.

El argumento de Román Jacobo –de nuevo, como se esperaría de alguien con su dedicación– puede resumirse en que solo hay una forma válida de votar, y ese voto es válido solo si es por una candidatura, algo que cualquier persona que haya visto una tabla de resultados electorales puede haber constatado sin tanto rodeo. Cualquier otro ejercicio del derecho al sufragio que no sea un voto válido no suma, no resta, no vale, no tiene relevancia ni la adquirirá nunca, según el asesor político. Mi percepción es que las personas que no van a votar o que votan nulo o en blanco entienden que alguno de los candidatos ganará, y es a pesar de entenderlo que deciden ejercer su derecho al sufragio de esa forma, porque viven en una democracia plena –como señala Román Jacobo– que decidió no forzar el sufragio obligatorio ni penalizar los votos no válidos.

La abstención me parece un dilema colectivo más preocupante que los votos en blanco o nulos, que suelen ser residuales. Y me parece curioso que el representante del TSE recalque en su artículo que la abstención está entre las decisiones electorales que “no inciden en la obtención del 40% necesario para ganar la Presidencia en primera ronda”. No soy un experto en la materia ni quiero hacer parecer como que tengo conocimientos que realmente no tengo, pero creo que una forma en la que la abstención puede tener una repercusión electoral es que si hay una participación del 80% el candidato ganador necesitará el apoyo del 32% del padrón electoral para alcanzar ese 40% mínimo de votos válidos.

En cambio, con una participación como la de la primera ronda de hace dos meses, que fue de en torno al 60%, Figueres hubiera necesitado que le apoyara el 24% del padrón electoral (unos 850.000 votantes frente a los 570.000 que tuvo en febrero) para conseguir el 40% del voto válido y ganar la presidencia sin ir a segunda ronda. Viéndolo desde esta perspectiva, creo que es osado decir que el abstencionismo no tiene repercusión en el resultado electoral. Si hubiera ido a votar solo la mitad de la población, bastaría con que un 20% de los votantes inscritos votara por un candidato para convertirle en presidente. No me parece un efecto baladí sobre el resultado electoral, en el tanto supone que entre menos personas vayan a votar menor respaldo social necesitan los aspirantes para gobernar.

Hemos llegado hasta aquí sin entrar siquiera en el tema –quizás ya cansón– de que hay muchos motivos por los que las personas no participan electoralmente o quieren protestar aunque sepan que su protesta no cambiará nada. Probablemente las razones por las que yo, desde mi posición francamente privilegiada, me debato sobre cómo ejerceré el derecho al voto no son las mismas que las de muchas personas en las costas (dependiendo de la provincia, la mayoría) que no se acercaron a las urnas en febrero. De igual forma, no porque el voto nulo o en blanco a mí me parezcan una forma extraña de abstenerse significa que no pueda empatizar con las razones por las que alguien le daría ese uso legítimo a la papeleta que le corresponde.

Tampoco entiendo por qué está bien minimizar la decisión de invalidar el propio voto a un supuesto afán de comportarse de forma “impecable”. Es comprensible que tantas personas –y el TSE, faltaría más– quieran expresar su deseo de que haya una participación alta y se ejerza un voto válido este domingo. A mí personalmente me incomodan las instrucciones –y más cuando vienen acompañadas de un moralismo electoral que no soporta que el prójimo tenga la agencia para participar en la decisión colectiva como considere pertinente–, pero todos están en su derecho de pedirle a la sociedad lo que les plazca. No obstante, no creo que desacreditar y sentenciar a no poder quejarse por cuatro años a quienes no voten por el uno o por el otro sea la mejor estrategia para sacar de los márgenes a quienes exhiben malestar o indiferencia por el sistema electoral.

Román Jacobo se pregunta al final de su artículo “qué tan leal es con la comunidad de la que somos parte” el no participar de forma válida este domingo, después de que haya pasado tanta agua debajo el puente, solo porque “mi opción preferida no accedió a la segunda ronda”. Esa lealtad –tan romántica y tan alejada de la realidad forzosamente no colectivista que llena los 96 meses entre elección y elección– no se materializa de forma exclusiva en las urnas, aunque es cierto que allí es donde más deberíamos sentirnos convocados a participar en los asuntos públicos, no por lealtad, sino porque todas las decisiones colectivas nos afectan individualmente, y viceversa. Pero también hay lealtad con el colectivo en intentar comprender por qué la molestia y la indiferencia expresadas mediante el abstencionismo van en crecida, y qué dice eso de nuestro sistema democrático, en lugar de vilificar todo aquello que no sea un voto válido cada cuatro años.

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